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León «El Grande», azote de Atila

El pontífice se enfrentó al rey de los hunos y consiguió firmar un tratado de paz y la retirada de los bárbaros de roma

El papa León apodado, «El Grande»
El papa León apodado, «El Grande»larazon

La fecha

AÑO 440. Elegido Papa, en sus veintiún años de pontificado a León I le tocaría vivir y padecer un sinfín de acontecimientos como la mismísima caída del Imperio Romano.

El lugar

ROMA. El pontífice evitó la entrada de los hunos y, tras pagar un tributo, firmó con Atila un tratado de paz que finalmente se saldó con la retirada de los bárbaros.

La anécdota

Sangre fría, templanza y sabiduría empleó León I para enfrentarse a los invasores y a todas las herejías que ponían en peligro la unidad de la Iglesia.

La historia de San León, apodado el Grande, es un claro ejemplo de cómo la realidad supera de nuevo con creces a la ficción. Antes de ser Papa, León se forjó como hombre. Recibió una esmerada educación desde muy joven, llegó a dominar el latín hablado y escrito, y desempeñó misiones de gran responsabilidad en tiempos de sus antecesores en el solio de Pedro: Celestino I y Sixto III. Siendo diácono de Roma, León viajó ya hasta la Galia, donde se libraba el enfrentamiento furibundo entre Aecio, comandante militar de la provincia, y el magistrado Albino. Si León no hubiese irrumpido en aquel peligroso polvorín, se hubiese desencadenado con toda probabilidad una cruenta guerra civil. Mientras desempeñaba su tenaz labor como embajador, tuvo noticia de un hecho insólito que marcó su destino para siempre: el Papa Sixto III acababa de fallecer. La Iglesia necesitaba pronto un nuevo pontífice. Pero lo que León no podía sospechar es que ese nuevo Papa iba a ser… ¡él mismo! Los obispos se habían puesto de acuerdo de modo unánime.

Pese a todo, León I no zozobró. Asumió la elección con estoicismo y preparó su largo viaje de regreso a Roma. Como Jesús en el desierto, tardó cuarenta días y cuarenta noches en atravesar los Alpes y llegar hasta la Ciudad Eterna. Nadie le dijo que calzarse las sandalias del pescador sería fácil.

Elegido Papa el 29 de septiembre del 440, en sus veintiún años de pontificado le tocaría vivir y padecer un sinfín de acontecimientos tan duros y relevantes como la mismísima caída del Imperio Romano. Los bárbaros asolaron todos y cada uno de los rincones de la dominación romana, desde la Galia, la Hispania y Centroeuropa, hasta el corazón de África. Saquearon, conquistaron, devastaron territorios, violaron a las mujeres y exterminaron a las poblaciones sin la menor compasión. Incapaz de frenar el avance de aquellos desalmados, el emperador Valentiniano III se refugió en Roma tras abandonar la Corte de Rávena. Corría el año 452.

La hierba que no crecía

Atila, rey de los hunos, uno de los pueblos más violentos de la historia, pues no en vano se decía que “por donde pisaban sus caballos no volvía a crecer la hierba”, llegó a Roma a la cabeza de su ejército dispuesto a conquistarla. Nadie se atrevió a toser al llamado «Azote de Dios». Nadie… salvo el emperador Valentiniano III, quien, haciendo honor a su nombre, denegó al rey de los hunos la mano de su hermana Honoria. ¿Había enloquecido, acaso, el César romano?

La venganza de Atila iba a zanjarse con sangre. Alguien debía impedir semejante escabechina. Fue entonces cuando entró en acción nuestro protagonista. En el puente del río Mincio, en la ciudad de Mantua, aguardó el Papa la llegada del temible Atila. Vestido de pontifical y escoltado por un séquito de cardenales a caballo que entonaban cánticos en latín, el rey de los hunos fue acercándose y quedó impresionado ante semejante pompa.

Cuenta la leyenda que Atila había tenido una visión en la que un pontífice de naturaleza sobrehumana le conminaba, espalda en alto, a obedecerle con total sumisión. Ese Papa era, al parecer, el mismo León al que divisó en lo alto del puente. Sea como fuere, el pontífice logró evitar finalmente la entrada de los hunos y, tras el pago de un tributo, León y Atila firmaron un tratado de paz saldado con la retirada de los bárbaros.

La gesta de León sería inmortalizada por el pincel renacentista de Rafael en uno de los frescos que albergan hoy los Museos Vaticanos. Tras su victoria ante Atila, el pueblo romano se echó a las calles para celebrarla. El Papa atribuyó el “milagro” a la intervención de San Pedro y ordenó fundir la estatua del Júpiter Capitolino para modelar con su mismo bronce una nueva escultura en honor al Apóstol y primer Papa de la Iglesia, que hoy se venera en el Vaticano conocida como El Pescador.

La odisea contra los bárbaros prosiguió. Tres años después, otra invasión al mando de Genserico, rey de los vándalos, puso en peligro la vida de León I. Esta vez el pontífice no logró frenar el avance de los bárbaros, pero sí impidió que incendiasen la ciudad y asesinasen a todos sus habitantes. No resulta extraño así que León I fuese querido y respetado en su tiempo y en el devenir de la Historia. En 1574, Benedicto XIV lo canonizó y hoy los católicos celebran su festividad el 10 de noviembre, día de su muerte acaecida en el año 461.

Pedro y la boca del león

San León el Magno huía del protagonismo y evitaba hacer la menor referencia de sí mismo en sus escritos. Ostentó el poder de la Iglesia con gran dignidad, sabiéndose heredero del Apóstol más cercano al Señor que fue San Pedro. Además de luchar contra los bárbaros, León I hizo frente a las principales herejías que amenazaban a la unidad de la Iglesia: maniqueísmo, pelagianismo y priscilianismo. Así, en el Concilio de Calcedonia envió
una carta sobre la cuestión de la naturaleza de Cristo, leída en presencia de los seiscientos obispos congregados allí. Se cuenta que todos los asistentes
sin excepción quedaron maravillados ante su erudición y sabiduría, y puestos en pie exclamaron al unísono: «¡San Pedro ha hablado por boca de León!». Tanto sus cualidades literarias como su solidez doctrinal
han pasado también a la historia gracias a su profuso legado: nada menos que 96 sermones y más de 140 epístolas.