Sexo, dolor y Frida Kahlo
¿Quién fue esta mujer? Una y muchas al mismo tiempo. Sufriente, amante, libre, camarada, doblegada a Diego Rivera, icono, marca y mito. Un documental arroja luz sobre las zonas menos conocidas de la artista y bucea en documentos, cartas y diarios que nos acercan la voz más íntima de una artista que amó a hombres y mujeres.
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«He perdido tres hijos y otra serie de cosas que hubieran podido llenar mi horrible vida». Son las palabras de Frida Kahlo que abren el documental que firma Giovanni Troilo un realizado curtido en poner en imágenes la vida de los artistas, como ya hizo con Wiliam Kentridge o Monet. «La pintura lo ha sustituido todo». Así cierra su frase, su pensamiento. La mujer de la Casa Azul, un remanso de arte que brota en el inmenso caos que es DF, no fue una. Fueron muchas, todas contenidas en ella. O quizá todas dentro de Diego Rivera, tan enorme y elefantiásico, tan grande.
Kahlo fue la mujer, la amante, la santa y la demonia, la divertida y la sufridora, la bebedora de tequila, la mujer tocada eternamente con un rebozo. Que amó a hombres y besó a mujeres. La marca. En agosto de 1953 la artista pasa por el quirófano de nuevo. Su pierna está en peligro serio. «Estoy segura de que me van a amputar la pierna derecha. Detalles sé muy pocos. Estoy preocupada, pero a la vez siento que será una liberación», recita como si fuera una letanía. Una pérdida capaz de reconfortarla.
La niña Frida fue débil de salud. Ella dice que vivió una infancia feliz. Que jugó y disfrutó. Que quizá a los seis años se creó una amiga imaginaria. Una niña con la que mirarse al espejo. Otra Frida. Los testimonios se suceden en este filme que estalla en colores muchas veces, que tiene otras un punto pop, un regusto a cómic. Que utiliza el blanco y negro de una manera preciosa, que reúne testimonios impagables como los de Graciela Iturbide, tan certera en sus palabras. Ella, la mujer que exhibió como signo de distinción una sola ceja, fue un símbolo, se convirtió en uno, pero fue bastante más.
Cincuenta años cerrado
La directora del Museo Frida Kahlo, Hila Trujillo, desmenuza cómo vivió su encuentro con este monstruo, con ese universo íntimo que fue y esa siempre la mansión de Coyoacán. Relata que cuando le ofrecieron empezar a bucear en el museo ella se planteó lo primero: «¿Qué voy a hacer si todo está dicho y escrito? ¿Qué voy a poder hacer?», se cuestionaba preocupada cuando vio delante de sí un batallón de cajas, de baúles, de cajones cerrados durante décadas, cincuenta años. «Encontré maravillas», hallazgos que dieron la vuelta a la historia de Frida. «Sentía que estaba invadiendo su intimidad».
El filme penetra en el lugar más recóndito de la vida de la pintora. Muestra a cámara sus collares de colores, los azules, los color anaranjado. Los vestidos bellísimos, que son una bomba, los tocados con flores, pura filigrana. Se ven sus botas, uno de sus zapatos altos, en un raso rojo que casi salpica. Frida fue vida, no lo olvidemos. Dolor terrible y constante, pero para que este exista es necesario que haya latino.
Nació entre la calle Londres y Allende en Coyoacán, en al capital mexicana. De su abuelo dice que era un hombre de Morelia de raza michoacana. Y muestra una especial ternura cuando se refiere a su padre, «un hombre que trabajó sin parar». Presenció la lucha zapatista, quién sabe si se quedó como un poso en su cerebro infantil y echó raíces. Y habla de sus hermanas. Fueron cuatro las hijas del matrimonio de su padre con su segunda mujer: Martita, Adri, Cristina –la Chaparrita– y Frida. Y suena «Quizás» con un acento tan mexicano que uno se quiere arrancar a mover el cuerpo.
Diego el elefante
Kahlo es la historia de una artista que devino en símbolo. Una mujer a la que un hombre de tamaño grande, un gigantón, quiso hacerle sombra, aunque quede claro que una sombra en la que ella hallaba acomodo. Ambos vivieron una relación de absoluta turbulencia. Cuando fue a su casa a cortejarla el padre de la chica le advirtió de que allí vivía una fiera. Aun así él quiso comprobarlo. Su vida se convirtió en una montaña rusa, un tobogán de emociones, unas veces arriba, otras abajo, en lo más profundo. Y ella, a la sombra de Diego, tan grandote que parecía cuando se casaron un elefante.
A Frida le marcaron sus abortos, tres hijos perdidos que pintó en algunas de sus obras con las misma fiereza con la que los sufrió. Hijos deseados que quién sabe cómo habrían podido cambiar su existencia. Su salud nunca fue buena. El accidente que sufre la camioneta en la que viajaba de chica al ser embestida por un tranvía le marca la vida. Las costuras siempre estarán ahí. Los hierros, la barra que le atraviesa la pelvis, los dolores horribles, ese sufrimiento constante. Durante muchos meses ha de permanecer en reposo. Y el padre inventa un sistema para que pueda pintar tumbada en la cama. En la parte de arriba coloca un espejo para que pueda verse. Ya se va conformando su universo. Ahí están sus paletas, sus pinceles, sus colores lleno de color, sus telas.
A ella no le gustó Estados Unidos, no le hacían gracia esas gentes insulsas sin conversación atrayente. Prefería su México de nacimiento y de raíz, mientras Diego se encontraba bien en Norteamérica. Después de un tiempo regresan a México y viven en dos casa, una para él y otra para ella. Las traiciones son constantes. «Lo peor está por venir», advierte ella. Lo peor es que su marido se encama con su hermana Cristina. Todo lo podía perdonar, pero no con su hermana. Ella sabía que había otras mujeres lo mismo que a ella la visitaban otros hombres, pero Cristina, la Chaparrita, no.
Un huipil grande
Esa «paz familiar» de las dos viviendas separadas de la que habla el pintor se hace añicos. «Fue un golpe bajo». Y ella decide marcharse del lado de Rivera y trata de reinventarse. Es otra Frida de las cientos o miles que habitan en ella. Ahí es cuando esta mexicana de raza trata de sacudirse el yugo del esposo y comienza a trabajar en su imagen como icono. Jamás, seguro, imaginó lo que llegaría a ser. Una marca registrada, un producto de marketing. Dice Trujillo que «ella se convirtió en objeto de arte, en obra de arte. Fue capaz de reconstruirse a través de lo que le rodeaba. Es una mujer con inquietudes, cultivada a la que le encanta el mariachi, el tequila y que tiene unas poderosas ganas de vivir. Es alegre», algo que muy pocas veces se subraya en su vida.
La vestimenta que utiliza es otro de los temas en los que se detiene el director. Para ello se traslada hasta Tehuantepec, una localidad donde las mujeres mandan, un matriarcado en un país donde el hombre tiene la primera y la última palabra siempre. No conoció este lugar pero se enamoró de su estética, en especial del huipil grande, el tocado que enmarca la cara y con el que se ha autorretratado en algunas ocasiones. Y esos rebozos que siempre la acompañaban.
Uno de ellos, precisamente, lo introduce Rivera en la urna que contiene las cenizas de quien fuera su esposa. Toma entonces la palabra la fotógrafa Graciela Iturbide, que une al nombre anterior el de otro lugar que ella conoce muy bien, Juchitán, aquel pueblo donde inmortalizó a la mujer de las iguanas en un mercado en el que los hombres tienen prohibido por una ley no escrita pero que nadie viola poner el pie. Ellas venden, ellas compran, ellas beben y aguantan más que los hombres, que acaban por besar el suelo. Ellas se mantienen. Habla de la fiesta para celebrar la virginidad de las jóvenes que van a contraer matrimonio. «Volvieron santa a Frida», suelta en su conversación. Y confiesa que no es «fridómana». No la cree feminista, sino libre pero, al cabo, acomodada al abrigo del enorme Diego.
En la cama con Noguchi
Ella vivió sus conquistas con pasión pura. Muray o Noguchi llenan su cama. Y vuelve a ser feliz. En Diego encuentra a un amigo y un camarada. Él no soporta estos devaneos. Es entonces cuando se presenta en la casa de ella a punta de pistola para recuperarla. Un nuevo capítulo de su historia. Vivir y convivir para volver a separarse, por no herirse más ni hacerse más sangre. Son los años 30 y la Casa Azul se convierte en un nido intelectual en el que se hospeda Trotsky y pernocta Breton, que pare el Manifiesto, cuya idea principal es utilizar la cultura como arma contra los regímenes totalitarios. Pero el matrimonio acabará por romperse el 6 de noviembre de 1938. El día que llegan los documentos del divorcio ella está acabando «Las dos Fridas», donde se transmite esa soledad que la invade.
«El dolor no tiene nada de romántico. Es repugnante», se escucha que dice en voz alta. Ya tiene quebrada la columna y sabe que el principio del fin está próximo. Antes, se ha vuelto a casar con Diego. Pero ha puesto sus condiciones: nada de tener relaciones sexuales y ella se mantendrá sola. Es su verdadero despegue, justo cuando el tiempo se le acaba para vivir empieza su reconocimiento. El 13 de julio de 1954 muere, aunque celebra un funeral premonitorio en la galería de Lola Álvarez Bravo cuatro años antes. Llega recostada y todos la quieren tocar. Ella se ha convertido en un objeto de culto. Rivera la acompaña. El féretro se tambalea entre manos nerviosas que quieren tocar la madera. Un delirio post mortem. Es el entierro de una y mil al tiempo. El mito acaba de nacer. Morir para nacer con una fuerza inusitada. ¿Quién conoce a Frida Kahlo?
Los planos cenitales son abundantes en el documental, que crea así un a modo de cuadros sin marco, visiones muy artísticas, coloridas unas veces y otras no. La narradora, Asia Argento, con una voz rota, siempre aparece sobre un fondo rojo. Un plus más en un trabajo interesante de una mujer de la que aun, seguro, nos quedarán mil cosas por descubrir.