Coronavirus

Diario de una cuarentena con niños: día 33

Como si fueras Lecter

Nora con sus juguetes
Nora con sus juguetesAnna Maria Iglesia

Mientras la joven Clarice M. Starling baja los escalones que llevan a los calabozos del centro especializado en criminales dementes, su responsable, Frederick Chilton, le dicta las normas que debe tener en cuenta cuando se encuentre con el más célebre de los reos de esa casa, el doctor Hannibal Lecter. Chilton le avisa: “No meta la mano entre los barrotes. No toque los barrotes. No le pase nada que no sea papel blando. Nada de plumas ni lápices”. Lecter era muy peligroso, alguien del que no se podía confiar, al que era mejor tener encerrado, lejos.

Es lunes por la mañana y comienzo a sentirme como el doctor Lecter. Sudo, toso sin parar y me persigue un dolor de cabeza profundo. ¿Qué hacer? Llamar a urgencias y que me aconsejen. “Tiene usted todos los síntomas. Aíslese. No toque a nadie. Que nadie lo toque”. Me ordena una voz desde el otro lado del teléfono. Evidentemente no hay posibilidad alguna de hacer una prueba que determine si tengo coronavirus o una simple gripe. ¿Dónde me creo yo que estoy? No hay otra: toca encerrarse y nada de salir del cuarto. Me dice que espere y que, a las nueve, llame a mi CAP para pedirles que me hagan seguimiento. ¿Y qué se puede tomar para todo esto? Desde la otra línea, la misma voz de antes se limita a hablarme de Paracetamol. Antes de colgar, la doctora que me atiende me informa de que ya formo “parte del protocolo del coronavirus”. Es decir, soy un número más de la estadística. Enhorabuena, me felicito a mí mismo. Siento que me acaban de dar el diploma como licenciado en coronavirus a la vez que me convierto en un preso en mi propia casa. Soy el nuevo Lecter y todos los que me rodean se convierten en Clarice.

Mientras todo esto pasa, Nora está llorando porque es la hora de su desayuno. Mi mujer recoge cuatro cosas rápidas de nuestra habitación y, como en la canción, “nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos”. Todo muy triste y todo muy precipitado, como si hicieras las maletas para el último vuelo al infierno en el día en el que no pensabas tomar ese avión. Encerrado en la habitación, rodeado de miedos, me asaltaron todo tipo de dudas: ¿cómo podré sobrevivir sin poder ver ni abrazar a mi mujer y mi hija? ¿Esto empeorará? ¿Por qué unos pueden hacerse el test y otros no? Toda esa incertidumbre me corroe mientras Nora sigue llorando de fondo pidiendo su biberón del desayuno.

Cuando llamo al CAP la persona que me responde me anuncia que ya se pondrá en contacto conmigo un médico. La espera dura solamente media hora. “Por los síntomas que tienes, eso no es la enfermedad de moda. Eso me parece una gripe porque gripes, resfriados y catarros seguirán existiendo, pese al dichoso coronavirus”, dice muy convencido el médico. Entonces, ¿por qué todo este alarmismo? ¿Por qué me incluyen en el protocolo? “No podemos hacer pruebas. Es por si acaso”.

Pienso que con todo esto podría hacer como John Howard Griffin, un periodista blanco que se hizo pasar por negro para poder indagar sobre el racismo en Estados Unidos. ¿Y si me ofrezco a Oriol Mitjà para sus investigaciones? Podría hacer un reportaje desde dentro. Tal vez no uno sino una serie. Sí, una serie de artículos. Oh, sí, ya empiezo a acariciar el Pulitzer cuando mi mujer, como siempre, me da un baño de realidad. “Anda, sal de la habitación y te duchas”. Y, sí, así lo hice, pero saliendo del cuarto con mascarilla y guantes, además de recordar que no puedo abrazar ni besar a mi mujer ni a mi hija.

Cuando voy hacia la ducha, Nora me mira a lo lejos. Me está interrogando con la mirada. Quiere saber por qué voy de esa guisa, por qué hoy es el primer día que no me acerco a hacerle alguna broma o a buscarle sus primeras cosquillas. Mira fijamente, como si me estuviera pidiendo que fuera a verla, como en los viejos tiempos. Pero, no puedo.

Y se me hace un nudo en la garganta.