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“Caso Audin”: la penúltima herida del colonialismo francés

En el libro “Una vida breve” (Periférica), Michèle Audin reconstruye la genealogía de su familia y de su padre, torturado hasta la muerte por el ejército francés tras la Batalla de Argel
FAMILIA AUDIN
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Exponer las vergüenzas históricas de la propia patria siempre es un tema polémico por sensible y delicado por doloroso. Más allá de cualquier color político y de cualquier frontera. De ello, en nuestro país vamos bien servidos. Quizá por eso llame tanto la atención que todo un Presidente de la República francesa acuda a la casa misma de la descendiente directa de un represaliado, medio siglo después de los hechos, para pedirle perdón «en nombre de toda la nación».
Y llama la atención porque la conversación entre Emmanuele Macron y Michèle Audin fue, según quienes la presenciaron, más bien una lección y un sermón de esta última sobre los años de olvido y los nombres que aún no tienen asociada una respuesta. Asintiendo, un recién elegido candidato se hacía cargo no solo de la memoria institucional del colonialismo de su país, sino también de las humillaciones por el camino. A la sazón, las decenas de peticiones de entrevista sin respuesta y el rechazo de la Legión de Honor, máxima distinción gala, cuando el Presidente Nicolás Sarkozy se la quiso imponer a Maurice Audin sin ni siquiera haber respondido a las cartas que le escribió su viuda, Josette, durante años.
En ese juego de réditos políticos, históricos y hasta raciales en la convulsa Francia de nuestro siglo, la familia Audin vio en Macron las buenas intenciones que siempre buscaron en el Estado y sellaron la paz, cerrando por el buen cauce una de las grandes heridas del colonialismo allende los Pirineos. Con la cicatriz ya blanqueando, su hija Michèle publica en España «Una vida breve» (Periférica), una especie de memoria pictórica y costumbrista de los orígenes de su familia, pero también un retrato humano de lo que la prensa bautizó como «Caso Audin», allá por los sesenta.
El 11 de junio de 1957, cuando faltaban minutos para la medianoche, Maurice Audin fue arrestado en su domicilio de Argel (Argelia), ciudad todavía bajo dominio territorial francés, por su presunta relación con el Frente de Liberación Nacional. Desde septiembre de 1956 y especialmente durante los meses de primavera de aquel año, el brazo armado del independentismo argelino había tomado la ofensiva y había intensificado los ataques por la ciudad, enzarzándose en una guerra de guerrillas con los cuerpos coloniales franceses.
Audin, de apenas 25 años, médico de profesión y asociado al Partido Comunista Argelino (PCA), fue llevado a uno de los llamados «centros de reagrupamiento», que no eran otra cosa que cárceles de hacinamiento y detención ilegal, y su familia nunca supo más de él. De hecho, el último que da cuenta de su encierro es el periodista Henri Alleg, también detenido, y que permitió establecer una especie de relato: Maurice Audin fue torturado hasta la muerte y se ordenó que su cadáver desapareciera. Sin más registro criminal que el de pertenecer a un partido ilegalizado unos meses atrás, el joven antimilitarista cuya familia había sido arrastrada en pos de la colonización, moría en manos de la misma sin más juicio que el de lo marcial.
Es en ese momento en el que el «Caso Audin» se diferencia del resto de horrores del conflicto: su viuda Josette, si cabe, más política que su marido, comienza una campaña de denuncia de los hechos. Además de sus célebres cartas entre el intelectualismo galo, organizó comités en las universidades para que se investigara la muerte de Maurice, sin éxito material. Una pequeña venda fue la amnistía, una vez terminada la guerra, en 1962, y el reconocimiento del crimen como tal, ya en 2014 de la mano del Presidente Hollande, pero aquello parecía más un candado final que un foco sobre la tragedia.
Sesenta y tres años después, la hija menor de Maurice responde meridiana y taxativa a las preguntas: «Me decidí a escribir el libro porque conocí a un compañero de habitación de mi padre cuando estaba en la escuela militar. Tenía que contar la vida de mi padre, más que su muerte», explica Michèle Audin. Y sigue: «Creo que he escrito desde la ternura porque es desde el único sitio desde el que se puede escribir sobre una persona a la que mataron con 25 años».
Sobre su encuentro con Macron, al que hizo visitarla en su domicilio, Audin siente algo más parecido a la justicia moral que a la satisfacción política: «Las disculpas no son lo más importante. Llegó a declarar que la República reconocía que el sistema de arresto, detención y la tortura había causado muchas muertes y desapariciones, incluidas la de mi padre y la de varios conocidos». En efecto, cuando el Presidente salió del domicilio de Bagnolet, al oeste de París, llegó a poner en duda la ética de los «poderes especiales» que se le concedieron al ejército cuando la guerra pasó de la altura de las montañas a la esquina de la calle contigua.
La hija de Audin, que vio cómo su madre falleció hace algo más de un año con la disculpa oficial otorgada, habla también de los años de la vergüenza y la incertidumbre: «Para ella fue inaceptable, inabarcable. Pero los historiadores conocían la verdad sobre las responsabilidades desde hacía décadas. Puede que nunca sea posible conocer las circunstancias precisas de la muerte de mi padre, pero sí sabían que no se había obrado bien. Y luego una piensa en el tiempo transcurrido antes de que este reconocimiento fuera oficial, porque la mayoría de los testigos están muertos, por ejemplo», se lamenta.
Así, en su «Una vida breve», las fuentes oscilan entre el mínimo registro escrito que dejó su padre y las historias orales transmitidas en la familia, que dan forma a un relato que se mueve entre lo costumbrista de las familias que llegaban al territorio con una misión ideológica y política de la que no eran conscientes y lo inmediato del estallido de un conflicto que se adivinaba tan inminente como cruento. Apoyándose en el registro civil francés, digitalizado y de acceso público, Audin reconstruye el árbol genealógico de su familia en lo estricto y usa la voz de su tía, hermana de Maurice, para rellenar los huecos que dejaron los bombardeos.
La escritora y matemática, que con la versión original del libro logró que el debate en Francia se decantara del todo por el reconocimiento de los errores y horrores del pasado, cree que su narración puede servir para terminar de remendar la herida: «Cuando hablamos de desapariciones no solo estamos hablando de números o fenómenos históricos o políticos, estamos hablando de seres humanos, con sus vidas, sus anhelos y sus deseos».
Matanzas como la de Philippeville y las tácticas de inteligencia de los «képis bleus», todavía quedan fuera de los discursos de la oficialidad, pero la autora y presidenta de la asociación «Femmes et Mathématiques» (mujeres y matemáticas) tiene «esperanza». Aunque considera que el capítulo colonial no está ni mucho menos cerrado ni en el año presente, confía en que el caso de su padre inspire a otros a seguir peleando. Al fin y al cabo, si uno pasea por Argel, no tardará mucho en toparse con la céntrica Plaza Maurice Audin.

Aquel reloj de mil doscientos francos...

En uno de los pasajes más duros y personales de «Una vida breve», Michèle Audin escribe sobre sobre su padre que durante mucho tiempo no solo es que se negara a recordarle o a evocarle cuando lo hacía el resto de la familia, sino que también era reacia al acto mismo de «hablar sobre él». Cuenta la escritora que aquel «hombre tranquilo» del que le hablaban sus ancestros provocaba un efecto de rechazo absoluto que hasta se extendió también a su etapa en el liceo: «A veces respondí, a personas que reconocían su apellido en el mío que no, que no había ninguna relación entre nosotros».
Esa rebeldía, explica Audin, fue apagándose con los años, a medida que recibía «retazos de información» que le llegaban del legado de su padre y la lucha de su madre, «como huellas que me hubiera dejado», confiesa en el libro. Y detalla: «Cuadernos llenos de matemáticas, uno entero de fórmulas sobre las funciones elípticas, de los que por supuesto yo no entendía nada. Desorden, mucho desorden entre sus papeles, un desorden del que me he sentido cómplice». Recuerdos físicos en su mayoría, como su maquinilla fiel o las partidas del registro civil, tanto del matrimonio como del nacimiento de los hijos. Y, por encima de todo aquello, el reloj de su padre, el «reloj Maurice». Ese que se quitó justo antes de que le detuvieran porque había estado atendiendo a unos heridos en la clandestinidad y que había comprado por poco más de mil doscientos francos en 1954. Ese mismo que luego su hermano Louis hizo suyo en la adolescencia y que llevaba con orgullo a todas partes.