Así fue la masacre de Katyn durante la II Guerra Mundial, el mayor crimen soviético
Thomas Urban, periodista e investigador alemán, vuelve a investigar una de las masacres más terroríficas del siglo XX en su última obra
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«La matanza de Katyn», del periodista e historiador alemán Thomas Urban, reinvestiga con nueva documentación una de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial que ejemplifica la crueldad asesina del régimen de Stalin, cuyas tropas penetraron en el este de Polonia el 17 de septiembre de 1939, acogiéndose a la letra pequeña del Tratado Ribbentrop-Molotov de 23 de agosto de ese mismo año. El Ejército polaco ya había sido aplastado por Hitler en las dos primeras semanas de la guerra y, por tanto, Polonia no significaba peligro alguno para la URSS, por lo que el pretexto de Stalin fue «defender los intereses de las regiones soviéticas fronterizas que las derrotadas autoridades polacas ya no podían garantizar».
Con mínimo esfuerzo y pérdidas, el Ejército Rojo se apoderó de 180.000 kilómetros cuadrados de Polonia, capturando a 227.000 soldados, entre los que había cerca de 30.000 militares profesionales. Jefes, oficiales y policías fueron políticamente filtrados: los comunistas y simpatizantes pasaron a colaborar con las autoridades soviéticas; el resto quedó repartido por diferentes campos de prisioneros donde sufrieron las habituales penalidades de tales centros: alimentación escasa, mucho frío, humillaciones, ninguna libertad y escasa correspondencia con sus familias, que pese a estar vigilada y censurada, se mantuvo hasta la primavera de 1940. A partir de entonces, nada.
Pese a la situación de Polonia, ocupada por alemanes y rusos –y a partir de junio de 1941, solo por los alemanes-, las familias no habían olvidado a sus prisioneros, pero poco podían hacer, aunque el Gobierno polaco en el exilio trató en vano de recabar información. Por ello, en abril de 1943, causó gran sorpresa la información de Radio Berlín sobre el hallazgo de grandes fosas comunes en la región de Smolensk. ¿No estarían en ellas los cadáveres de los soldados de los que nada sabían desde hacía tres años? Berlín acusaba a Stalin; Moscú achacaba el crimen a Hitler y así estaban las cosas cuando el Gobierno polaco en el exilio, que no se fiaba ni de uno ni del otro, solicitó la intervención de la Cruz Roja. La investigación mostró inequívocamente que las fosas databan del comienzo de la primavera de 1940, por tanto, eran 14 o 15 meses anteriores al ataque alemán a Rusia.
Moscú rechazó la investigación, incluso alegó que los oficiales polacos había huido a Manchuria. Washington y Londres, aunque aceptaran el informe de la Cruz Roja, se hicieron los locos porque, según Churchill, «no es el momento de acusaciones y peleas, sino de vencer a Hitler». Cuando la URSS recuperó la región falsificó una investigación que responsabilizaba a los nazis, pero los polacos no la creyeron y antes de quedar bajo un régimen comunista hicieron su propia investigación atribuyendo el crimen a agentes de NKVD. Finalmente, en 1992, el presidente Boris Yeltsin entregó al primer ministro polaco Lech Walesa un documento según el cual el Politburó recomendó ejecutar a 14.7000 «ex oficiales polacos, funcionarios, terratenientes, policías, espías, gendarmes y carceleros» culpables de «sabotaje y espionaje». Hubo, también, una disculpa: Yeltsin ofreció una corona de flores que decía: «Perdonad». Queda pendiente un misterio: Varsovia asegura que en esa contabilidad faltan unos 6.000 prisioneros ¿Dónde están?