Historia de la Ruta Valenciana: todo lo que se perdió con el “bakalao”
La carga peyorativa del término “bakalao” se utilizó contra una escena underground, exquisita y libre surgida en Valencia en los 80 y convirtió en negocio de la peor clase lo que había sido pasión por la música
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En contra de la visión generalizada, la Ruta Destroy o la llamada por los medios “Ruta del Bakalao” fue consecuencia de un sustrato cultural o movida musical que terminó cristalizando en una locura colectiva. Sin embargo, suele presentarse al revés: como una explosión de descontrol que tomaba la música de pretexto para aguantar dos noches seguidas fuera de casa con una estricta dieta de estupefacientes. Esta es una de las principales conclusiones que se extraen de «¡Bacalao! Historia oral de la música de baile en Valencia, 1980-1995» (Contra), libro del periodista Luis Costa que se asoma a un fenómeno musical español tan masivo como menospreciado y, sin embargo, tan genuinamente nuestro que no puede explicarse en otro contexto. Una movida valenciana que parte del amor a la música de vanguardia, la obsesión por los discos, y la carrera por descubrir nuevos temas en clubes y discotecas de exquisito gusto. Antes que en Manchester, antes que en Ibiza. Eso sí, luego llegó lo que todos conocemos: un gigantesco parking al aire libre, noticias de la prensa escandalizada y reportajes de televisión protagonizados por dementes. Y es que la movida valenciana pereció por su propia carencia de discurso, como se puede ver en los emblemáticos reportajes de Canal + y el de «Código uno» (TVE), programa que presentaba Arturo Pérez-Reverte, últimos clavos en el ataúd de esta historia, amartillados en el 93. Valencia podría haber sido Ibiza, pero faltaron mentes con una idea a medio plazo, según se cuenta en el libro. Sin embargo, esta historia cuenta a la perfección nuestra realidad a comienzos de los 90 y ahora podría tener hasta su propia serie de televisión. Luis Costa nos lleva de fiesta y resacón en un excelente libro.
En el comienzo, estaba el turismo. Localidades de costa como Benidorm y tantas otras, ya saben, las suecas en «top less». ¿Y qué hacen las suecas de noche? Lo han adivinado: salir a bailar a discotecas. Hacen falta salas de baile para entretener al turista donde no pinchen a Manolo Escobar o Lola Flores. Este caldo de cultivo será decisivo, porque en estas humildes salas se forman algunos de los DJ que protagonizarán la escena años después y también se forma un hábito: el de estar a la última, escuchar lo que viene de fuera. Por eso, cuando avanzan los 80 y en Madrid estalla la Movida, Valencia está atenta y preparada. Pioneros de Levante como Carlos Simó y Juan Santamaría tienen los discos de moda antes que nadie. Vinilos nacionales (Derribos Arias, Radio Futura, Siniestro Total, Golpes Bajo, La Mode...) e internacionales (Iggy Pop, Soiuxsie Magazine, OMD, Duran Duran, Joy Division, Roxy Music...) que llegan en contadas copias y casi como objetos de contrabando. Nada de electrónica maquinera, más bien portadas del «NME» o el «Melody Maker». Santamaría será un figura central: tiene una novia británica que le trae los discos de Londres hasta que él mismo entra en el negocio de venta de elepés con su tienda Zic Zac, epicentro de la escena valenciana. En sus sesiones en Chocolate y Distrito 10 educó a una generación en Lou Reed y en todo tipo de «música blanca». Porque frente a lo que sonaba en la radio, soul y funky, en las discotecas de Valencia sólo hay sonidos de blancos para blancos.
«Matar» canciones
Para comprender la importancia de las canciones, Simó, algo así como el discípulo de Santamaría, «mataba» los discos en directo. Por ejemplo, «Tainted Love», de Soft Cell, una vez que el tema empieza a sonar por la radio. Eso no lo aguantaban: sonar convencional. Entonces, Simó pinchaba la canción por última vez y partía el vinilo contra su rodilla mientras la pista de baile gritaba: «¡No lo mates! ¡No lo mates!». Pero si sonaba en Los 40, era disco muerto. Simó pinchaba en Barraca todo tipo de sonidos oscuros: The Cramps, Ultravox, The Smiths, The Cure... La música es importante, se organizan conciertos incluso con dos pases: a las 2 y a las 6 de la madrugada. Echo & The Bunnymen, The Residents, Kraftwerk, Ramones, Cramps, Peter Murphy y Depeche Mode pasarán por Valencia. Los grupos ingleses alucinaban. Ah, y la mescalina. La mitificada droga de esta escena, unas pastillas verdes de supuestas propiedades de colocón milagroso. Es difícil precisar cuánto hay de mito sobre sus orígenes (entre las leyendas, se dice que las sintetizaba un químico catalán a través de cactus de peyote) y sus efectos (un amor al prójimo infinito), pero ya no hay quien separe a esas píldoras de la juventud de los pioneros de la escena.
La ola crece sin parar. Hay que ponerse en situación: son los primeros 80, cuando todo el mundo quiere divertirse pero no hay un guión de cómo hacerlo tras cuatro décadas de dictadura. Se transfieren las competencias a las comunidades autónomas, pero éstas no han tenido tiempo de legislar. No hay reglamentos de espectáculos ni horarios, ni control de carreteras. De hecho, la única regulación, de los años 30, establece que una sala de baile debe cerrar obligatoriamente dos horas para ser limpiada y a continuación puede reabrir. Perfecto, entonces: cerraban a las 4 para reabrir a las 6, pero la propia Guardia Civil pedía a las discotecas que readmitiese a sus clientes mientras limpiaban con la música apagada para evitar problemas. En ese contexto nace Spook con un genio a los platos: Fran Lenaers, valenciano de ascendencia belga que aplica las técnicas de la mezcla de la música negra al pop de guitarras y la electrónica. En el libro, el conocido DJ barcelonés Amable cuenta su epifanía en sus sesiones, su increíble técnica con tres platos y hasta con cintas de cassette. Sus sumas imposibles de The The, Blue Nile y estribillos de Golpes Bajos. Un repertorio ecléctico enlazado de manera colosal. A Lenaers le pretendieron hacer pasar un curso de DJ con Mike Platinas, creador del Mega Mix. Cuando éste le vio pinchando en el club, dio la lección por aprendida.
«No recuerdo nada»
«Los ingleses comienzan a recalar en Valencia atraídos por una subcultura muy similar a la que se estaba dando en Manchester», explica Nando Dixkontrol, declarado admirador de la «mezcla perfecta» de Lenaers: «Me enseñó lo que es la perfección, la exactitud. Lo que es la devoción, la exasperación, la meticulosidad. Lo que es la obsesión». A Spook sigue yendo gente de todo tipo: punks, psychobillies, siniestros y gente arreglada. Un personaje decisivo de esta historia es Jorge Albi, DJ y locutor de radio que conserva el honor de traer por primera vez a España a The Stone Roses y a los Happy Mondays ante miles de personas (que habían escuchado sus temas en las discotecas valencianas previamente) cuando en su país de origen apenas juntaban a 40. Juan Santamaría: «Tony Wilson fue quien me envió a los Happy Mondays. Tenían que venir New Order, pero no sé quién se jodió el pie. Y hablé con el ''road manager''. Me pidieron una furgoneta con aire acondicionado, un conductor bilingüe, dos gramos de farlopa y uno de hachís. Por supuesto, no les llevamos nada y llegaron un poco enfadados, hasta que se bebieron medio bar y se metieron algo de subidón». Shaun Ryder hace sólo una declaración en el libro: «No recuerdo nada, sólo que a las diez de la mañana aún estábamos de fiesta. Estaba ocurriendo en Valencia antes que en Ibiza». Por allí pasó también Noel Gallagher como «pipa» de los Inspiral Carpets, antes de formar Oasis. En los 80, Ibiza estaba en decadencia, había perdido el brillo hippy: la isla copiará el modelo valenciano para renacer años más tarde.
Hasta aquí, el subidón. Pero todas las fiestas tienen su bajona. El cambio generacional empieza a notarse a comienzos de los 90. La escena se populariza, se rejuvenece y se banaliza. La música pasa a un segundo plano y lugares como Puzzle plantean una oferta de ocio puro y duro. Se escucha «Love is in The Air» y otros sacrilegios. ''Italo disco'' de la peor categoría, diversión sin cuestiones serias, sin discurso alguno. Aparecen las famosas «cantaditas». Todavía no es música máquina, sino temas pastel para chicas guapas, de esas que se han levantado a las 8 de la mañana «para ir al gimnasio», como les dicen a sus padres. Barraca, templo pionero, responderá con más caña, pero algo ya se ha perdido: la clandestinidad y la vanguardia. El dinero entra a chorro y la Ruta Destroy salta a los medios. Apareció Chimo Bayo, al que algunos mientan en el libro como el anticristo –otros le dan cierto crédito– y que no opina en el libro, según su autor, porque no quiso.
La fiesta pasa de la pista de baile al aparcamiento, la gente es más joven, la música más rápida y las drogas más duras (y de peor calidad), como la cocaína y el speed. «Y así es imposible ser fino a la hora de escuchar y bailar música», dice Fernando Fuentes, DJ y periodista. Una escena que se iba acanallando y, aun así, tenía su puntito: la parroquia hacía paellas por la mañana, junto al coche, de resacón o sin acostarse. Bacalao era un término que se utilizaba desde el comienzo de la movida valenciana: fue la palabra que se utilizaba cuando llegaba algún single o LP con «hits» para la pista de baile. Era música buena, no «makineta». Pero si bacalao ya es una palabra difícil de digerir, «bakalao» es un anatema. Esa «k» fue la puntilla, la bajeza caligráfica que certificaba la decadencia musical. Y es que las buenas historias sobre música siempre terminan con la muerte o una gran desilusión.
«¡Bacalao!...»
Luis Costa, Editorial Contra
366 páginas, 19,90 euros