Hitler (1889-1945)

El escurridizo trastorno mental de Hitler y el peligro de diagnosticar a los muertos

Existe una peligrosa tendencia a justifica con diagnósticos sumamente especulativos las peculiaridades de algunas figuras históricas.

Los monstruos existen. Tal vez no tengan garras ni escupan fuego, pero portan con ellos la destrucción. Algunos viven entre nosotros y muchos otros han quedado relegados a las páginas de la historia. Posiblemente, estas líneas hayan evocado una figura muy concreta, una figura a la que mucha gente no duda en señalar como “la peor persona de la historia” si es que eso tiene algún sentido: Adolf Hitler.

Y entonces es cuando aparece la pregunta: ¿Por qué? ¿Qué convirtió a Adolf en Hitler? Todos somos producto de nuestra biología y el entorno en el que nos criamos, por lo que la respuesta tiene que estar en algún lugar. No son pocos los médicos y psicólogos que han buceado en los archivos en pos de un diagnóstico que explicara su origen, su maldad. Para algunos la respuesta parece estar en una sífilis que había afectado a su cerebro. Claro que, para ser justos, otros investigadores han planteado diagnósticos muy diferentes, por ejemplo: un trastorno paranoide, psicopatía, esquizofrenia, depresión bipolar, síndrome de Asperger, trastorno narcisista de la personalidad, trastorno límite la personalidad, histrionismo, estrés postraumático, parkinsonismo, histeria… y la lista sigue. Pero ¿podemos acaso justificar a Hitler con una enfermedad, sino todo lo que él desencadenó? ¿Es diagnosticable el Tercer Reich? Puede que la ciencia tenga algo que decir, pero, en realidad, muchos de estos diagnósticos no están haciendo ciencia, están pervirtiendo la ética.

¿Podemos diagnosticar algo realmente?

A los seres humanos nos encantan los acertijos y algunos son especialmente atractivos. No todos consisten en adivinanzas o inertes rompecabezas, algunos involucran a personas y nos prometen algo muy tentador: explicar sus peculiares vidas a través de principios muy sencillos. La medicina histórica está plagada de ellos. ¿Tenía Pagganini una enfermedad del colágeno que le confería su asombrosa flexibilidad a la hora de tocar el violín? ¿Tenía el Greco una alteración en el cristalino de sus ojos que le hacía ver el mundo ligeramente alargado? ¿Tenía Sócrates una esquizofrenia catatónica que le llevó a filosofar como lo hizo? Son acertijos realmente atractivos, y lo son todavía más cuanto más morbosa fuera la figura analizada. Tal vez se deba a esto la interminable recua de estudios aparentemente científicos que buscan diagnosticar a Hitler una patología que explique su crueldad, su xenofobia, su ética utilitarista y su mal carácter.

El problema es que, atraídos por la promesa de racionalizar una de las mayores atrocidades de la historia de la humanidad, estos diagnósticos han excedido con creces la especulación tolerable en un estudio científico, saltando directamente a la estantería de la ciencia ficción.

Tenemos dos grandes barreras que nos separan de poder diagnosticar a personajes como Hitler. La primera es la más evidente: no podemos interactuar con un muerto. Casi cualquier diagnóstico médico complejo requerirá de poder explorar en persona al paciente, precisamente por eso se considera una mala práctica emitir diagnósticos a través de consultorios radiofónicos o televisivos. Con las figuras históricas esto no es una posibilidad, por lo que las conclusiones que podamos obtener se ven muy limitadas.

El testículo perdido

En segundo lugar, podríamos suplir esta falta de interacción con el sujeto si contáramos con una detalladísima historia clínica o, en su defecto, una cantidad obscena de textos donde se discuta su salud. Podríamos pensar que figuras tristemente insignes, como Hitler, esquivarían esta segunda bala y que, dada su importancia, posiblemente se escribió mucho sobre su salud mientras seguían con vida. Para hacernos una idea de cuan engañoso es esto, es posible que hayas leído que Adolf solo tenía un testículo, padeciendo lo que en medicina se conoce como monorquismo. Pues bien, a pesar de lo popular que es este dato, parece ser falso. No hay registros fiables acerca de la ausencia de un testículo y los pocos médicos que lo han afirmado confesaron haber manipulado los hechos. Si un testículo puede generar este desconcierto, cuánto no podrá confundir un intangible trastorno mental.

Quienes le diagnostican con una neurosífilis, indican que la bacteria pudo abrirse paso hasta su cerebro, algo que no es tan infrecuente como parece. Allí, las alteraciones a las que suele asociarse podrían explicar su paranoia, los temblores y las cuestionables decisiones tomadas durante sus últimos años de vida. Suena atractivo y satisfactoriamente explicativo, pero no debemos olvidar que no presentaba parálisis espástica ni lesiones cutáneas (que sepamos) las cuales suelen asociarse también a la sífilis. Son muchos los detalles que no encajan en este diagnóstico, de hecho, ninguno de los muchos que hemos enumerado antes parece coincidir lo suficiente.

Y tal vez, el motivo sea que estamos olvidando un ligero detalle que puede justificar su paranoia y sus cuestionables decisiones: estaba perdiendo una de las guerras más cruentas de la edad contemporánea. En el mejor de los casos, la tensión que implica un evento así sería un serio factor de confusión a la hora de interpretar los síntomas. En cuanto a sus temblores, sabemos que consumía frecuentemente drogas psicoactivas, como derivados anfetamínicos, los cuales, pueden causar síntomas parecidos a los de la enfermedad de Párkinson. En igualdad de condiciones la explicación más sencilla suele ser la más probable, por lo que ¿para qué perseguir enfermedades fantasmagóricas de las que jamás podremos estar mínimamente seguros? ¿A qué se debe esta extraña moda de convertir las peculiaridades de toda figura histórica en una enfermedad?

“No es como yo”

La explicación más amable se basa en un impulso natural que tenemos los seres humanos. Un hecho excepcional merece una explicación, hasta aquí todos estamos de acuerdo. El problema es que el razonamiento abductivo, que así se llama en lógica a este proceso, le dará una explicación ingenua, tentativa, una primera pincelada buscando justificar a toda costa el hecho atípico.

No obstante, cuando hablamos de hechos tan complejos como la Segunda Guerra Mundial, el razonamiento abductivo debería ser solo el primer paso de un viaje analítico en mayor profundidad, porque rara vez podemos encontrar causas claras y únicas fuera de las ciencias naturales. No podemos, ni debemos reducir la personalidad de Hitler a una enfermedad. Ni la de Hitler ni la de Abraham Lincoln, Mahatma Gandhi o Albert Einstein.

La otra explicación, perfectamente complementaria con la primera, es algo menos agradable de leer. Somos conscientes de las atrocidades consentidas por Hitler y perpetradas por tantos alemanes durante el Tercer Reich. De hecho, somos tan conscientes que nos negamos a creer que nosotros podamos caer en lo mismo. Necesitamos explicarlo de tal modo que aquella abominación se deba a un factor muy alejado de lo que define nuestra sociedad. Nos negamos a aceptar que aquellos monstruos eran humanos. Personas como nosotros. Y esto no significa que debamos perdonarles por ello, todo lo contrario. Hemos de entender que nuestra sociedad es igualmente susceptible de polarizarse.

Alemania no era un país con 100 millones de psicóticos y cualquier diagnóstico que pretenda explicar las atrocidades de Hitler, Himmler, Goebbels y el resto de altos cargos de las SS estará emborronando la moraleja, impidiéndonos aprender de nuestros errores como humanidad y, en cierto modo, condenándonos a permanecer ciegos cuando estos patrones se repitan. Podemos estar perfectamente cuerdos y, a pesar de ello, habernos convertido en los monstruos que creímos locos.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Hay diagnósticos perfectamente pertinentes por haber sido correctamente diagnosticados en su momento o contar de pruebas realmente irrefutables. Sin embargo, los trastornos mentales no suelen estar entre ellos, sobre todo cuando nos remontamos más de un siglo. La medicina ha cambiado mucho en los últimos 200 años, y la psiquiatría se ha vuelto irreconocible (para bien) respecto a lo que era hace tan solo 50. En contextos tan dispares, no podemos esperar ni siquiera que los testimonios médicos sean suficientemente aclaratorios.
  • Esto no quiere decir que el intento de diagnosticar a figuras históricas no sea interesante o incluso enriquecedor, tan solo que hemos de contextualizarlo como merece y tener presente que no podemos explicar hechos tan complejos a partir de un diagnóstico especulativo.

REFERENCIAS (MLA):