Giacometti y Rodin, dos escultores por la cara
La Fundación Mapfre reúne 200 piezas de los creadores que dotaron de expresividad y emoción los rostros de sus obras
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Con Rodin, lo fragmentado y la fragmentación se integra en la escultura como una parte más de ella. La ausencia deja ya de ser pérdida u omisión involuntaria y la estatua incompleta, a la que le falta el brazo, la pierna o el busto, deja de ser una obra inacabada y pasa a ser un proyecto en sí misma. Nace así un nuevo hecho, unas figuras sugerentes, más ambiciosas en el fondo, que apelan a la imaginación del espectador y que éste ya no mira como algo mutilado. Una idea paradójica, que se revela como nueva ante el público del siglo XIX, pero que en el fondo proviene de la arqueología, de todas esas piezas grecorromanas que la arqueología desentierra y que llegan a los museos barbarizadas por el tiempo y el hombre. Su observación servirá de puerta de entrada al futuro, refrendando aquello que la modernidad comienza en el pasado.
Giacometti no aprendió su arte del maestro de «El beso», sino de un discípulo de éste. Aunque en un principio él renegara de la forma y prefiriera avanzar por caminos más abstractos, a mediados de la década de los cuarenta regresará al modelado de la silueta humana. Su retorno supondrá la alineación de dos miradas contemporáneas, una del siglo XIX, otra del XX, que revolucionaron la escultura, cada una en su época, y que ahora pueden contemplarse en la Fundación Mapfre.
A través de una exposición que ha reunido doscientas piezas, pueden deducirse las influencias y continuidades que existen entre esta pareja de creadores, separados por una generación, pero unidos por su vocación conjunta. Ambos artistas son hijos de su época, ambos interpretaron al hombre de sus centurias. Rodin incorporó la expresión a la talla, dotándola de emociones, algo que puede percibirse en «Los burgueses de Calais», una obra, precisamente, que Giacometti escogió para fotografiarse con ella.
Obra y hombre
En esta pieza, Rodin (1840-1917) recreó la escala humana y la imprime una doble monumentalidad: la de los sentimientos y la de la envergadura. Un desarrollo que le valió la censura de sus coetáneos. Más tarde, Giacometti (1901-1966) reinterpretará estos dos mismos términos, pero desde una óptica distinta, la que se percibe después de la Segunda Guerra Mundial. El escultor pasa así a unas esculturas desprovistas de musculación, de una anchura infinitesimal, que no es más que el resultado de un ser provisto de entereza, de una inmensa fragilidad, adelgazada por una realidad circundante que prácticamente le roba el cuerpo.
La muestra, comisariada por Catherine Chevillot, directora del Musèe Rodin; Catherine Grenier, directora de la Fundación Giacometti, y Hugo Daniel, responsable de la Ecole Des Modernités del Instituto Giacometti, enseña por primera vez la serie de dibujos que Giacometti hizo del rostro de Matisse –un legado precisamente que deja claro que este artista, como el mismo Rodin, jamás daban por terminado un trabajo: esa obsesión es mutua– y redunda en algunas de las preocupaciones más comunes como es el trabajo de expresividad de la cara, donde ambos concentran su esfuerzo creador, como puede verse a través de las salas. El retrato se convierte en una batalla en ambos artistas. Los dos bregan con la materia. Lo más interesante es que no tratan de desecharla, de eliminarla como un bruto para dejar solo la parte esculpida. Abogan por su presencia. Un rasgo que es muy evidente en Rodin, en la escultura que dedica a Balzac, con una cara marcada por la potencia de su personalidad y un cuerpo que prácticamente es un monolito. Esta técnica también está presente en «El pensamiento», una cabeza femenina que surge de un bloque de mármol sin trabajar.
El recorrido repasa otros hitos que preocuparon a la inteligencia de estos revolucionarios. Por ejemplo, su apuesta por restituir las peanas para separar sus trabajos de los espectadores o el deambular o caminar. Pero que también viene derivado de su apuesta por trabajar grupos escultóricos. En unos casos disminuirán el podio, pero en otros casos serán un soporte claro para encaramar las obras y percibirlas mejor, aunque con una evidente distancia. La exposición es una oportunidad para ver de manera conjunta «El hombre que camina» de Rodin y la contestación que dio Giacometti a esa obra. Unas piezas que cada una de ellas parecen su reflejo opuesto y que en cambio son una reflexión del hombre.