Gastronomía

No hay barras «pa» tanta gente

La fuerza de los acontecimientos nos empuja a no capitular en busca del prolongar

la tan esperada sobremesa, sin movernos, para no perder la plaza

Tendemos a mirarlas como clásicos centinelas de la fina ortodoxia de la hosteleria pero son mucho más que eso
Tendemos a mirarlas como clásicos centinelas de la fina ortodoxia de la hosteleria pero son mucho más que esoLa Razón

Mientras las agujas del reloj invernal marcan el epílogo de este febrero observamos que, de un tiempo a esta parte, ha resurgido una volcánica atracción por las barras con nervio gourmet. Eran, son y seguirán siendo refugios inevitables de sobremesas icónicas. El apostolado por esta cíclica costumbre no se camufla, es un hábito de gran militancia en continuo crecimiento.

En plena combustión del fin de semana la visita a las barras de cabecera incorpora un punto de reflexión. No desaprovechemos la ocasión que se presenta como una súbita sucesión de acontecimientos que confluyen en una suma de querencias e inquietudes al observar la ocupación de la barra.

Pero hoy no vamos a hablar de su deseado entorno donde el dispendio gustativo, el derroche profesional, las sonrisas anchas y la querencia natural de miradas y tertulias son parte del asunto. Por suerte, no es necesario contemplar mecanismos de rastreo gastrónomo en busca de las barras imprescindibles, ustedes ya las conocen.

Abrir la puerta del restaurante y dirigirse a la barra por puro placer es un gesto de libertad que puede transformar la sobremesa de pies a cabeza en un confinamiento deseado, a los pies del mostrador, en compañía del camarero favorito. Las barras forman equilibrios y fidelidades donde clientes y profesionales se avienen a formar un tándem. Su historia se construye siempre con varios ejes. Uno de ellos está determinado por una concepción estratégica que inevitablemente se basa en la cercanía con los camareros mientras los clientes permanecen atornillados y los paladares bailan al compás de dos por cuatro.

Tendemos a mirarlas como clásicos centinelas de la fina ortodoxia de la hosteleria pero son mucho más que eso. Son unos colosos de la gastronomía con músculo culinario singular y sensible para representar parte de la quintaesencia como un ejemplo de la transversalidad restauradora en la que el cliente no necesita tomar ninguna iniciativa. Desde la barra se repiten los escraches visuales reverentes al producto expuesto. Los años de adoctrinamiento olvidado, no se extinguen, permanecen activos en el disco duro del cliente que controla los ímpetus, mientras se inicia de nuevo el culto, una profecía que se impone con rotundidad.

La llegada a la barra provoca la sugestión habitual al ver un símbolo totémico de la restauración como es el mostrador donde su manejo es providencial y balsámico. Las barras honran la visita al que aguanta hasta encontrar un hueco. El sondeo realizado, a pie de mármol, es contundente… «Che que Barra» mientras otros gastrónomos que ahora les da por el inglés, se atreven a parafrasear el himno «Good save the barra».

La suya es una restauración que no utiliza las frases mediáticas para entenderse, sólo con las miradas es suficiente. Nunca lo evidente, siempre lo sencillo. Los clientes visitan las barras, con las cartas marcadas, saben lo que quieren, mientras buscan convencidos la melosa presencia de las excelencias culinarias pregonadas en anteriores visitas siempre respaldadas por los hechos. Las barras son palcos de satisfacción, fruto de la relación natural entre clientes y profesionales donde se intercala el «nosotros» antes que el «yo».

Buscamos estos destinos gastronómicos para arropar la escapada donde se exprimen los tiempos en busca de tapas singulares que desembocan en hábitos reconocidos. Por mucho que haya y vengan modas hosteleras hay cosas que se mantienen y se consolidan.

La fuerza de los acontecimientos matutinos del almuerzo y la pujanza pertinaz del aperitivo nos empujan a no capitular en busca del prolongar la sobremesa en la barra. Sin movernos, para no perder la plaza. Sobre este asunto circula una teoría blanda y pasiva, que aspira a la irreprochabilidad. Para entenderlo, basta con echar una ojeada a determinadas barras e intentar acomodarse en tiempo real. Más que sensaciones hay evidencias. Es un clamor, conseguir un sitio se convierte en una conquista cotidiana y minuciosa. Tiempo y buena voluntad no deben faltar

Pero finamente vamos por partes como decía Jack El Destripador, aunque el «big bang» hostelero es intermitente y a medida que el universo restaurador se expande surgirán nuevos mentideros barristas debemos amplificar una realidad, no pisarlas es una carencia de difícil consuelo pero, a veces, la aventura se presenta imposible. No hay barras «pa» tanta gente.