Joseph Pérez: ante la muerte de “El último senador romano”
El historiador, Premio Príncipe de Asturias, ha fallecido a los 89 años. Detrás deja un enorme legado intelectual que lo convirtió en uno de los grandes humanistas
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Ha muerto el gran maestro Joseph Pérez. Era hijo de emigrantes españoles de Boicarent y nació en Laroque-d’Olmes, Francia, el 14 de enero de 1931. Con él se ha ido un representante de esa pléyade de estudiosos de la cultura española en general, y de la historia en particular, a los que conocemos como hispanistas. Él era un científico especialmente cuidadoso en sus relaciones con España y su mundo académico.
Vivió en Madrid durante su periodo de director de la Casa de Velázquez entre 1989 y 1996, la gran institución francesa dedicada al estudio de la cultura española y la creación artística desde su fundación en 1928. Al gran maestro Joseph Pérez podemos situarlo en Burdeos, en donde fue distinguido con el título de presidente de la Universidad Burdeos III. No fue este el único reconocimiento que se le otorgó en Francia. Por su parte, en España no fue Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2014, así como doctor honoris causa por las universidades de Valladolid y de Alcalá de Henares; recibió la gran Cruz de Alfonso X y la Encomienda de Isabel la Católica, entre otras distinciones.
Para algunos, de los que tal vez cumplamos los 70, que ya no los 50, Joseph Pérez era un modelo magistral en el más hondo sentido de la palabra. Su vida intelectual se movió entre los reinados de Isabel y Fernando, hasta la Ilustración, predominando sus escritos referidos al siglo XVI. De él podréis aprender, si es que hay tiempo, cómo el historiador es necesariamente transmisor de las ideas del pasado además de conocedor de los anhelos sociales de aquellos tiempos y que el historiador ha de saber entremezclar lo uno con lo otro. Este era el caso de Pérez: declaraba que está bien saber quién es rico o pobre, pero que el historiador debía profundizar en el cómo y el porqué se es rico o pobre, por ejemplo (y católico o luterano; y clérigo o laico...). ¡Qué deleite la lectura de sus escritos políticos sobre los Reyes Católicos, al tiempo que qué grandes reflexiones alrededor de la vida de los judíos, los conversos y la Inquisición; qué importantes sus biografías de Carlos V y de Felipe II, y qué bien analizados el humanismo o el erasmismo en la búsqueda de la libertad; cómo se ocupó de Santa Teresa, de San Juan, de fray Luis en medio de la ortodoxia española; qué soberbia –por deliciosa– su biografía de Cisneros, su gran revolvedor social; qué intensos sus escritos sobre las brujas! ¿Y cómo dejar de lado su conocimiento de la independencia de Hispanoamérica?
Y si por si acaso todo eso no fuera bastante para reconocer que nos encontramos ante un savant, o un humanista jacobino, aún hubo más, mucho más: en 1970 publicó su gran Tesis de Estado aún no superada sobre la revolución de las Comunidades de Castilla. Sí: en Francia se hacían meritorias Tesis de Estado para poderse promocionar y que resultan ser, décadas después, obras insuperadas (su maestro Marcel Bataillon escribió «Erasmo y España»). No quiero hablar de tesis doctorales.
Gran conocedor de los fondos archivísticos españoles y de la producción historiográfica española, admiraba lo que se publicaba allá por los años 90, pero advertía de los peligros del localismo. Igualmente, anhelaba que la inmensa y plausible recopilación de datos (ladrillos) sirviera para interpretaciones de largo alcance de la Historia (o construir una choza, o un palacio). No le agradaba la historia de las mentalidades, ese inmenso cajón de sastre en el que cabe de todo y no se puede cerrar, sino que prefería inquirirse sobre ortodoxia y heterodoxia en la España del Siglo de Oro: o sea, el pensamiento.
Y, en fin, traigo a colación con este triste panegírico (que para él debería haber sido un epicedio), no solo mi general admiración hacia él y los enormes recuerdos que guardo del tiempo pasado con su persona, su viuda y el mal rato con las gafas que no aparecían en el restaurante antes de coger el avión, y que resulta que las llevaba en el bolsillo de la chaqueta, digo que quiero recordarle en las páginas iniciales de una obra que hoy deberíais leer todos: el Prólogo a la edición de 2001 del discurso pronunciado por el médico segoviano Andrés Laguna en Colonia el 22 de enero de 1543, «Europa Heautentimorumene» (Europa que así misma se atormenta y lamenta su propia desgracia), en el que «Laguna no lo dice claramente, pero de su discurso se deduce implícitamente un irenismo conciliador que se parece mucho a la tolerancia y sobre todo la adhesión a valores culturales heredados de la doble tradición clásica y cristiana», que variará después con la Ilustración.
Ya termino: imagino que a los editores y traductores en España de Joseph Pérez les habrá inundado la misma pena que a mí. Los acompaño en el sentimiento. Le estaré siempre agradecido porque aceptó prologar mi primera versión de Isabel la Católica, y que nunca me dijo «no» a las invitaciones que le cursé cuando organizaba conferencias (a mi último correo de finales de junio no me respondió: ¿debería haber insistido?). Perverso es el destino: Joseph Pérez ha muerto, precisamente, a los D años del inicio de la revolución de las comunidades, fin de las libertades propias de Castilla en pos de la consolidación de la idea imperial de Carlos V. En 1520 se rompió la vida de Castilla delineada por los Reyes Católicos y Cisneros y descrito todo ello como nadie por este al que en 2020 se le ha truncado su ser.
Descansa en paz, maestro generoso y entrañable.