Mar de Azahar
El mar de Joaquín y de Manuel
Gracias a esta exposición he comprendido el porqué de mi obsesión: «Confundo el mar con la inmortalidad»
Les aseguro que existen muy pocas cosas que me gusten más que perder la mirada en el mar durante un buen rato. Podría estar horas hipnotizada, sin darme cuenta del tiempo que realmente ha transcurrido, mientras permanezco ajena al resto del mundo. Sé que a muchos les sucederá lo mismo: ¿quién no se ha abandonado alguna vez ante su inmensidad?
En mi caso lo tengo claro, no existe una razón objetiva, no es una cuestión de estética ni de belleza, no es una simple emoción, y mucho menos una decisión. No, estoy segura de que en mí se trata de algo genético, algo con lo que nací y que la vida se encarga de estrechar.
Mi bisabuelo materno, Vicente Lacomba, fue el fundador de Astilleros Lacomba, en el Cabanyal (Valencia). De esa playa y de esa empresa salió, en 1892, la primera réplica de la Santa María, la carabela de Colón. Supongo que entenderán ahora la cuestión de los genes. Pero la cosa no acaba aquí. Recuerdo una historia familiar vinculada a los astilleros que mi abuela Vicenta nos contaba a cada rato. Cuando ella era una niña, un joven pintor, más bien bajito y fornido, pintaba y pintaba en la playa del Cabanyal. Muchas mañanas, ese artista que todos conocían se acercaba a los astilleros para pedirle a mi bisabuelo algunas cuerdas con las que atar sus lienzos. Por supuesto se las daba y el tal Joaquín, siempre agradecido, le ofrecía al bisabuelo algún cuadret, obsequio que Vicente rechazaba espantándolo con cariño al tiempo que le decía: Ale, vesten, que pardalets pintarás. Jamás le aceptó uno. Se pueden hacer una idea de nuestro pesar.
Hoy ha sido para mí un día especial. Gracias a mi buen amigo Toni Ramos, periodista de este medio y por cuya intercesión les escribo estas líneas y las que vendrán, he tenido la suerte de poder rememorar lo que les cuento al visitar esta mañana una maravillosa exposición que ningún valenciano que se precie debería perderse: En el mar de Sorolla con Manuel Vicent, de la Fundación Bancaja, realizada en colaboración con el Museo Sorolla y la Fundación Museo Sorolla, la Diputación de Valencia, la colección Hortensia Herrero y otras colecciones privadas que ponen el broche de cierre a la programación por el centenario del fallecimiento de nuestro valenciano más universal.
Les garantizo que se trata de una muestra innovadora, llena de pasión y sentimiento, donde la paleta del artista y las letras de Manuel Vicent alcanzan un maridaje casi sobrenatural que nos arroja hasta un mar hipnótico e infinito, un Mediterráneo que ambos nos cuentan diferente pero hechicero hasta la muerte, como se siente la muerte al leer el Son de mar de Vicent.
Les darán la bienvenida 109 lienzos datados entre 1886 y 1920, entre los que figuran obras maestras del pintor que, excepcionalmente, han salido de su sede en el Museo Sorolla de Madrid: Saliendo del baño, Pescadores Valencianos o La hora del baño, entre otros. Una importante serie de fotografías completan la exposición y nos invitan a deambular por un tiempo fascinante y desconocido.
A través del evocador relato de Manuel Vicent sobre la creación literaria y las vivencias de Joaquín Sorolla, recorreremos los espacios de ambos gracias a las cuatro secciones que muestran, emocionadas, el discurso del Nostrum Mare que los dos nos regalan.
Experimentarán un magnetismo obsesivo y paralizante como el que sintió Manuel el día que descubrió el primer tranvía azul que le llevaría a la Malvarrosa. Se adentrarán en el «subconsciente de las algas» en una sala que huele a brea y calafate, a espuma, a olas y sol; a ese sol de su infancia que nos recuerda Vicent y del que también nos hablaba Machado en esos nostálgicos versos que se encontraron en el bolsillo de su gabán, «Estos días azules y este sol de la infancia».
Un Sorolla siempre ajeno a vanguardias, un «Titán», como lo define el de Villavieja, un trabajador nato e incansable que supo «meter el sol en el agua». El mar del Cabanyal, pero también el de Xàbia. Los veraneantes burgueses de la Malvarrosa que conviven, aunque sea por unos días, con esos trabajadores del mar; los niños, las madres, las muchachas jóvenes y sensuales . La fuerza, la libertad, las telas blancas de dril o los sombreros Panamá, aunque también los pies descalzos y las navajas escondidas. La mar del ocio, la del espíritu o la del trabajo, ninguna se escapa de esta exposición para el alma.
Manuel Vicent nos hace reflexionar sobre el drama naturalista, sobre la estética luminosa del pintor, sobre esa simbiosis perfecta que consigue entre la superficialidad de las cosas y su profundidad.
Concha Piquer, Blasco Ibáñez —«Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré a un pintor joven que laboraba a pleno sol…»— y, por supuesto, Unamuno están presentes en esta exposición. Con lo que yo admiro Unamuno y tuve que lidiar con algo que jamás le había leído: «Valencianos, os pierde la estética». Es una lástima, pero tal y como apunta nuestro comisario literario, parece que don Miguel no entendió que «… en la pintura de Sorolla había un paganismo natural que también era una filosofía no menos profunda…».
Sorolla es nuestro, de todos; también de escritores más jóvenes que hemos nacido en esta tierra blanca y azul y a los que nos obsesionan las mismas cosas. Escritores como Javier Alandes y Las tres vidas del pintor de la luz, o la que les escribe humildemente estas líneas y para la que el mar supone, en su vida, el familiar casi más allegado y en sus novelas, un personaje principal. Si no me creen pueden preguntárselo ustedes a Lucía en Dime, Lucía, de qué color es el mar. Ella les contará de la Malvarrosa y de su tío el escultor.
Les confesaré algo. Gracias a esta exposición he comprendido el porqué de mi obsesión: «Confundo el mar con la inmortalidad».
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