Del Puente Milvio al cielo cristiano
En la antesala de esta batalla clave, el emperador Constantino tuvo una visión que le garantizó la victoria y lo inspiró a convertirse al cristianismo
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"Mientras esto imploraba e instaba perseverante en sus ruegos, se le apareció un signo divino del todo maravilloso […]. En las horas meridianas del sol, cuando el día comenzaba ya a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo y superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: con este signo vencerás».
En realidad, estas palabras («in hoc signo vinces») y la alusión al signo que inspiró de forma tan trascendental a Constantino (y no solo a él, sino a la postre a toda la sociedad romana) pudieron tener muy poco de histórico, y probablemente no fueran más que una forma de explicar y ensalzar lo importante que era para el cristianismo el contar con un emperador afín a sus creencias.
En la iconografía cristiana tardorromana es frecuente la inclusión del símbolo popularmente conocido como el crismón, que alude a las letras griegas chi y rho, las dos primeras de Christós («Cristo» en griego), y que la misma tradición cristiana insiste que pintaron apresuradamente los jinetes del bando constantiano en la famosa batalla. Presuntamente, entendieron los soldados, ese signo iba a conducirles a la victoria. La habilidad por integrar en un mismo discurso informaciones diferenciadas y hacerlas parecer una misma –el signo de la cruz en el cielo y posteriormente el símbolo del crismón en los escudos–, no era algo nuevo entre los cristianos, que habían pasado toda su anterior existencia lidiando con las abundantísimas heterodoxias que interpretaban, cada una a su manera, las enseñanzas o la vida de Jesús.
En aquella época, y después de siglos esforzándose por ello, empezaba a cobrar forma la imposición de la Iglesia de Roma, que hacía tiempo que peleaba por descartar aquellas fuentes que comprometían un discurso cristiano único. Para que esto cuajara, bastaba con que un emperador renegara de la política hostil que los gobernantes romanos habían mostrado con ellos anteriormente. Aunque el papel de Constantino en la difusión y oficialización del cristianismo en el Imperio ha sido exagerado en la historiografía antigua –ya incluso desde los padres de la Iglesia que siguieron al obispo de Cesarea, si bien hay opiniones bien fundadas de que su conversión se produjo en realidad en un momento avanzado de su vida–, no hay duda de que el auge de esta religión el siglo IV marcó por completo a la sociedad romana y tuvo una importante repercusión en su ejército.
Sin embargo, en realidad el mayor efecto sobre este no se produjo de la mano de las creencias, sino más bien de las amplias reformas que introdujo Constantino y que empezaron a plasmarse al día siguiente de la batalla –con la disolución de la Guardia Pretoriana– y cristalizaron cuando el emperador logró imponerse como único gobernante del Imperio en 324. La batalla a la que nos referimos enfrentó a Constantino I con el usurpador de Occidente Majencio y tuvo lugar el 28 de octubre de 312 muy cerca del puente que atravesaba el Tíber. Majencio hizo destruir el puente de piedra para dificultar el suministro de las tropas de Constantino en un eventual asedio, pero en última instancia decidió salirle al paso y formar sus tropas al norte del río, dejando este a sus espaldas, de forma que mandó construir un pontón de madera para facilitar su propio despliegue.
Un huida fatídica
El desarrollo del enfrentamiento terminó con la derrota de Majencio. Se ordenó la retirada, pero los veteranos de la caballería constantiniana persiguieron al enemigo y el puente provisional cedió ante el peso de las tropas en precipitada huida. Allí es donde intentó resistir sin éxito la Guardia Pretoriana, la misma que antaño había puesto y depuesto emperadores.
Entre las bajas de los enemigos de Constantino, incapaz de sobrevivir tras los escudos de su guardia personal, pereció el propio Majencio, ahogado en el río a causa del peso de su armadura. Era casi como si el peso de una centenaria tradición pagana hiciera a la vieja Roma una Roma anquilosada. Al final, el auge del cristianismo y su incipiente ortodoxia en la sociedad romana se mostró algo más útil para los emperadores que un simple signo en el cielo o en los escudos de sus soldados.