Enfermedades respiratorias
Antes de que el nuevo coronavirus trastocara nuestras vidas e introdujera en las conversaciones habituales términos como «velocidad de transmisión» o «tormenta de citocinas», personas como Bárbara ya estaban familiarizadas con el oxímetro y conocían la «terrible» sensación de ahogarse cuando el organismo reacciona con una inflamación exagerada del sistema inmunitario.
Bárbara no se ahoga por culpa de ningún virus, como pasa con los enfermos de la COVID-19. Su enemigo no tiene nombre y apellidos. Ni vacuna. El polvo que levantan los niños en un parque infantil o una aspirina pueden causarle un ataque de asma grave. «El problema es que no tengo olfato para evitar compartir el ascensor con un hombre al que se le ha ido la mano con la colonia», lamenta.
Bárbara tiene una enfermedad inflamatoria tipo 2. E igual que los pacientes graves de coronavirus, responde con una inflamación exagerada del sistema inmunitario frente a agentes externos, hasta el punto de poner en peligro su vida.
«La inflamación tipo 2 está detrás de enfermedades de la vía respiratoria, como el asma, la rinitis o la poliposis; de enfermedades del tubo digestivo, como la esofagitis eosinofílica, o de la piel, como la dermatitis atópica. Sobre todo, aparecen en los órganos que hacen de barrera con el exterior, como la piel o las mucosas respiratorias o digestivas. Y, en numerosas ocasiones, un mismo paciente puede desarrollar varias enfermedades a la vez o sufrirlas con diferente intensidad en distintas etapas de la vida», resume la doctora Virginia Rodríguez Vázquez, alergóloga del Hospital Universitario de Santiago de Compostela. «En muchos casos, el desencadenante de esta enfermedad es un alérgeno que produce una respuesta específica del sistema inmunitario, pero que en sucesivas exposiciones desencadena una inflamación y puede producir un curso crónico de la enfermedad», concreta la doctora Rodríguez.
Difícil diagnóstico
«La inflamación es el factor de riesgo, pero no siempre es fácil de identificar el alérgeno ni hacer un diagnóstico, porque los síntomas pueden confundirse con otras patologías. El paciente puede empezar con una dermatitis atópica en la infancia, posteriormente desarrollar una alergia alimentaria y acabar con una alergia respiratoria, rinitis y asma», advierte la doctora.
Bárbara tardó «muchísimos» años en tener un diagnóstico. «Muchísimos» son 30 años, más de la mitad de su vida. Ahora, tiene 51. Las primeras imágenes que tiene asociadas a su enfermedad es una sensación de ahogo cuando en el colegio corría la «course navette». Antes, recuerda un comentario que solía hacer a su madre con seis o siete años: «Respirar es aburrido». «Era mi manera de decir que me costaba respirar, pero mi madre no me entendía», cuenta. El primer diagnóstico llegó en la adolescencia. «Cuando me costaba respirar, sacaba el ventolín», recuerda. Pero con los años, este comodín dejaría de funcionar.
La pandemia agrava la calidad de vida de los pacientes
«Las crisis no son siempre predecibles y un mal control de la enfermedad puede causar un impacto físico y emocional en los pacientes que afecte a su calidad de vida y a la de su entorno», alerta la doctora en el encuentro virtual «The Type 2 Inflammation Connection», que Sanofi Genzyme organizó este otoño para dar a conocer las enfermedades inflamatorias tipo 2. Los médicos y pacientes que participaron advirtieron de que la falta de información sobre estas enfermedades dificulta su diagnóstico, estigmatiza a los pacientes e impide su correcta atención, una realidad que se ha agravado durante la pandemia. La historia de Bárbara es sólo un ejemplo.
Bárbara explica que le fueron diagnosticando alergias, a los hongos de la humedad, al platanero, a la parietaria. Incluso, al agua del mar. «Un doctor llegó a esa conclusión después de que me salieran picadas como habas tras pasar un día en la playa de adolescente», dice.
Antes de los 30 años empezó a hacer crisis de asma muy graves que la llevaron a ingresar en la UCI y a estar hospitalizada semanas por choque anafiláctico –la reacción alérgica más grave que existe–. «Después de cuatro ingresos, los médicos empezaron a preocuparse. Yo asociaba las crisis a la menstruación. Al final, descubrimos que tomaba una pastilla para el dolor de regla que me causaba alergia», explica. Entonces, le diagnosticaron un síndrome llamado Widal o tríada de ASA. Afecta a un 10% de los asmáticos. Es una asma bronquial, asociado a la intolerancia a la aspirina y otros antiinflamatorios.
Aunque habían puesto nombre a uno de sus problemas, siguió desarrollando alergias. Y no todas afectaban al sistema respiratorio. Le diagnosticaron esofagitis eosinofílica, otra reacción que causa problemas de deglución. Una vez se le quedó clavada una pastilla en el esófago porque resulta que no toleraba el colorante que recubría la cápsula. Con la medicación, este problema está controlado.
«Lo que me causa más limitaciones es el asma grave. Antes de que me diagnosticaran bien la enfermedad, cuando tomaba toda la medicación que podía tomar, me ahogaba hasta acostando a mi hijo de un año y medio. Llegué a la conclusión de que sólo podía tener una vida aburrida y triste, porque incluso reír me causaba asma. Entonces, era maestra de infantil y el polvo que levantaban los niños en el patio también me ponía fatal. Mis compañeras pensaban que exageraba. Lo pasé muy mal», recuerda. Ahora, trabaja ayudando a mujeres víctimas de violencia de género
Riesgo vital
Hace unos años, el doctor Vicente Plaza, jefe del Servicio de Neumología del Hospital de Sant Pau, empezó a trabajar con ella tratamientos personalizados. «Había desarrollado un asma grave de difícil control y corría peligro de quedarme en un ataque», explica Bárbara. Con el Omalizumab, un tratamiento innovador para asmáticos, y la figura de Teresa, su enfermera de referencia en el hospital, que hace seguimiento a los enfermos crónicos, su calidad de vida ha mejorado mucho. Aunque el coronavirus lo ha complicado todo. Bárbara apenas sale de casa. «Mi hijo, que ya va al instituto y mi marido, cuando llegan a casa no me saludan, dejan zapatos y abrigos en un espacio que hemos organizado y se van a lavar las manos. Lo más duro es no ver a mi hermano ni a mi padre, que tiene 78 años», admite. Bárbara cuenta su historia con la esperanza de poder ayudar a otros enfermos. La información ayuda.