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Historia

Holocausto

Los ejecutores del Holocausto

La «solución final» contra los judíos dictada por el Führer tuvo en Auschwitz-Birkenau su fábrica más mortífera: por ella pasaron 1,3 millones de personas, de las cuales el 90% murió. Höss manejó con garra de hierro un campo infernal

Cuando se llega a Auschwitz te recibe un letrero metálico que dice: «Arbeit macht frei» («El trabajo os hará libres»). El lema es del siglo XIX, pero lo adoptó para los campos de concentración nazis Rudolf Höss, mientras era subjefe de Dachau, y, luego, en abril de 1940, lo impuso en Auschwitz, cerca de Cracovia (Polonia). Poco después, te topas con un cadalso, una tarima sobre la que se yerguen dos postes verticales que sostienen otro, horizontal, con una polea: allí fue ahorcado, el 16 de abril de 1947, el SS-Obersturmbannführer Rudolf Höss, que puso en marcha la factoría de la muerte más eficaz que se conoce. En sus notas, Höss confiesa: «Por voluntad del Reichsführer de las SS, Auschwitz se convirtió en el mayor centro de exterminio humano de todos los tiempos (…) No estaba en situación de decidir si el genocidio de los judíos era necesario, no tenía suficiente perspectiva. Además, si el mismísimo Führer había ordenado personalmente ‘‘la solución final de la cuestión judía’’, un viejo nacional-socialista no se lo planteaba y menos aún un jefe de las SS. Para nosotros, la frase ‘‘El Führer ordena y nosotros obedecemos’’ era mucho más que una simple consigna» (Jürg Amann, «El Comandante», Tempus, Barcelona, 2011). Por su fábrica asesina pasaron 1.300.000 personas y solamente 200.000 sobrevivieron. El resto pereció: cerca de 1.000.000 judíos (más del 90% de los que llegaron), 75.000 polacos, 60.000 prisioneros de guerra de origen diverso (unos 1.200 españoles), 20.000 gitanos y centenares de Testigos de Jehová y homosexuales... (Peter Hayes, «Las razones del mal», Crítica, Barcelona, 2018). Höss recibió, en marzo de 1940, un viejo cuartel situado en Auschwitz en el que debía recluir a 18.000 polacos empleados por empresas como Siemens, Krupp o IG. Farben. Aquellos esclavos perecieron como chinches a causa de malos tratos, agotamiento, hambre o frío y sus cuerpos terminaron en fosas comunes que pronto fueron insuficientes porque comenzaron a llegar los cadáveres de unos 10.000 polacos asesinadas por los nazis para eliminar el espíritu del país: políticos, intelectuales, profesores, escritores, periodistas, artistas, religiosos… Höss solucionó el «atasco» con hornos crematorios que incineraban 350 cadáveres diarios. Pero tras la invasión nazi de la URSS, tuvo que agilizar el proceso asesino. Sustituyó el lento y estresante disparo en la nuca por cámaras herméticas, con apariencia de duchas colectivas, en las que se utilizaba Zyklon B, un pesticida agrícola a base de cianuro cristalizado que se gasificaba en contacto con el aire. Se rociaba desde una apertura en el techo y el gas mataba a los recluidos en diez minutos. La capacidad asesina de Auschwitz era casi ilimitada pero no así la eliminación de los cadáveres. Los muy ampliados hornos debían apagarse por la noche para que su resplandor no orientase a los bombarderos aliados. La dificultad aumentó cuando en Wansee (enero, 1942), se decidió eliminar a los 11 millones de judíos que aún sobrevivían en Europa. Höss solucionó el problema abriendo en las cercanías un nuevo campo, Birkenau, donde se construyeron 250 barracones para hacinar a 75.000 prisioneros, que superaron los cien mil. Allí, con nuevas cámaras de gas y más hornos, Höss podía «procesar» a 9.000 prisioneros al día. El eficiente Höss fue ascendido y arrinconado en una oficina de Berlín cuando se detectaron inmoralidades administrativas, robos en los almacenes donde se clasificaban las pertenencias de los prisioneros para su comercialización y, además, le descubrieron relaciones sexuales con una prisionera. En su ausencia, la industria de la muerte colapsó cuando fueron enviados a Auschwitz/Birkenau 438.000 judíos húngaros y rumanos, con lo que Himmler destinó allí de nuevo a Höss para que solucionara el «problema». Esta vez lo tuvo difícil. Apiló los cadáveres como sardinas en fosas de hasta 50 metros de profundidad y, cuando estas rebosaron, los almacenó en barracones de donde salían hacia los crematorios, suponiendo que podría incinerarlos con el tiempo. Fue imposible, porque ante la proximidad del Ejército Rojo comenzaron las sublevaciones de prisioneros y disminuyó la eficacia incineradora. Cuando, en enero de 1945, llegaron los soviéticos hallaron millares de cuerpos putrefactos sin enterrar.

Sin piedad

Höss admitió: «Han sucedido muchas cosas en Auschwitz, supuestamente siguiendo mis órdenes e instrucciones, cosas de las que nunca supe nada y que nunca hubiera tolerado ni permitido...». Al margen de la escasísima credibilidad que merezca, quizá se refiriera a subordinados como Josef Mengele, «El ángel de la muerte», un demonio, un mediocre médico entusiasmado con Auschwitz/Birkenau, por los experimentos pseudocientíficos más crueles y disparatados con los reclusos, matando a decenas de ellos tras inferirles los más atroces tormentos. Mengele se ocultó tras la guerra, huyó a Argentina y murió en Brasil ahogado tras sufrir un infarto en 1978. La mayoría de los responsables fueron juzgados en el llamado Primer Juicio de Auschwitz, que se celebró en Alemania y, sobre todo, en Cracovia, donde comparecieron cuarenta implicados: 20 fueron ahorcados y los demás sufrieron largas reclusiones. Además de Höss, allí fue juzgado su sustituto, Arthur Liebehenschel, que acometió algunas labores cosméticas en el trato a los concentrados y mantuvo el funcionamiento de la maquinaria criminal: juzgado y ahorcado en Cracovia, 1948. Richard Baer le sustituyó como comandante durante los últimos meses de 1944; se ocultó y falleció de muerte natural en 1963. Temido verdugo fue Hans Aumeier, lugarteniente de Höss: lo ahorcaron en 1948. Maximilian Grabner, responsable de la Gestapo en Auschwitz y conocido asesino y ladrón, fue también ahorcado en 1948… Y hubo dos decenas de monstruos similares, todos ellos condenados y ejecutados, destacando varias mujeres, como Irma Grese («La bella bestia» o «El demonio rubio») y María Mandel, supervisoras de Auschwitz y otros campos. Fueron ejecutadas en 1945 y 1948, respectivamente, por su implicación en el asesinato de medio millón de mujeres. En los 70 tuvo lugar el Segundo Juicio. De cuantos sirvieron en Auschwitz, Birkenau y otros dependientes, unos 8.000 sobrevivieron a la guerra.