Exposición

Esto sí es una exposición de René Magritte

Una completa muestra recorre los grandes ejes temáticos de la pintura de uno de los nombres importantes del surrealismo

Una persona graba con su cámara de vídeo en la presentación de la exposición 'La máquina Magritte', en CaixaForum
Una persona graba con su cámara de vídeo en la presentación de la exposición 'La máquina Magritte', en CaixaForumDavid ZorrakinoEuropa Press

Probablemente el nombre de René Magritte es el más conocido del surrealismo, con permiso de Salvador Dalí y Joan Miró. Su potentísimo imaginario, sus pipas, señores con bombín, palomas, cristales rotos y palabras poéticas son perfectamente identificables por todos, no solamente por los especialistas en arte. Por eso que una de las miradas más oníricas e imaginativas del siglo XX sea objeto de una gran exposición es todo un acontecimiento. Eso es lo que se puede decir de la exposición que acaba de abrir sus puertas en CaixaForum Barcelona después de haber pasado por el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid, con gran éxito de público. Esta propuesta cuenta con el apoyo Fundación Magritte.

La muestra, la más importante dedicada a este artista en Barcelona desde la que le dedicó la Fundació Miró en 1998, recoge 69 pinturas procedentes de 55 museos y colecciones privadas de todo el mundo. Todo ello se complementa con una selección de fotografías y filmaciones, muchas de ellas privadas, de Magritte con su familia y amigos que nos ofrecen una imagen del pintor más allá de su taller.

Guillermo Solana, director del Thyssen-Bornemisza y comisario de la exposición, definió a Magritte como «un artista metódico que vuelve una y otra vez sobre ciertos motivos». Precisamente son estos motivos los ejes de una exposición que huye de los tópicos del recorrido cronológico. «No desvelamos el enigma que fue Magritte, pero sí podemos entrever los mecanismos de su imaginación», apuntó Solana. Para ello se ha dibujado una propuesta que se apoya en las obsesiones del artistas, aquellos temas que afloran con reiterada insistencia en sus pinturas.

El punto de partida lleva por título «Los poderes del mago», con algunos autorretratos en los que se ahonda en la figura del artista y los poderes que se le atribuyen. Todo ello se inicia con el soberbio óleo «Tentativa de lo imposible» (1928) donde el artista pinta a la figura que hipotéticamente trasladará al lienzo. El propio Magritte se convierte en caricatura de sí mismo en «La lámpara filosófica» (1936) en este mismo apartado.

Este camino por el universo único de Magritte se prolonga con la sección «Imagen y palabra», centrado en la introducción de la escritura en la pintura y en los conflictos generados entre signos textuales y figurativos, y donde vemos no pocos nexos comunes con quien fuera su querido amigo Joan Miró. Eso es evidente en cuadros como «La prueba misteriosa» (1927), «El cuerpo azul» (1928) o «El árbol de la ciencia» (1929).

En «Figura y fondo» constatamos del juego creado por la silueta y el hueco, una de las marcas de la casa en óleos como «El abismo plateado» (1926), «Panorama popular» (1926) o «Salida de la escuela» (1927).

Igualmente fascinante resulta contemplar los trabajos de Magritte en el apartado llamado «Cuadro y ventana» donde entramos en el cuadro que hay dentro del cuadro. Es la metapintura de «La llave de los campos» (1936), «La condición humana» (1948) o «Los paseos de Euclides» (1955). Todo ello sirve como introducción a «Rostro y máscara» donde el rostro queda suprimido en la misma figura humana, una de las características más celebradas en la obra de Magritte, como «Ejercicios espirituales» (1936) y «El principio del placer» (1937).

Todo ello culmina con dos secciones, acaso las más queridas por Guillermo Solana, según él mismo confesó ayer. Se trata de «Mimetismo» y «Megalomanía». El primero de ellos está centrado en el mimetismo animal que el pintor traslada a objetos y cuerpos que se enmascaran en su entorno, como encontramos en «El sueño» (1945) y «El futuro de las estatuas» (1932). En el último apartado, el cambio de escala se adueña del cuadro, como se trasluce en «La habitación de escucha» (1958) o «El aniversario» (1959).