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La venganza de EE UU: el internamiento de japoneses en campos de concentración

Tras Pearl Harbor, Washington internó a sus ciudadanos de origen japonés en campos de concentración. La serie «The terror» recupera, con una trama con espectros, este episodio histórico
Library of CongressDesperta Ferro
La Razón

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«[En el autobús] cruzamos una valla de alambre de espino a través de un portón y entramos en una explanada en la que había maletas, petates y paquetes que habían sido arrojados de los camiones que llevaban el equipaje que circulaban por delante de nosotros. Pude ver unas pocas tiendas de campaña y las primeras filas de barracas negras. Más allá, difuminadas por la arena, había hileras de barracones que parecían extenderse millas y millas a través de la llanura. La gente estaba sentada sobre cajas o dando vueltas por ahí, dando la espalda al viento, esperando para ver si había amigos o familiares en el autobús. Cuando nos acercamos, se giraron o se pusieron en pie, y algunos se desplazaron hacia nosotros, expectantes, pero dentro del bus nadie se movió, nadie saludó o dijo nada, simplemente miraban por las ventanillas, ominosamente callados». Jeanne Wakatsuki Houston, ciudadana norteamericana, narra así en «Farewell to Manzanar» la llegada de su familia a uno de los campos de reunión, reubicación, internamiento… recibieron muchos nombres excepto el de concentración, construidos a partir de 1942 para controlar a los ciudadanos de origen japonés que vivían en la costa oeste de Norteamérica cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. En diciembre de 1941, la población de origen nipón ubicada en Estados Unidos se dividía en tres grupos: los llamados Issei, nipones de primera generación inmigrados antes de la prohibición en 1924, nacionales del Japón que no tenían derecho a la ciudadanía estadounidense; los Nisei, hijos de los primeros, y los Sansei, sus nietos. Los pertenecientes a estos dos últimos grupos sí eran ciudadanos de pleno derecho, pues habían nacido en Estados Unidos. Numéricamente, cuando estalló la guerra había alrededor de 120.000 viviendo en los Estados de la costa del Pacífico, cuyo destino iba a ser muy distinto del de los 150 000 residentes en el entonces territorio de Hawai.

De la simpatía a la desconfianza

Antes del ataque nadie había considerado que la población de origen japonés pudiera ser un eventual problema para la seguridad del país, ni siquiera en caso de guerra con el Imperio nipón. En fechas tan tardías como noviembre de 1941 –en plena escalada de la tensión– hubo informes que negaban la peligrosidad de este colectivo. Tan solo los «Kibei», nombre que recibían los que habían sido enviados a estudiar al Japón, podían ser objeto de ciertas dudas ante el temor de haber sido objeto de algún tipo de adoctrinamiento, pero ello no justificaba lo que iba a suceder en breve. A primeros de 1942 se dio un cambio radical en la forma en que eran vistos aquellos estadounidenses. Si el 23 de enero «Los Angeles Times» había afirmado que eran buenos norteamericanos que «merecen simpatía antes que desconfianza», poco después cundieron miedo y la desconfianza en un delirio no muy diferente al que retrataría Steven Spielberg en «1941» –comedia de 1979 en la que se describe la sinrazón provocada por el avistamiento de un submarino japonés–. El pánico y la rabia ante el ataque a las Hawái fueron la base utilizada por sectores xenófobos y por los intereses económicos para exigir que se actuara contra aquel grupo de estadounidenses. «Estoy a favor del traslado inmediato de cualquier japonés residente en la costa oeste hacia otro lugar lejos en el interior. Y no me refiero tampoco a algún buen lugar», escribió el columnista Harry Mclemore, del grupo periodístico de Hearst. El 19 de febrero de 1942, el presidente Roosevelt emitió la Orden Ejecutiva 9066. En la misma se habilitaba a las autoridades militares para evacuar a la población de zonas sensibles para las operaciones de guerra. El texto no mencionaba a los ciudadanos de origen japonés, pero estos eran el objetivo principal de la misma. La razón esgrimida fue la seguridad. Las acusaciones de espionaje, en su inmensa mayoría infundadas, llegaron hasta tal nivel de paranoia que la fidelidad del colectivo suscitó la sospecha de que se estaba preparando una acción en masa. El 2 de marzo de 1942, y según a la orden ejecutiva antes citada, el general John DeWitt, al mando del Western Defense Command, estableció dos zonas de exclusión: la n.º 1, formada por la mitad sur de Arizona, la mitad oeste de Washington, Oregón y California así como la totalidad de este último Estado al sur de Los Angeles; y la n.º 2, compuesta por la totalidad de dichos estados. La idea era que la evacuación fuera voluntaria y cada cual se iría marchando cuando quisiera, pero el 27 de marzo se prohibieron los desplazamientos y se inició el traslado en masa. El primer destino de aquella gente fueron los Assembly Centers («centros de reunión») de la Wartime Civil Control Administration («Departamento de Control Civil en Tiempos de Guerra»), organismo militar que los trasladó a campamentos «de fortuna» ubicados en instalaciones deportivas o recintos feriales. Desde allí serían llevados a los Relocation Centers («centros de reubicación»), que esta vez dependían de un organismo civil, la War Relocation Authority («Autoridad de Reubicación de Guerra»).

Una pesadilla

La injusticia de la situación queda palmariamente demostrada por la existencia de una tercera clase de campos, los del Department of Justice («Departamento de Justicia»), donde fueron enviados los que sí eran sospechosos de simpatizar con el enemigo, lo que implica que el resto no lo eran. Durante la guerra los habitantes de los campos se iban a ver sometidos a un sinfín de privaciones: mala construcción de los barracones, hacinamiento de hasta veinticinco personas en un espacio habilitado para cuatro, escasez de comida, prohibición de salir de los recintos incluso bajo pena de muerte, falta de infraestructuras médicas... Pero aquello no sería lo peor. Para muchos de los reclusos, ahora definidos como ciudadanos de los EE. UU. con antepasados japoneses, lo más duro fue el cuestionario de fidelidad, cuyas dos últimas preguntas rezaban: «27. ¿Está usted dispuesto a servir en combate con las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos cuando se le ordene?» ; «28. ¿Jurará lealtad inquebrantable a los Estados Unidos de América y defenderá fielmente a los Estados Unidos de todo ataque, exterior o interior, y renunciará a cualquier lealtad u obediencia al emperador del Japón o a cualquier otro Gobierno, poder u organización extranjeros». Las implicaciones de la respuesta podían ser graves: un Issei –que no era ciudadano norteamericano– que contestara afirmativamente a la 28, se convertía de inmediato en apátrida, pero si contestaba negativamente podía ser enviado de inmediato al campo para desleales de Tula Lake, el peor de todos. Aunque las condiciones fueron mejorando, los campos de concentración perduraron hasta principios de 1945, cuando los reclusos fueron liberados y enviados a sus casas con 25 dólares como único capital para pagarse el viaje de vuelta. Tras haber malvendido sus viviendas al marcharse y perdido tantos sus bienes como sus negocios, para muchos comenzaba una pesadilla. Cabe, finalmente, hacer una breve referencia a las islas Hawái, blanco del ataque inicial japonés, donde los poderes fácticos consiguieron una legislación que prohibió el internamiento de los ciudadanos de origen japonés. Dos fueron las razones: en lo que a la población se refiere eran más de un tercio del de las islas; pero el motivo más importante fue económico. A este grupo social pertenecían la mayoría de los carpinteros y transportistas, así como un alto porcentaje de agricultores, y su internamiento había supuesto un terrible quebranto económico. En palabras del general Delos Carleton Emmons, eran «absolutamente imprescindibles» para la reconstrucción de Pearl Harbor.

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