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Historia de una desilusión colectiva

El periodista Nando Cruz cuenta en “Pequeño circo” la “Historia oral del indie en España”, un libro con surrealismo y casticismo que cuenta el surgimiento de una escena

Portada del libro "Pequeño circo" (Contra)
Portada del libro "Pequeño circo" (Contra)larazon

La música imita a la vida y la vida imita a la música y por eso en esta historia hay infartos, sobredosis, abandonos, espantadas, y, sobre todo, la más común de las desgracias, la derrota. A finales de los 80, sin razones para que ocurra, empiezan a surgir en España grupos que darán lugar a una escena independiente difusa y heterogénea. Su trayectoria conjunta es una epopeya que va de Los Bichos a Dover y que era necesario contar, aunque nada fácil. Hay algunos puntos en común: casi todos los grupos empiezan a tocar música porque lo que oyen por la radio les parece «una mierda» y los que no suenan en la radio, también. Ninguno cobró «royalties» (es decir, derechos) justos de su trabajo. De todas maneras, vendían poquísimos discos y apenas sobrevivían, no ganaban ni un duro. Sin embargo, se dieron cuenta de que era posible hacer las canciones que querían y salir a tocarlas. Ésa es la esencia, la única verdad de lo que se ha conocido como música «indie» antes de convertirse en una industria en sí misma y que Nando Cruz cuenta en “Pequeño Circo” (Contra), una “historia oral del indie en España”. El «hazlo tú mismo» se hizo posible. Bueno, hay otra cosa en común: todos los grupos de este pequeño circo tocaban fatal. ¿Y qué?

Fanzines y pueblos

El movimiento «indie» llega, como casi todo a España, importado del mundo anglosajón, donde se produce una respuesta a una industria musical millonaria, instalada en el exceso y en los grandes estadios, productora de canciones edulcoradas y pegajosas como chicles. Por citar sólo dos grupos de una lista infinita que responden a esa situación: The Smiths y Sonic Youth fueron las razones de una epifanía para una generación, ante todo, dispersa geográficamente. Aunque no para todos, claro. Adolescentes que se gastan la paga en discos o montan un fanzine para recibirlos gratis y que se cartean con sus héroes. Todo lo que hace falta es tijeras y pegamento, y un apartado postal para tratar de imitar lo que en otras latitudes hacen revistas. Así nacen Munster o Subterfuge (primero panfletos, luego sellos discográficos) y en torno a ellos se crea un movimiento de gente que pensaba que estaba sola en el mundo. Aunque a veces no hacen falta escenas para que Surfin’ Bichos, del Albacete profundo donde la infancia transcurre a pedradas, haga canciones. En otros lugares, como en Andalucía, Lagartija Nick aprovecha las subvenciones del PSOE, pero lo habitual es la absoluta precariedad. Los escenarios improbables de esta historia son también Burlada (Navarra), Bembibre (León), Bullas (Murcia) y Pradejón (La Rioja), además de las capitales de siempre, lo que es en sí mismo un mensaje: cualquiera podía hacerlo. Ésta es la historia de un centenar (o dos) de grupos olvidados con justicia o sin ella, y de una veintena de la que todavía, quizá, se acuerda alguien.

Unos miran al pasado con ira, y otros, con ironía. Pero en todas las historias hay hueco para la magia y cada dos páginas hay una carcajada. Un grupo hace «playback» en TVE tocando la batería con manojo de ajos tiernos (El Niño Gusano), otro monta un sello pero prefiere trabajar en «la puta gasolinera de mi padre» (Fernando Alfaro); algunos se enfrentan contra la industria como quijotes obstinados (J, de Los Planetas), y los hay que tienen la oportunidad de fichar por una multinacional, y simplemente, «pasan» (El inquilino comunista). Aquéllos actúan ante cero personas (Bach Is Dead), pero siguen su carrera, mientras otros tienen a una sola persona en el público, un borracho, y lo echan de la sala (Parkinson D.C.). No tienen dinero para comer y compran una botella de champán, duermen en un portal y se echan un perro callejero encima para que dé algo de calor, se gastan todo el presupuesto en bebidas, le compran droga a Enrique Urquijo, irritan a su audiencia tocando versiones de Mecano, despilfarran en cuanto cobran un anticipo y la mayor parte de las veces nunca firman un contrato: todo verbal. Cada grupo y cada sello tiene detrás una historia tan amarga como cándida y un anecdotario imposible de resumir. Unos van a Londres en autobús a comprar discos, otros no lo pisan jamás y por eso cantan en un inglés inventado estilo «candemor» mucho antes de que Chiquito de la Calzada acuñe el término.

Discos al punto limpio

Hay toneladas de surrealismo y un trabajo abrumador por parte de Nando Cruz, quien ordena las voces de una narración con más personajes que en «Juego de Tronos». Más de 300 horas de entrevistas (por suerte, muchos de los protagonistas principales de todo esto viven), se llevan la contraria y componen una película desde diversos puntos de vista. Más de veinte años después, en este libro se ajustan algunas cuentas (aunque no la del cobro de derechos, hay que insistir) y se lanzan reproches: en la pequeña ciudadanía del «indie» cotillear y «viborear» es casi más importante que drogarse. Esnobismo e individualismo son los pecados capitales de la parte final de este cuento, cuando entran las multinacionales para fichar a grupos del «indie» en el intento de crear una «Movida 2». En una imagen poderosa, Pedro Vizcaíno, del sello Grabaciones en el Mar, cuenta cómo en el Punto Limpio de su pueblo le pidieron que dejase de llevar discos para destruirlos. «Habré tirado diez mil CD en los últimos años», comenta con amargura. Antonio Arias (Lagartija Nick) recuerda que quien más le enseñó del rock fue un flamenco. Por la insobornabilidad de Enrique Morente, su guerra contra las compañías por hacer la música que él quería. Le dijo: «Pérdidas que aguardan ganancias son caudales redoblaos», dando a entender que, haciendo algo en lo que crees, al final, existe una recompensa. Sin embargo, en la historia del «indie» en España hay pocos, muy pocos, ganadores.