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El arquitecto que renegó de la Torre de Pisa porque le salió torcida

FABIO MUZZIAP

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Eugenio d’Ors anticipaba mucho siglo cuando convirtió la anécdota en categoría. Más que una ocurrencia o una filosofía del escritor, era todo un preludio de lo que se nos avecinaba con la sociedad de masas, que eclosionó totalmente con la comercialización de la tele, la apertura de las galerías comerciales y ese éxtasis laico que son las rebajas. Lo que quedó de centuria y lo que llevamos de la presente ha hecho de lo peculiar el centro de las atenciones, porque al hombre moderno las cosas normales le aburren. La Torre de Pisa es un fracaso convertido en éxito por vía de lo inusual o lo extraordinario. El turismo ha hecho de una arquitectura a punto de desplome (hace poco tuvieron que enmendar su altura torcida, es cojera de la gravedad) en un icono de Instagram. Su inclinación ha hecho que salte a la portada de los catálogos de las agencias de viajes, como en ciertas revistas muestran en exclusiva la última ocurrencia de Adrià. Su fama está hecha de piedra y mala ingeniería, pero le ha dado una celebridad que solo se concede a los prodigios y al Dragon Kahn de PortAventura.
Ahora la vemos como un reclamo turístico sin reparar que también es un monumento histórico, que es como resumir a las modelos de pasarela al guarismo de sus medidas sin reparar que también disponen de un corazón y una sensibilidad. La Torre de Pisa, de hecho, tiene creador, algo que pocos se han planteado y que jamás se menciona, como si en realidad fuera un ingenio actual, una de tantas industrializaciones o centros comerciales que se levantan a las afueras sin que nadie caiga en que detrás de su diseño siempre hay un fulano que le ha dado a la chaveta. Vasari, que glosó su época a través de los genios que alumbró, avanzaba ya que el tipo que estaba detrás de la Torre de Pisa era un tal Bonanno Pisano, pero nadie le creyó. Sí en cambio se han seguido otras descripciones y testimonios suyos. ¿Por qué en este caso no? Vaya uno a saber. Ahora se ha descubierto que una piedra que había sido catalogada por los arqueólogos como lápida funeraria en realidad formaba parte del conjunto histórico. Y que la inscripción del muerto no era otra cosa que la firma de autoría del arquitecto. Una investigación recupera su nombre del olvido, algo que muchos pueden aplaudir y hasta jalear. Lo que no está claro es que le guste al finado. La leyenda asegura que el campanario tomó su inclinación cuando no había alcanzado la mitad de su altura. Bonnano prefirió el anonimato a que le vincularan a lo que consideraba una obra malograda. Menos mal que los tiempos han cambiado y que hoy en día no existe nada más sugerente que lo que ha salido torcido.

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