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Historia

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La peste que acabó con el poder de Atenas

Las epidemias, como bien lo sabían en la Grecia clásica, provocan no solamente devastación en términos de vidas humanas, sino también en los planos moral, político y legal

Peste de Atenas
Peste de AtenasPeste de Atenas

La epidemia es una buena metáfora, siguiendo el antiguo motivo del «cuerpo político», es decir, la analogía entre el Estado y el cuerpo humano. La «enfermedad política» puede ser una discordia civil, un desequilibrio económico o unos disturbios sociales. La idea de la enfermedad política es tan antigua como la democracia, como se ve en los préstamos de vocabulario de la medicina hipocrática en la política de la Atenas democrática: crisis, «isonomía» o igualdad, «stasis» o discordia, etc. Ya Platón en la «República» (556e) compara el cuerpo enfermo y la ciudad dividida y en el «Sofista» (228a) se equipara la enfermedad y la discordia civil. En este esquema, obviamente, el gobernante es parangonado con el médico, y a veces sus métodos para sanar el cuerpo enfermo de la ciudad han de ser expeditivos e implican la supresión de libertades y el sometimiento de la ciudadanía a nuevas normas extraordinarias en aras del bien común: los miembros y órganos del cuerpo han de obedecer sin remisión a la cabeza.

Como se puede entender, la alegoría del «médico político», muy de moda en nuestros días, esconde un peligro evidente. En una democracia como la que defiende K. Popper en «La sociedad abierta y sus enemigos» (1945), frente al ideal platónico del sabio gobernante-sanador autoritario, se supone que las libertades individuales están en el centro. ¿Y cuando la peste es literal? Acaso entonces llega el momento de decretar un estado de excepción, por motivos de salud pública, que restrinja las libertades. La epidemia, bien lo sabían en la Grecia clásica, provoca no solo devastación en términos de vidas humanas, sino también en los planos moral, político y legal. Platón escribe su obra política, una impugnación de la democracia ática, después de que la Guerra del Peloponeso, junto con la peste en sus primeros años, acabaran por arruinarla. La decadencia de la democracia no es, obviamente, achacable solo a la peste de 430 a.C., pero creo que la relación entre plaga y totalitarismo es de lo más sugerente para repensarla hoy. No es, desde luego, nueva la comparación metafórica de la peste con el fin de las libertades. La novela de Albert Camus «La peste» (1947) y el drama «Estado de sitio» (1948), escritas poco después de la II Guerra Mundial y casi a la par que el libro de Popper, son alegorías muy pertinentes en este sentido.

Como en Madrid y Milán

Como es costumbre, todo comienza en Atenas. Y como en Madrid o Milán, con una epidemia terrible que diezma a la población en tiempos convulsos. En el caso de Atenas, llovía sobre mojado: había pánico a las conspiraciones contra la democracia por parte del enemigo espartano y de sus simpatizantes en el tejido social ateniense, en ciertas élites intelectuales que –desde Cimón a, posteriormente, Jenofonte y acaso el propio Platón– no habían dejado nunca de admirar el sistema político rival de la ciudad. Desde la instauración de la democracia, Atenas había estado sujeta a vaivenes políticos de gran envergadura. Por ello hubo de prevenirse mediante diversos mecanismos contra la tiranía y la sedición, pero no fue hasta la guerra y la peste cuando las tensiones se precipitaron en varios «coups» o intentos. De hecho, la preocupación era tal que una ley citada por el orador Andócides (1.95) exigía que cada ateniense jurase hacer todo lo posible para evitar el derrocamiento de la democracia, incluido el asesinato con impunidad. La peste de 430 a.C. llegó en el peor momento posible y fue gestionada pésimamente por las autoridades y los ciudadanos. Cundió el terror, la sospecha y la violencia sociopolítica.

La célebre descripción de Tucídides en su «Historia de la guerra del Peloponeso» (2.53) nos recuerda hoy hasta qué punto se pueden estudiar los eventos que han ocurrido y, sobre todo, los comportamientos humanos en tales circunstancias para aprender de ellos y no volver a caer en los mismos errores. Algo así nos sugieren algunas de las páginas que dedica a la peste de Atenas. Es obvio que los efectos más monstruosos de la peste no fueron los físicos –la evidente mortandad y el enseñamiento con el que la enfermedad arrasó la vida de tantos ciudadanos–, sino especialmente el declive moral y político de la ciudad de Pericles, que anticipaba un colapso que haría de la democracia ateniense pasto de conspiraciones, intrigas políticas, demagogia y golpes de Estado hasta su triste final, derrotada en la guerra y sometida a un gobierno títere y tiránico: «La epidemia –dice Tucídides– fue para la ciudad el comienzo de un mayor desprecio por las leyes. Pues la gente se atrevía más fácilmente a lo que antes encubría cuando lo hacía para satisfacer su gusto, ya que veían que era repentina la mudanza de fortuna entre los ricos que morían de repente y los pobres que nada poseían antes y al punto eran dueños de los bienes de aquellos.

De esta forma querían lograr el disfrute de las cosas con rapidez y con el máximo placer, pues consideraban efímeras tanto las riquezas como la vida (...). Ningún respeto a los dioses ni ley humana les retenía» (traducción de R. Adrados). La gente daba pábulo a los bulos, se mostraba crédula ante toda superstición y caía en la descreencia con respecto al funcionamiento de su sociedad y sistema político. Los odios viscerales entre las clases sociales y entre las facciones políticas, ni que decir tiene, también afloraron crudamente. La historia es conocida. No era más que el comienzo de la guerra, pero todo comenzó con mal pie para la democracia ateniense, que, a partir de la peste, iría de error en error hasta el desastre final. ¿Hubo un estado de excepción permanente propiciado por la terrorífica experiencia de la peste? No sabemos si fue así, pero la plaga quedó indeleblemente grabada en la mentalidad colectiva y seguramente imprimió un aire triste y derrotista a la otrora pujante democracia.

La guerra de Troya

Como estudia Luciano Canfora en «El mundo de Atenas» (2011), la sucesión de intentos de golpes de estado oligárquicos o reaccionarios durante la guerra y tras la peste se puede sondear como efecto del decurso de la guerra. Una tragedia como «Filoctetes», de Sófocles, que precisamente versa sobre un héroe apestado, sometido a un cruel confinamiento en la isla de Lemnos y que resulta ser clave –según un oráculo– para que los griegos ganen la guerra de Troya, representa seguramente las tensiones de la polis ateniense después del golpe oligárquico de 411 en la lucha por términos como democracia, libertad o igualdad. La peste, en todo caso, es buena excusa para el control social y el estado de alarma y la ciudadanía hace bien en mostrarse atenta a sus desarrollos.

Cuando en 1975 Michel Foucault publica su ya clásico libro «Vigilar y castigar», un estudio ejemplar de las herramientas de control social del estado a partir de los estertores del Ancien Régime, dedica páginas esenciales, en el famoso capítulo sobre el «Panóptico», a las medidas tomadas en Vincennes tras el advenimiento de la peste en un reglamento sanitario de fines del siglo XVIII. Frente a los tiempos anteriores, en Antigüedad y Medievo, cuando se aislaba solo a los infectados, lo definitorio de la Edad Moderna es el sueño de control absoluto por las autoridades, que someten a estrictas reglas al resto de la población y regulan su movilidad y costumbres.

Como dice Foucault, «la ciudad apestada (...) atravesada de jerarquía, de vigilancia (...) inmovilizada (...) es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada». Es el control absoluto en un estado de excepción, la soberanía total. Otro libro clave en ese sentido es el de Giorgio Agamben, teórico del estado de excepción, en su «Homo sacer II, 1», que ve la necesidad paradójica de establecer una teoría de cómo surge del vacío de derecho y libertades, en lo que considera como la «contigüidad esencial entre estado de excepción y soberanía», al hilo de la definición de soberano de Carl Schmitt. Poder y control, con la excusa de la excepcionalidad, van de la mano. De Platón a Foucault y Agamben, el cuerpo enfermo del Estado es la excusa perfecta para la intervención más brutal. Y el ciudadano se somete en aras de la curación colectiva, pero, ¿hasta qué punto no es un estado de terror? La clave, en la antigua Atenas como en el Madrid de hoy, es el miedo y el control social que se puede llegar a soportar por su causa. Pero eso ha de ser materia de otra reflexión.

Aquel que decide en la excepción

No sabemos si se decretaron leyes especiales en la peste ateniense, pero el estado de excepción ha estado tradicionalmente relacionado con las epidemias y las guerras, las mejores causas –o quizá excusas– para suspender las libertades. Legalmente el concepto aparece por primera vez en la Francia de la Revolución, mediante un decreto de 1791, como una suspensión de las libertades por razones de urgencia. El teórico clave del estado de excepción, como es sabido, es Carl Schmitt que en su «Teología política» (1922) define al soberano como «aquel que decide sobre el estado de excepción». El sueño de la soberanía total, arrasando todas las libertades en aras de un estado especial para vencer la peste o al enemigo, encarna bien ese poder omnímodo que, para Schmitt, justificó el ascenso de un «líder providencial» de infausto recuerdo. Las páginas de Foucault o Agamben sobre excepción política y control social pueden iluminarnos hoy.