Gastronomía
El Mesón de Pincelín, setenta años de motivos
La familia Blanco posee la virtud de recordarnos el poder descomunal que ejerce la excelencia del binomio producto y servicio
Por si quedaba alguna duda, nos hemos propuesto para este año prestarle más atención a las efemérides. Como vivimos abrazados al presente, dicen que hacer justicia obliga más que nunca y rendir homenaje es una prueba de gratitud. Por estas dos cuestiones hay sobremesas que nacen con el destino escrito, en las que el gusto habla con afectos y emociones. Nada envejece, por fortuna, tan lentamente como las querencias culinarias de toda la vida. Por eso, de vez en cuando, los astros se alinean y una conjunción mágica brilla como coartada perfecta para visitar el Mesón de Pincelín en Almansa.
El prestigio restaurador cosechado durante setenta años desde el primigenio Bar fundado por el patriarca Pascual Blanco Cantos «Pincelín» junto a Josefa, su esposa, en 1952 no ha dejado de tener que ver con la calidad, el rigor y la familiaridad como señas de identidad.
No es frecuente que los años de plenitud de un restaurante alcancen setenta años. No es una anécdota banal. Mesón de Pincelín está en el exiguo lugar donde un establecimiento reúne el poder de atracción masivo y fiel, por no decir adicto, y a la vez el reconocimiento de gastrónomos con el instinto gourmet más crítico.
Una ojeada somera a la carta nos brinda la oportunidad de reflexionar y elegir prioridades. Su carta ofrece tantas fases, lances y matices que da para multitud de locuciones positivas. Pero hoy no solo vamos hablar de su barra donde el camarero se maneja con sobresaliente habilidad, ni de los entrantes fríos y calientes que transitan por la senda gourmet de manera ortodoxa. La pluralidad y versatilidad son concluyentes: sus mariscos de alto cabotaje, sin balizas marineras entre el Mediterráneo y el Cantábrico, los ibéricos y salazones distinguidos, el tributo a la cuchara con los guisos de la Sra. Josefa, también sobra hablar acerca de su reconocido gazpacho manchego como el mejor epílogo posible para un icono de sobremesa donde la sumisión hacia este plato rivaliza con la fascinación hacia su versión marinera. Quien se resista a la conversión gourmet del clásico gazpacho manchego no está aviado tiene una segunda oportunidad con el incuestionable gazpacho marinero. Sin olvidar la capacidad de arrastre que reporta la calidad de sus pescados o la fuerza movilizadora de sus carnes vacunas maduradas, ni del derroche goloso y el despliegue de liberación dulce que se restablece en la recta final de la sobremesa con la excelente repostería.
La familia Blanco posee la virtud de recordarnos el poder descomunal que ejerce la excelencia del binomio: producto y servicio en la restauración. Su grado de perfeccionamiento les lleva a supervisar hasta el último detalle. Siempre existe la certeza que el barómetro gustativo al final de la sobremesa registrará la máxima satisfacción.
La bodega no es un asunto menor, resulta capital con grandes dosis de credulidad que permite el don de la curiosidad. Nuestra admiración se redobla con cada visita, donde los consejos de Pedro Blanco hacia referencias desconocidas brindan un placer cada vez más duradero.
La receta: pragmatismo restaurador alejado de estridencias gourmet, previsibilidad cualitativa manifiesta y familiaridad natural justo lo que se echa de menos en muchos restaurantes. La sobremesa vivida es una radiografía de la excelencia que desarma a las quijadas más gustativas y a los paladares más particulares.
Restauración auténtica, sin flaquezas ni puntos débiles, que suele enraizar en múltiples factores que desembocan en la ejemplaridad como fundamento imprescindible en la conducta de estos profesionales máxime cuando hablamos de servicio, carta y producto.
Uno se da cuenta, al cabo del tiempo, de que algunas sobremesas vividas en el Mesón de Pincelín nunca se pasan y algunas personas, nunca las olvidan. Dejan un recuerdo culinario indeleble, a modo de recordatorio continuo. Hay muchos testimonios de la curiosa y profunda querencia que se establece. Cada sobremesa se convierte en una jornada irrepetible que reporta empatías eternas.
Como la verdad se cuenta, se siente y se transmite este encuentro superlativo nos lleva a plantearnos ciertas cosas. No sabemos cómo será el mundo de la restauración en el futuro. Especular al respecto parece ocioso, meras conjeturas que el tiempo se encargará de concretar. Lo que sí está claro es que este restaurante seguirá siendo una referencia. Antes, ahora, durante y después todo se concreta en un lema. «Hay motivo». A que les suene. Sin duda. Mesón de Pincelín, setenta años de motivos.
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