David Fincher cuenta el secreto que hay detrás de “Rosebud”
David Fincher retrata en “Mank”, su nuevo filme, considerado una obra maestra y que se estrena el viernes, la relación que hubo entre Orson Welles y Herman Mankiewicz, su guionista
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«El sistema de los grandes estudios de cine hacía que los escritores se sintieran, con frecuencia, como ciudadanos de segunda clase, independientemente del dinero que pudieran ganar. Una parte de ellos era bastante amargos y miserables. Y ninguno estaba más amargado y era más miserable y raro que Mank, un perfecto monumento a la autodestrucción. Pero, como sabes, cuando su amargura no se enfocaba directamente en uno, era la mejor compañía del mundo». Habían transcurrido muchos años desde que Orson Welles estrenó «Ciudadano Kane» en 1941, la primera película norteamericana moderna según un buen número de críticos, y se había convertido en una de esas figuras que alcanzan la etiqueta de «genio» antes de que su cuerpo llegue a la sepultura. Pero, en 1969, durante las conversaciones que mantuvo con Peter Bogdanovich, describió de esta forma a Herman Mankiewicz, el hermano mayor de Joseph, el célebre realizador, y el hombre que coescribiría a su lado el guión de su obra maestra.
Un personaje, sin embargo, cuya figura se ha perdido entre los nebulosos títulos de crédito hasta que ahora David Fincher, desaparecido para la gran pantalla desde el taquillazo de «Perdida», lo recupera en su nuevo filme, «Mank», una cinta que suena con fuerza para los próximos Oscar, que ha sido aplaudida unánimemente por los críticos, que la han definido como obra maestra y «metacine» (Dios sabrá lo que es eso), y que rinde homenaje a uno de los dos prodigios que hicieron posible una de las mejores producciones de la historia universal del séptimo arte.
Pero, ¿quién era realmente este hombre? Cuando conoció a Orson Welles, Herman Mankiewicz frisaba los 44 años y acababa de tener un aparatoso accidente de tráfico que lo había dejado impedido en la cama, con una pierna rota y el ánimo más embarrado que una ciénaga. Ya era un personaje conocido en la industria, con la pechera cargada de honores y reconocimientos, y célebre en el mundillo del teatro y de los estudios por su lengua viperina, su talento desmedido, sus diálogos trabados de ocurrencias, un ingenio más rápido que las balas y, sobre todo, por su sed indomable. Tenía una portentosa capacidad para encandilar a conocidos y desconocidos durante las fiestas y una habilidad especial para alcanzar despierto hasta el alba sujeto a una copa y una botella. Uno amigo de su época en Nueva York, Alexander Woollcott, declaró: «Es el hombre más divertido que he conocido». Sin duda.
Una vocación clara
Hijo de inmigrantes alemanes, Herman se había criado en las faldas del periodismo desde su niñez, ya que su padre editaba un rotativo en su lengua. Incluso cuando trabajó para la Cruz Roja su principal ocupación fue escribir en el diario de este organismo. Cuando se traladó a la Gran Manzana, en 1913, su devenir parecía claro y no se confundió. Escribió en revistas de moda, diarios famosos, y no tardó demasiado en formar parte de un nutrido grupo de guionistas de excelente calidad y los estudios, en la década de los años veinte, lo contrataron sin dudarlo para que rematara la calidad de las últimas cintas del cine mudo e imprimiese calidad a las primeras del sonoro. Dejó nota de su importan desde el principio, y en su haber hay trabajos como «Cena a las ocho», de George Cukor, o «El orgullo de los yanquees», pero su gran aportación sería «Ciudadano Kane», la cinta que lo uniría a Orson Welles y que también lo enfrentó por una disputa todavía hoy famosa en el celuloide: ¿quién de los dos es realmente el autor del texto? Mankiewicz recibiría el Oscar a Mejor Guión Original (si es original o adaptado es otro asunto bastante complejo), pero la duda permanece.
Debido a la imposibilidad de rodar su ambicioso proyecto sobre «El corazón de las tinieblas» (algo que haría Coppola en «Apocalypse Now»), Orson Welles, tras desestimar a Maquiavelo y los Borgia, decidió acometer una película sobre una figura americana. Después de barajar varios nombres, como el de Howard Hughes, eligió el del gran magnate de la Prensa: William Hearst. Desde el inicio, aquello, más que una idea, parecía una declaración de guerra. Hearst era el hombre más influyente y poderoso de Estados Unidos, no solo por sus cabeceras, sino porque disponía de una distribuidora de cine y una productora, ambas al servicio de su amante, Marion Davies, una cabaretera de Manhattan y la mujer por quien abandonaría a su esposa (antes la regaló la Casa Belmont en Long Island, donde más tarde se rodó «El gran Gatsby», con Robert Redford) y se trasladaría a vivir con su reciente amor al castillo San Simeon, que llegó a albergar un zoológico, docenas de obras de arte y, también, fiestas interminables que se prolongarían durante fines de semana enteros y que contaba con ilustres invitados de Hollywood. Entre ellos, el encantador, bilioso y correoso Herman J. Mankiewicz.
«La razón por la que se contrató a Mankiewicz fue para que yo pudiera preparar el guión de ''Ciudadano Kane'' mientras estaba haciendo ''The Smiler with a Knife''», declaró Welles a Bogdanovich. Pero no es tan sencillo. Mankiewicz era el hombre perfecto. No solo era un portento con la pluma (el propio Welles admitió que dos de las mejores escenas de «Ciudadano Kane» son suyas), sino que conocía bastante mejor que él el mundo de la Prensa escrita por sus colaboraciones de juventud, y, además, fue, durante muchas madrugadas uno de los habituales que Hearst invitaba a San Simeon, donde trabó amistad con Marion Davies y, durante sus mutuas borracheras, llegaron a confesarse intimidades. En cambio, su relación con el multimillonario se inició como una sencilla amistad, aunque enseguida derivó a un acentuado resquemor de Mankiewicz, que reprobaba lujos y actitudes de éste a pesar de que él no iba falto de tachas: era un jugador empedernido, aparte de un borracho con tendencia a la depresión. Hearst pasó a ser un hombre incómodo para Herman y Orson Welles le brindó el juguete adecuado para su venganza. Existen dos ideas en «Ciudadano Kane». Una procede de Welles, que quería, como había visto en «Rashomon», de Kurosawa, contar una historia desde diferentes puntos de vista. La otra procede de Mankiewicz, que puso sobre el tapete la palabra mágica, aquello por lo que esta película es todavía recordada incluso por los que no ven cine: «Rosebud».
El jaque mate a Hearst
¿Pero qué es Rosebud? Casi nadie lo duda hoy: la infancia perdida. O, como se dice en la película: «Charles Foster Kane fue un hombre que consiguió todo cuanto quiso. Quizá Rosebud fue algo que no pudo tener o algo que perdió, pero no hubiera explicado nada...».
Sin embargo, las cosas jamás son tan sencillas para el retorcido, brillante y dipsómano Herman J. Mankiewicz. Y si no aclaraba nada de Kane, desde luego sí decía algo de William Hearst. «Rosebud era de Mankiewicz y el truco de la múltiple obra fue mía. Rosebud continuó porque era la única forma que encontramos para ligar las escenas. Dio buen resultado, pero no estoy demasiado satisfecho», comentó Welles en alguna ocasión, aun cuando en sus declaraciones resuena el eco de la palabra «envidia». Mankiewicz hizo de diablo y él lo sabía. La elaboración del guión pasó por diferentes fases y entre los dos hubo disputas, odios, desencuentros y tensiones. Mankiewicz era un escritor descomunal de los estudios, pero pertenecía al cine que precisamente deseaba destruir Welles para reinventar uno nuevo, más moderno. Por algo se ha dicho que el filme más influyente del cine después de «El nacimiento de una nación» ha sido «Ciudadano Kane» (por cierto, que Kane se pronuncia en inglés igual que Caín, lo que aumentó aún más la beligerancia con Hearst a pesar de que, esta vez, no existía esta intención).
¿De dónde procede la clave para comprender el significado de «Rosebud» y la estupefacción de Hearst al ver el filme? Pues nada menos que de uno de los grandes aireadores de interioridades y chismes de la gran fábrica de sueños. Kenneth Anger, autor del polémico «Hollywood Babilonia», un libro ya agotado en España. Él mismo recoge en un fragmento sin desperdicio qué significa y cuál fue la venganza o el desaire de Mankiewicz contra Hearst: «El amoroso nombre secreto que Hearst daba al húmedo “cofrecito” de su “niña”, el mote que ambos habían elegido para referirse a los genitales de Marion y a su hipersensible “botón del amor” –el clítoris de Marion–, era el de “Rosebud” (pimpollo), tan adorable como gráfico. Marion, desde luego, bebía (éste era el único rasgo de su carácter que compartía con la Susan Alexander de la ficción) y alguien compartió esa confidencia apenas susurrada –¿habrá sido Louise Brooks?–. Bien, como suele suceder, el rumor fue de boca a oído hasta que la mente de Herman Mankiewicz, más infalible que una trampa de acero, tomó nota: Marion Davies=Rosebud».
Unas líneas más abajo, y con evidente mala saña, Anger no evita un comentario también malicioso, añade: «Ya le amargó bastante la vida el que el clítoris de Marion Davies se mencionara a lo largo de " Ciudadano Kane", pero mucho peor para Hearst fue que el anciano Kane muriese con “Rosebud” en los labios». Este era Mankiewicz, a quien ahora retrata David Fincher: un hombre que supo gozar.