Historia

Historia

1898 / 2017: ¿Por qué nos sigue doliendo España?

La pérdida de Cuba supuso el punto y final del viejo imperio español y levantó una ola de pesimismo en nuestro país que nos llevó a reflexionar sobre nuestro papel en la historia, lo que somos y nuestra identidad. Los intelectuales se volcaron en este nuevo problema que, en el fondo, delataba la preocupación que sentían por aquel declive

Una imagen de varios soldados en la trágica Guerra de Cuba
Una imagen de varios soldados en la trágica Guerra de Cubalarazon

La pérdida de Cuba supuso el punto y final del viejo imperio español y levantó una ola de pesimismo en nuestro país que nos llevó a reflexionar sobre nuestro papel en la historia, lo que somos y nuestra identidad. Los intelectuales se volcaron en este nuevo problema que, en el fondo, delataba la preocupación que sentían por aquel declive.

Entre 1895 y 1898 se vivió en España un fervor patriótico que no distinguió regiones. La integridad del territorio ultramarino y la defensa de lo español, de sus leyes y costumbres, animaron a la gente a salir a la calle. La clase política y los intelectuales no supieron canalizar toda aquella vitalidad en un proyecto nacional, desperdiciando una ocasión de oro que hubiera casi coincidido con el comienzo del reinado efectivo de Alfonso XIII.

Ese ímpetu patriótico ya se había levantado con la Guerra de África (1859), por el conflicto con Alemania por las islas Carolinas, en 1885, y se repitió diez años después. Era espontáneo y casi general. Hubo quien se opuso a la intervención militar en las Antillas, como Pi y Margall o Blasco Ibáñez. Tampoco faltaron los indiferentes, que siguieron su vida cotidiana en el trabajo, el café y los teatros. Lo cierto es que la mayor parte de la sociedad española apoyó la decisión del gobierno, indiscutida por la oposición, de hacer la guerra a los independentistas y luego a Estados Unidos. Quince días después del Grito de Baire (1895), con el que comenzó la segunda guerra de independencia, el primer batallón destinado allí recorrió las calles de Madrid en loor de multitudes. Corpus Barga, testigo de la ocasión, escribió que, entre gritos de «Viva España», «la gente borraba las alturas». Lo mismo ocurrió en Sevilla, Valencia o Barcelona, de donde partió un nutrido grupo de voluntarios entre banderas nacionales y las voces de «¡Visca Espanya!». «La Vanguardia» decía el 10 de marzo que no había «un solo español que no esté dispuesto a consumar los mayores sacrificios, a trueque de asegurar la conservación íntegra del patrimonio nacional».

El primer año de guerra no dio buenos resultados. 3.690 muertos, de los cuales tres mil cayeron por enfermedades. Martínez Campos, el héroe de la Paz de Zanjón (1878) fue sustituido por el general Weyler, partidario de la mano dura. Las manifestaciones populares patrióticas se redoblaron: según la prensa, unas 40.000 personas acompañaron en Cádiz a Weyler cuando embarcó para Cuba. La injerencia de Estados Unidos comenzó entonces, lo que excitó el ánimo patriótico. Toda la prensa habló de honor y dignidad frente a vergüenza y traición. «La Vanguardia» del 1 de marzo de 1896 editorializaba que ante estos norteamericanos había «motivo sobrado (...) para pedir al patriotismo español acentos viriles», porque, frente a una amenaza, «en España no puede haber más que españoles que apoyen sin condiciones al gobierno que lleva la voz y la acción de la patria española».

A comienzos de noviembre de 1896 volvió el general Polavieja a España desde Filipinas. Había dimitido por la negativa del gobierno de Cánovas a enviar veinte batallones a aquellas islas. «El Imparcial» convocó a los periódicos de Madrid para que animaran el recibimiento del militar. El 13 de mayo de 1897 llegó a Barcelona, donde le esperaban un Arco de Triunfo y unas 40.000 personas en Las Ramblas y calles adyacentes en una «manifestación tan entusiasta que no tiene precedentes en esta ciudad». La Cruz Roja empezó a nutrirse de aportaciones particulares y toda la «prensa barcelonesa sin una sola excepción», se leía en «La Vanguardia» del 8 de noviembre de 1896, decidió «secundar activamente estas patrióticas iniciativas». Lo mismo ocurrió en el resto del país, cuya prensa y políticos promovieron las donaciones.

Protestas callejeras

A pesar de que Weyler no tuvo un gran recibimiento como otros militares por su oposición a la política antillana del gobierno liberal, la movilización patriótica no decayó. Cuando EE UU declaró «beligerantes» a los independentistas, no solo hubo críticas de parte de los políticos, sino numerosas protestas callejeras. La campaña en la prensa para denigrar a los «yankees» fue intensa: los motes animalescos, los cánticos y las caricaturas –especialmente del barcelonés La Campana de Gracia y del madrileño El Motín, ambos republicanos–. También aparecieron las protestas y los insultos cuando se sugirió que la Santa Sede podía mediar.

La injerencia de Estados Unidos molestó sobre todo en Cataluña. En Barcelona se concentraron 15.000 personas y atacaron el consulado norteamericano. Algo similar ocurrió en Bilbao, Zaragoza, Valencia y Tarragona. La voladura del Maine, el 15 de febrero de 1898, fue tildada por toda la prensa como de «engaño». El barcelonés «La Esquella de la Torratxa» publicó en portada una fotografía de la manifestación patriótica. El 20 de abril, la Regente pronunció en las Cortes su discurso de apertura de las sesiones defendiendo la integridad del territorio. A su salida, una muchedumbre la vitoreó; no en vano, el día anterior el Congreso de EE UU había declarado que las colonias españolas tenían derecho a la independencia.

La guerra con el país norteamericano fue seguida por demostraciones de fervor patriótico en todas las ciudades de España. Sin embargo, la población empezó a considerar al gobierno el culpable de la situación cuando se conoció la derrota de Cavite, el 1º de mayo de 1898. Los motines comenzaron, y el Ejecutivo tuvo que declarar el estado de guerra en Madrid. Carlistas y republicanos organizaron un levantamiento, y el estado de excepción se aplicó en todo el país en el mes de julio. A partir de ese momento, el fervor se convirtió en tristeza, confirmada con la rendición y el Tratado de París. Luego llegó la «invención del 98», es decir, su uso político para crear movimientos y conceptos que a la postre sirvieron para denigrar el régimen, generar desafección, alimentar un discurso falsamente democrático y dar pábulo a ideologías oligárquicas y disolventes, como el nacionalismo catalán. El regeneracionismo tomó el «desastre del 98» como una demostración de la crisis nacional que los críticos con la monarquía constitucional venían haciendo desde la década de 1880. Por eso, tras la derrota, la cuestión principal fue el «problema de España», que generó una literatura política en torno al pasado, el espíritu, la estructura social, los errores, la psicología del pueblo, la economía e incluso la orografía y el clima.

Ese sentimiento de crisis y derrota, propio de la idea de decadencia, respondía a la transformación de la conciencia europea desde la guerra franco-prusiana (1870), que creía en el auge de los pueblos germanos y anglosajones, y en el declive de los latinos, como Francia y España. Además, la idea caló rápidamente porque ese pesimismo antropológico, de peso histórico, casi imponderable, atávico, ya se barruntaba desde Larra. El regeneracionismo creyó en la decadencia del pueblo español, en su decaimiento e inferioridad. Unamuno hablaba del casticismo como esencia moral, intrahistórica, «una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa» que animaba un comportamiento poco ambicioso y seco, permitiendo el gobierno de la oligarquía. La «masa inerte», la «España real», dijeron Macías Picavea o Lucas Mallada, estaba en manos de una minoría, la «España oficial», que gobernaba para sí misma; una idea que remató Joaquín Costa definiendo a la oligarquía y a ese caciquismo sobre el que se sustentaba. Las soluciones de los regeneracionistas pasaban por poner en marcha una «nueva política», como señaló más tarde Ortega y Gasset. Se barajaron dos opciones: la democracia y la dictadura. Lo primero, en opinión de Luis Morote o Rafael Altamira, suponía dar el poder a la nación para constituirla en sujeto político, aunque enseguida la fórmula se convirtió en mágica y resolvió ser republicana. Lo segundo, la dictadura, era el «cirujano de hierro» que pensaron Costa y otros, como el «buen caudillo» que encarnaba al pueblo con la misión histórica de ordenar el país. Ninguna de estas soluciones terminó bien, no se pensó en la mejora, sino en la ruptura, y se perdió la ocasión para sacar adelante un proyecto modernizador de convivencia.