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El reciente homenaje del Instituto Cervantes al legado de Jaime Gil de Biedma ha abierto de nuevo el debate sobre la separación entre obra y autor

Genios malditos: ¿una obra ejemplar bien vale una mala vida?

¿Debe la esfera privada del creador interferir en la valoración o reconocimiento de su obra? La polémica suscitada por el homenaje del Instituto Cervantes a Gil de Biedma abre un debate de interesantes implicaciones estéticas, éticas y filosóficas más allá del reduccionismo moralista

El pasado 15 de enero, el Instituto Cervantes homenajeó al poeta Gil de Biedma con motivo del 30 aniversario de su muerte. Este reconocimiento a su enorme legado literario se vio empañado por la polémica. Diversos escritores y periodistas cuestionaban la legitimidad de que instituciones públicas rindan homenaje a los méritos artísticos de un autor que narró en su diario el encuentro con un menor en un prostíbulo de Manila.

No es Gil de Biedma el primer autor que cuenta con una mácula en su biografía. He ahí de Céline a Quevedo, pasando por Gide, Pound, Neruda, Picasso, Lope de Vega, Heidegger o Einstein hasta Caravaggio. Gandhi incluso. Y más recientes: Polanski, Woody Allen, Plácido Domingo o Phil Spector. Más allá del caso concreto del poeta, el debate interesa por las implicaciones, tanto filosóficas como morales, que plantea. ¿Podemos exigir ejemplaridad en su vida privada a alguien por ser especialmente brillante en una disciplina? ¿Es imprescindible una probidad que legitime el talento? ¿Debe el Estado juzgar la moralidad de los artistas y, según ese dictamen, reconocer o no su aportación cultural? Resulta evidente que vivimos una viruela puritana que amenaza con extirpar a los autores sospechosos si no cumplen con las disposiciones de las modernas autoridades eclesiásticas, generalmente laicas.

Roman Polanski, durante un reciente homenaje en Polonia que ha despertado las mismas suspicacias que el de Gil de Biedma en España
Roman Polanski, durante un reciente homenaje en Polonia que ha despertado las mismas suspicacias que el de Gil de Biedma en EspañaAndrzej GrygielEFE

Aunque solo los talibanes y los «woke» exigen quemar las obras, a veces incluso a los autores, no está claro qué hacer con los reconocimientos institucionales. No nos referimos aquí a las celebraciones y estudios académicos, a los congresos, ponencias, reseñas o tesis, ni a incluir sus obras en el currículum escolar, sino a esos actos, como el del Cervantes, que engloban y desbordan lo personal hasta hacer del artista un santo, un héroe. Los artistas no son artilugios mecánicos previamente programados, autómatas incapaces de cometer iniquidades. No están en el negociado del arte para ganarse el cielo, ser mascota, confesor o amigo.

La complicada gama de grises

«El juicio frente a uno mismo es un juicio sumarísimo o una vulgar impostura», dice Andreu Jaume, editor y director de CLAC (Centro Libre, Arte y Cultura). «Y en el caso de las instituciones públicas, el homenaje es un rito, como vio Ferlosio». «Y todo rito», añade, «es una forma de aplacar la violencia y domesticar algo que crea antagonismo, que desborda los límites de la sociedad en la que ha surgido, que inspira respeto y temor porque amenaza la propia constitución del poder que rinde homenaje». Andrés Trapiello, sin embargo, no considera ético que las instituciones de un Estado de Derecho apoyen «a un miserable». «No se trata de si es un gran escritor», puntualiza, «se trata de que es un pederasta y un abusador, y además presume de ello».

Para el filósofo y articulista Manuel Ruiz Zamora, introducir categorías morales a la hora de enjuiciar la obra de arte es, hasta cierto punto, «comprensible», en tanto que se trata de un producto social. «Lo que no lo es tanto es introducir también la figura del artista. De un asunto interesantísimo desde el punto de vista filosófico, se acaba debatiendo sobre si era o no buena persona». Ese ser buena persona o no sería anecdótico en la valoración de la obra en opinión del músico y escritor Sabino Méndez «como su probidad o sus flatulencias, su simpatía irresistible o su amargura desagradable. El artista no es nada en la valoración de su obra. La obra lo es todo».

Por su parte, el escritor José Antonio Montano tiene claro que «el Estado no debe meterse en la vida de sus ciudadanos. Si estos han hecho méritos artísticos, que reconozca sus méritos artísticos». «Si no lo hiciera», añade Méndez, «estaría negando la realidad más evidente que nos ha transmitido la Historia del Arte: la de que se puede ser a la vez gran artista y lamentable ciudadano».

Cree Andreu Jaume que «el imperativo de corrección se está convirtiendo en sí mismo en una nueva forma de abuso e inmoralidad». Añade que «los ejemplos y los modelos intelectuales y morales que uno elige son los que le acaban formando, aquello en lo que uno se convierte, de algún modo. Pero esa elección no supone una identificación absoluta con la trayectoria de esos modelos ni por supuesto con todas y cada una de sus elecciones, por otra parte imposibles de conocer y analizar». «Éticamente», explica Montano, «las únicas exigencias que valen son las que uno se hace a sí mismo. La ética decente es la ética activa, no la reactiva». Sobre ello, indica Jaume que «parece como si se quisiera que la literatura se doblegara frente a los nuevos dogmas políticos y sea el escritor quien rinda homenaje a la sociedad a la que pertenece».

«Cada persona, con independencia de su valía artística o profesional, es responsable de sus actos». Quien así habla es Félix de Azúa, escritor, doctor en filosofía y miembro de la Real Academia Española. «En los últimos años, y por influencia de los campus norteamericanos, se han impuesto unos comités inquisitoriales claramente puritanos que traen la desgracia y el desprestigio a los movimientos en defensa de la justicia. Sobre todo, por una cuestión esencial: son totalmente anacrónicos. No toman en consideración la época de la que hablan, ni las costumbres del lugar, ni las causas de algunas corrupciones. Valga un ejemplo: en el siglo XIX, las bailarinas de la Ópera de París se prostituían con los aficionados ricos. Era algo perfectamente conocido y aceptado. Las apoderadas eran sus propias madres y los caballeros negociaban con ellas. Si fallaba el negocio volvían a la miseria, al hambre, a las enfermedades y la muerte. Esa es la situación de muchos de los actuales elementos que intervienen en la prostitución en países, sobre todo y por ejemplo, de la antigua Indochina. Ser esclavos cosiendo zapatillas de deporte que luego usarán los ricos que protestan contra la prostitución infantil es un tópico de nuestra sociedad que prefiere condenar el sexo antes que el trabajo».

«El debate sobre literatura y moral, como ocurre tantas veces en nuestros días, está desquiciado, sometido a las tensiones que imperan en esta sociedad de filiaciones y fobias absolutas», razona Andreu Jaume. «Resulta realmente desolador», matiza Ruiz Zamora, «que un debate de interesantísimas implicaciones filosóficas se vea reducido al de un moralismo prácticamente “woke”».

Decía Orwell que un moralista estaba convencido de que no podía cambiar nada del mundo hasta no cambiar completamente a los seres humanos, mientras un revolucionario estaba convencido de no poder cambiar nada de los seres humanos hasta no cambiar completamente el mundo. «Yo añadiría», dice Miguel Ángel Quintana Paz, profesor de Filosofía, «que nuestro moralismo actual es peor que eso: está convencido de que debe cambiar completamente ambas cosas, a los seres humanos y al mundo, antes de poder admirarlos en nada. Una locura peor que la denunciada por Orwell».