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“Caceroladas”: la protesta que une a cornudos y Borbones

Las quejas que hoy se extienden por España al ritmo que marcan el cazo y la cuchara encuentran sus antepasados en las “casseroles” francesas de la Monarquía de Julio (1830-1848) y en los “charivari” medievales que se usaban para denunciar a los vecinos malavenidos
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Igual que la Historia nos ha enseñado que esto de las pandemias no es nuevo (basta con mirar, entre otras, a aquella gripe que mal llamaron “española”), la “revuelta de las cacerolas” tampoco es un invento moderno. Ni ahora que recorren las calles entre mascarillas y banderas, ni cuando dos meses atrás sonaron desde los balcones en contra de Su Majestad. Es más, ya se escucharon esos mismos “clac, clac, clac...” por las plazas españolas hace no demasiado: cuando, en 2011, el Movimiento Indignado sacó sus cazos y demás utensilios al servicio del alboroto, del mismo modo que hicieran en Islandia y Canadá; o, ya antes, en Argelia, Chile y Argentina durante la décadas de los 60 y 70.
Más cercano es el mensaje que, en 2017, convocaba a los franceses a hacer ruido con sus baterías de cocina: “Donde sea que se encuentren, en su ventana, en su jardín o en su balcón, toquen ollas y sartenes durante tres minutos”. En este caso, la protesta iba dirigida contra un individuo concreto, el ex primer ministro François Fillon, tras unas sospechas de corrupción; y el gesto recordaba a las charangas que casi dos siglos antes ya llevaban a cabo sus compatriotas.
Porque hay que rebobinar hasta los años treinta del siglo XIX para escuchar las primeras “caceroladas” políticas. Fue entonces cuando las “casseroles” cobraron fuerza en la Francia de Luis Felipe I como forma de protesta popular contra el régimen del “Rey de los franceses”, como se hacía llamar el monarca. De esta forma, se tomaban como referencia los “charivaris”: una vieja tradición medieval (en forma de estridente “concierto”) con la que se intentaba castigar a las parejas malavenidas. Rituales en los que se denunciaba que un viudo se había casado con una mujer mucho menor.
Por su parte, el siglo XVII inglés ya registra una costumbre local llamada “skimmington” (se ha querido buscar el parecido con la pronunciación francesa: “/shari-vari/”). “Música áspera” (”rough music") que recuerda a festejos como los que cada 5 de noviembre (fecha en la que se capturó a Guy Fawkes) conmemoran el complot fallido de la Conspiración de la pólvora de 1605. En estos desfiles de justicia popular, la “cacerolada” oportuna servía para expresar la indignación por las acciones de alguno de los miembros de una pareja, ya fuera porque el hombre era un maltratador o la mujer una adúltera. Clave en todo el proceso era el ruido que se hacía con el aparataje de cocina y, además, existían tres tipos de pasacalles: uno, el más agresivo de todos, en el que se sacaba de casa al “condenado” para señalarlo a la vista de todos; otro, en el que era un miembro de la comitiva el que se hacía pasar por el infractor; y una tercera opción en la que se utilizaba una efigie para vilipendiarla por las calles del pueblo a modo de burla.
De aquellos barros terminaron llegando los lodos de la Monarquía de Julio, el periodo francés que fue de la Revolución de 1830 a la de 1848 y que, entre otras, recuperó los colores de la actual bandera gala. Los modernizados “charivaris” pasaron a ser armas políticas; en concreto, una manera de humillar a los dirigentes contrarios a los ideales de la revolución que terminó con los Borbones (y que puso a la Casa de Orleans en el trono).
Fue una práctica habitual, por lo que la mayoría de serenatas han pasado al olvido, aunque sí han quedado algunos nombres que sufrieron en sus carnes estos escraches primitivos. Se les acusaba de no haber ayudado al pueblo en su lucha y de haberse adherido al orden. Uno de estos “traidores” a la causa fue Adolphe Thiers (1797-1877), a la larga presidente y primer ministro de la República, que en esos momentos no era más que un pequeño y joven parlamentario.
Dicen que en su primera intervención en la Cámara de Diputados apenas se le vio porque su reducida estatura fue insuficiente para sobresalir detrás del atril y que su marcado acento provenzal desató alguna risa entre los presentes. Pero ese no fue el motivo de la queja del respetable, sino el haberle abandonado. Todavía en los inicios de la Monarquía de Julio y sartén en mano, centenares de personas persiguieron a Thiers durante días: Aix, Marsella, Toulon... Una ruidosa “cacerolada” que se citaba normalmente llegado el atardecer. Sartenes, sonajeros, silbatos, ollas... lo que hiciera falta (y mucho ruido) se hacía sonar durante toda la noche si hacía falta para sonrojo del personaje objetivo.
El barón de Talleyrand (1754-1838), Narcisse Parant (1794-1842) y François Roul (1782-1864) fueron otros de los nombres que no se pudieron escapar de los tumultos que, en ocasiones, acumulaban a miles de personas armadas con sus respectivas herramientas bullangueras. Años más tarde, en 1841, sería François Guizot (1787-1874) el que sufriría en sus carnes las protestas. Las masas se dieron cita en Caen para hacer tronar sus quejas por la política fiscal escogida y obligando al mandatario a salir de la ciudad.
De esta forma, las “casseroles” se convirtieron en unos rituales de expresión de aquellas personas que no tenían voz a la hora de votar, ya que los electores no llegaban ni a 200.000 en ese momento. Pero, como en todo, aparecieron seguidores, que defendían la protesta como algo legítimo, y oponentes, que hablaban de violación del espacio individual y de la usurpación de la soberanía.