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¿Deben prohibirse «Grease» y «Pretty woman» por sexismo?

Varios colectivos han pedido su censura, incluida la directora del Instituto de la Mujer, Beatriz Gimeno. El debate ha abierto una reflexión sobre el pasado cultural
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La Razón
  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

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Nuestra época posee una virtud: un generalizado sentimiento de injusticia social que urge reparar. Pero también evidencia un grave defecto que la lastra: sus preocupantes métodos para conseguir la tan ansiada igualdad. Nos encontramos en un momento en el que la evolución se quiere lograr a través de una profunda y mezquina revisión del pasado. Y es aquí cuando los buenos propósitos se pervierten y traspasan un umbral nunca deseable: el de la censura. Queremos que el pasado sea como hoy somos; y el pasado es como fue. En cierta medida, demasiados acontecimientos del presente recuerdan episodios históricos como el sucedido en el Antiguo Egipto en torno al faraón Akhenatón. Tras la muerte de éste, sus sucesores –en desa-cuerdo con los cambios por él introducidos en el culto egipcio–, decidieron hacer tabula rasa y eliminar todas las obras que erigió. Su memoria fue borrada. Nada de su legado cultural pervivió. Y esa es la peligrosa y bárbara actitud que parece prender entre algunos sectores de la sociedad, los cuales alientan a una censura de gran parte de nuestro pasado cultural. Nos encaminamos a una sociedad amnésica, que pretende reiniciarse desde cero.
Los dos últimos casos que ilustran esta nefasta deriva afectan a dos títulos de la cultura popular cinematográfica: «Grease» (1978) y «Pretty Woman» (1990). El primero ha sido noticia recientemente tras su emisión en una cadena de televisión británica. Algunos tuiteros arremetieron contra la decisión de programar este clásico del cine musical, acusándolo de «sexista», «misógino» y «homófobo». Hubo, incluso, quienes exigieron la censura de algunas de sus escenas con el fin de hacerla más digerible. El alcance de la controversia fue tal que el célebre presentador televisivo Piers Morgan le dedicó un especial en su célebre matinal «Good Morning Britain». El conductor del programa planteó si la cinta debería ser censurada por sexista, racista y homófoba; cuestión a la cual él se encargó de contestar a renglón seguido en un tuit: «No, lo que deberíamos censurar es a esos malditos idiotas que quieren censurarla».
Campaña en redes
Pocos día después, la directora del Instituto de la Mujer del Gobierno de España, Beatriz Gimeno, reavivó la polémica revisionista al quejarse en redes sociales de que Telecinco emitiera en abierto «Pretty Woman», una película que opera, con la estructura de un cuento de hadas, un blanqueamiento de la prostitución. El tuit recibió más de 1300 comentarios que argumentaban a favor y en contra de Beatriz Gimeno. «Pretty Woman» siempre me ha parecido una película zafia y empalagosa, pero esa no es la cuestión que se discute ni la razón por la que la directora del Instituto de la Mujer afeó su emisión. La cuestión es otra: ¿constituye el silenciamiento del pasado la manera más ética, eficaz e inteligente de luchar por la igualdad social del colectivo LGTBI y de las mujeres?
La labor de la historiografía siempre ha sido comprender e interpretar el pasado, no eliminarlo. Entre otros motivos, porque la reinvención de la historia ha sido la estrategia del determinismo totalitario y porque, si borramos el pasado en lugar de comprenderlo críticamente, es muy probable que reincidamos en él. No necesitamos un paternalismo estatal que nos diga lo que debemos y no debemos ver; tampoco estamos necesitados de un revanchismo ciego que elimine de nuestra cultura visual todo aquello que no constituye una proyección exacta de nuestro estado de pensamiento presente. Lo que se requiere es un sistema educativo que suministre las herramientas críticas para analizar exitosamente las estrategias de construcción de los estereotipos culturales de nuestro pasado reciente y lejano. Si tuviéramos que salvar solamente aquellas obras de la historia de la cultura que se adecuan a los parámetros éticos actuales, la mayor parte de la historia sería destruida. Las pirámides, por ejemplo, habría que dinamitarlas porque fueron erigidas por esclavos; la historia de la pintura y de la escultura no superaría, en su práctica totalidad, el juicio de un nuevo tribunal de la Inquisición; y de la historia del cine –con la excepción de la imagen empoderada de la mujer que mostraron o Louise Brooks, Mae West, Katharine Hepburn o Barbara Stanwyck, o la deconstrucción de estereotipos que efectuaron movimientos como la «Nouvelle Vague»– no quedaría casi nada exonerado de las llamas. Prohibir no es la solución; nunca lo ha sido y menos en un contexto en el que lo que se busca es ampliar los derechos civiles. La libertad no se conquista mediante la censura; la madurez social no se logra tratando al ciudadano como un gilipollas cuyos ojos y mente deben ser protegidos por medio de medidas que restringen su libertad de elección. Más educación y más memoria es lo que necesitamos.