Opinión

La fiesta de los animales

Celebración de la tradicional Cabalgata de Els Tres Tombs en honor a Sant Antoni Abat, patrón de los animales de granja y domésticos celebrada este domingo en el barrio de Sant Andreu de Palomar de Barcelona
Celebración de la tradicional Cabalgata de Els Tres Tombs en honor a Sant Antoni Abat, patrón de los animales de granja y domésticos celebrada este domingo en el barrio de Sant Andreu de Palomar de BarcelonaQuique GarcíaAgencia EFE

Un año más se celebró el pasado día 17, festividad de san Antonio Abad, la bendición de los animales en algunas iglesias, con gran concurrencia de mascotas –perros y gatos la mayoría, todos relimpios y recién peinados– en las de más tradición y arraigo de la ceremonia.

Una lástima que la bendición del santo alcance únicamente a los animales de compañía y se queden sin ella los demás, que por tener que apañárselas ellos solos por esos campos de Dios, buscándose el sustento como pueden y expuestos a todas las intemperies y calamidades, bien se la merecen y mucho la necesitan.

Los pájaros en general, tan desamparados ahora que por fin ha llegado el invierno y, si pían, trinan, gorjean o gorgoritean, según sea la intensidad, la cadencia o el quiebro de su canto, lo hacen de frío y en petición de alimento o cobijo. Y los que aún resisten en el monte: ciervos, lobos, zorros, algún oso…

Claro que si volviéramos atrás en el tiempo, tendrían preferencia los animales que convivían con el hombre y le ayudaban en las labores del campo, a algunos de los cuales se les bautizaba con nombre propio. Gozaban de tal privilegio aquellos a los que, por la labor que desempeñaban, había que dirigirse individualmente en alguna ocasión, para darles una orden, o instigarles a hacer algo: al buey o la vaca (y qué altos y sonoros los nombres de estas últimas: Garbosa, Galana, Bizarra...) para que tiraran del carro o dieran la vuelta en llegando al final del surco con el arado, al perro para que recogiera el rebaño… Si acaso también al burro, siempre dispuesto para todo lo que se le mandara, y en reconocimiento de su natural humilde y servicial, como testifica la noble tradición literaria de Platero y algún otro. Pero no se les imponía identidad propia a los gatos, salvo que hubiera en la casa algún niño y este se encaprichara con apodarle, para su uso particular casi siempre; ni al gallo, de porte mayestático y con ínfulas de emperador en su corral; ni a las afanosas gallinas de tanta utilidad para el suministro familiar; ni a los caballos (solo algunos ilustres han presumido de título, como Bucéfalo, Babieca o Rocinante, y en nuestro tiempo los de carreras, pasatiempo de ricos), tal vez porque se les guía y corrige con la rienda y se les acucia y estimula con la espuela; ni a las ovejas y corderos, por culpa a lo mejor de su proverbial mansedumbre; ni a las cabras, que tantos motivos daban, por su comportamiento, para distinguirlas con cualquier mote.

Fantasea uno ahora con el bonito espectáculo de ver reunidos a las puertas de una iglesia a todos estos animales y tener la oportunidad de oír el coro de sus voces: el cacareo de las gallinas, el balido de la oveja y de la cabra, el gruñido del oso (y del cerdo y el jabalí), el berrido del ciervo, el maullido (o mayido) del gato, el ladrido del perro (o gañido, cuando lo maltratan), el mugido del buey y de la vaca, el rebuzno del burro, el relincho del caballo, el aullido del lobo, el tauteo del zorro…