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Guerra de Corea: La primera y agónica vez que se cruzó el paralelo 38

Hace 70 años, el ejército norcoreano arrollaba a las tropas fronterizas del sur en un nuevo enfrentamiento entre la URSS y Estados Unidos, que vivió ese julio de 1950 uno de los peores meses de su historia militar
La Razón
  • David Solar

    David Solar

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Corea, hace 70 años. «Julio de 1950 fue uno de los peores meses de la Historia militar de EE UU: una larga e ignominiosa retirada salpicada de pequeñas pero terribles batallas y momentos ocasionales de gran valentía a cargo de unidades estadounidenses, superadas en número y en armamento, que se veían una y otra vez desbordadas por la fuerza, tamaño y habilidad del ejército norcoreano», escribe el Pulitzer norteamericano David Halberstam («La guerra olvidada», Critica) sobre el momento crucial de aquella contienda que amenazó con convertirse en la Tercera Guerra Mundial y en el más aterrador bombardeo nuclear. En aquel momento crítico, en Tokio, el general Douglas MacArthur, recién nombrado comandante en jefe de las fuerzas de las Naciones Unidas en Corea, decidía la estrategia para rechazar a los norcoreanos. Mientras, en Washington, el presidente de EE UU, Harry S. Truman, debatía la línea a seguir en un conflicto que les había cogido en calzoncillos.
Retrocedamos 15 días. En la madrugada del domingo 25 de junio, cuatro divisiones del Inmin-gun (ejército norcoreano) con unos 70.000 soldados, muchos veteranos de la guerra civil china, y apoyados por blindados y artillería motorizada, cruzaron el paralelo 38º arrollando a las sorprendidas tropas fronterizas del sur. Poco después, cuando amanecía en Tokio, la noticia le llegó al general Douglas MacArthur, que solo pudo pedir instrucciones a Washington y poner en estado de alerta a sus escasos recursos, aparte de lanzar un rosario de maldiciones contra Truman por haber reducido los efectivos militares en el Pacífico y contra la estupidez de Dean Acheson, secretario de Estado, por no haber incluido a Corea del Sur en el perímetro defensivo estadounidenses en Asia.
A diez mil kilómetros de distancia, la noticia llegó a la Casa Blanca hacia las cinco de la tarde del 24 (hora estadounidense) y Truman pidió la inmediata reunión del Consejo de Seguridad de la ONU. El propio 25 de junio, de madrugada, el Consejo de Seguridad aprobó la resolución nº 82, que exigía a Pyongyang el cese de la agresión y el retorno de sus tropas al paralelo 38º (nueve votos afirmativos y uno negativo, Yugoslavia), sin que la URSS interpusiera su veto, pues no se presentó en la reunión tal como llevaba meses haciendo. Como los norcoreanos ignoraran la resolución, bajo impulso estadounidense, la ONU aprobó otra para que fuerzas internacionales intervinieran en Corea, llamamiento que fue respaldado por 21 países miembros, de los que 16 enviaron soldados y el resto ayuda médica o equipos. La intervención, justificada como «acción policial contra el agresor», reunió a 617.000 soldados internacionales (480.000 de ellos, estadounidenses) que apoyarían a los surcoreanos. En el momento del ataque, Corea del Sur solo contaba con 98.000 soldados tan someramente armados como adiestrados, sin blindados y con únicamente 16 aviones, muy poco para frenar el ataque del Norte, que contaba con 200.000 soldados, cien carros de combate T-34 y dos centenares de aviones. La abrumadora superioridad supuso que al tercer día los norcoreanos se apoderaron de Seúl, la capital, y empujaran hacia el sur al ejército derrotado mezclado con millares de pisanos que huían despavoridos.
Contaba el líder comunista Kim Il-Sung con aplastar la resistencia del Sur en dos meses, de manera que cuando Washington quisiera reaccionar la guerra hubiera terminado y, con el apoyo de Moscú y Pekín, se consolidaría el dominio comunista sobre toda la península. Estuvo a punto de conseguirlo, pero los soldados surcoreanos trataron de retroceder y reagruparse en el sur y los norteamericanos, de inmediato, enviaron en su ayuda las pobres fuerzas que tenían en Asia, además de sus potentes medios aeronavales, ayudados por los británicos, que castigaron el avance comunista y apoyaron la resistencia en el sur, mientras el avance norcoreano estiraba hasta el límite sus líneas de avituallamiento. A finales de agosto de 1950, surcoreanos y tropas internacionales se hallaban embotelladas en torno a la ciudad de Pusan, en apenas 10.000 kilómetros cuadrados, en el extremo sur de la península, pero bien reforzados y abastecidos por mar, aunque sin opciones de contraataque.
Por ello, MacArthur pensó desde el principio en un desembarco a espaldas del avance norcoreano y encontró el punto adecuado: Inchon. El 15 de septiembre tuvo lugar la operación con tanto éxito que ocasionó 40.000 bajas a los norcoreanos y provocó su inmediato repliegue. Seúl fue liberado y, un mes después, las tropas surcoreanas, norteamericanas y de la ONU habían recuperado lo perdido, tomado todo el Norte y alcanzado la frontera de China en el río Yalu.
Se suponía que el presidente chino, Mao Zedong, no osaría intervenir, pero, a finales de noviembre de 1950, el ejército de su país, con un millón de hombres en la frontera, penetró en Corea del Sur, tomando medio país hasta que cesó en su avance a mediados de enero de 1951. Las tropas surcoreanas, medio millón de hombres organizados en el último semestre con fuerte apoyo internacional, recuperaron paulatinamente lo perdido hasta el Paralelo 38º. Con dominio aeronaval, pese a sus importantes pérdidas aéreas, surcoreanos e internacionales tenían ganada la posición, aunque en tierra los norcoreanos y chinos ofrecían una resistencia insuperable, por lo que solo quedaba negociar un final en tablas o, quizá, una jugada espantosa: MacArthur propuso terminar la guerra con bombardeos nucleares. Tras su muerte, se publicó: «Yo hubiera lanzado unas treinta bombas atómicas (...) concentrando el ataque a lo largo de la frontera con Manchuria» (...) y «esparcido desde el Mar de Japón hasta el Mar Amarillo, una línea de cobalto radioactivo (...) cuya actividad dura entre 60 y 120 años. Durante al menos 60 años no hubiera podido haber ninguna invasión terrestre (desde China) a Corea del Norte». MacArthur estaba seguro que Stalin no habría reaccionado porque solo disponía de dos docenas de bombas atómicas contra el medio millar de EE.UU (Bruce Cumings, «The origins of the Korean war», Princeton University Press, 1990). El asunto espantó a Truman, que, por si acaso, le destituyó, aunque rodeándole de honores.
En julio de 1951 se abrieron unas negociaciones que continuaban cuando Eisenhower ganó las elecciones el 4 de noviembre de 1952 y tuvo que escuchar las súplicas de MacArthur para que utilizara bombardeos atómicos. El nuevo presidente escuchó conmovido a su antiguo jefe y prometió meditarlo. A continuación comunicó a Mao que Corea no entraba en su esfera de interés, por lo que proponía cerrar un acuerdo de paz... Pero si Pekín optaba por obtener ventajas consideraría que Corea era, realmente, esencial y arreglaría el pleito con un ataque atómico sobre Manchuria. Al respecto, debe recordarse que a esas alturas EE.UU ya disponía de armamento termonuclear, pues había probado su primera bomba H el 31 de octubre de 1952. Sea por la amenaza o por el cansancio general, el 27 de julio de 1953 se firmó el armisticio de Panmunjón, quedando el paralelo 38º como separación de ambas Coreas. Siete décadas después se ha consolidados ese límite, aunque allí no hay un mes sin sobresaltos.

Una dinastía de dictadores comunistas

Kim Il-Sung (1912- 1994) fue un activista comunista que alcanzó el poder protegido por los soviéticos en 1945 estableciendo un record mundial de duración de su dictadura: 49 años. Fue un hombre hábil, astuto y duro, dotado de una gran facundia que le lanzaba a la versificación siguiendo el ejemplo de su amigo Mao Zedong. Pero también tenía su corazoncito y en vez de dejar el poder en manos del partido convirtió en hereditaria su dictadura, instalando en el poder a su hijo, Kim Jong-Il (1942-2011), autor de frases tan ingeniosas como «Sol de la nación» para referirse a su padre. Dicen que la frase más larga que se le oyó fue: «¡Viva nuestro gran ejército!». Sin embargo, su biografía oficial está llena de prodigios: se dijo que era el mejor compositor de Corea, el más osado arquitecto, el supremo estratega (le expulsaron por crápula de una academia militar de la RDA) y el gobernante providencial… Sus detractores decían que su auténtica obsesión era el culto a la personalidad (todos los norcoreanos debían llevar su efigie en un pin prendido en la solapa) y sus aficiones preferidas, el alcohol y a la pornografía. Quizás fueran calumnias, porque conocerlo, realmente, no se le conocía. De él se sabe, sin embargo, que promovió planes copiados del maoísmo, como el Gran Salto Adelante cuyas víctimas no están calculados, pero la hambruna del país duró una década. De cara al exterior, pasará a la Historia como el dictador de las dos primeras bombas atómicas norcoreana (2006 y 2009). Y sigue la dinastía con Kim Jong-Un (1984-), que asumió el poder a la muerte de su padre en 2011 y a sus 36 años reúne en su persona los máximos cargos, títulos y dignidades de su país. Estudió un tiempo en la Escuela internacional de Berna, y se asegura que habla inglés alemán, además del coreano. Kin Jong-un está dentro de la habitual opacidad norcoreana, pero se entrevistó hace dos años con el presidente de Corea del Sur, buscando una mejoría de las relaciones mutuas y un acercamiento humanitario e, igualmente, con el presidente de EE UU, Donald Trump, en un intento de aminorar la tensión nuclear en el extremo Oriente, aunque parece que sólo pretendía dorar la píldora a Trump para conseguir ayudas estadounidenses. De momento, da miedo: dos ensayos atómicos y una pretendida prueba termonuclear y ensayos con cohetes que amenazan a todos sus vecinos.