Opinión
Es fácil ser amable
Ser agradable es una cualidad muy preciada. Transformar en gratos los espacios de tiempo, aún minúsculos, que uno pueda compartir con los demás, es una virtud que llama a la puerta de muchas personas, sin que, paradójicamente, sean tantas las que terminen abriéndola. Y digo paradójicamente porque no veo por qué no debieran hacerlo de par en par, habida cuenta que la agradabilidad no puede perjudicar a nadie, sino sólo beneficiar tanto a quien la ejerce como a quien la recibe.
Está científicamente demostrado que las personas risueñas tienden a ser más longevas y a tener una mejor salud cardiovascular; también a ser menos propensas a la depresión y, directamente, más felices. Todo ventajas, vaya.
Lo bueno es que para adquirir esta condición no tenemos que estudiar. No hay que ir a la universidad, ni cursar un máster ni tan siquiera participar en un pequeño seminario. La amabilidad no requiere cultura; cualquiera, tenga estudios o no, sabe perfectamente lo que tiene que hacer para ser cordial y atento. Porque es muy fácil: basta con sonreír, saludar, mostrar agradecimiento, cruzar algunas palabras de vez en cuando y revelar un mínimo interés por lo que otro te cuente o por sus problemas. Con ello es suficiente para sacarse el título, sin perjuicio de que luego se pueda ir, además, a por nota, acumulando otras virtudes que pueden –y suelen– ir muy ligadas a la primera.
A partir de aquí, podríamos plantear un sencillo silogismo: si todos sabemos lo que debemos hacer para ser amables y ello no nos cuesta nada, cualquiera tenemos la posibilidad de serlo; y, con ello, de contribuir a la confortabilidad de la gente que nos rodea. Dicho así, queda muy bonito. Arcádico. Pero lo malo es que, a sensu contrario, la conclusión a la que debemos llegar es igual de rotunda y categórica, y es que quien no es agradable es, sin más, porque no le da la gana.
Triste y preocupante, pero de fácil solución. Porque ser amable no exige esfuerzo alguno. Ni estudios. Simplemente, ponerse a ello.
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