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Woody Allen: esta es mi venganza

«A propósito de nada» (Alianza), la esperada autobiografía del cineasta que varias editoriales rechazaron, llega a las librerías. Allen repasa su vida y detalla cómo fue la turbulenta vida al límite junto a la actriz

Woody Allen trata de desmitificar su imagen en esta autobiografía
Woody Allen trata de desmitificar su imagen en esta autobiografíaHT / BestimageGTRES

Woody Allen arranca sus memorias con un tono despreocupado y distante, como si la propia vida no mereciera ninguna clase de seriedad, probablemente porque, en el fondo, no la tiene y concedérsela supondría un dramático error.

Con una prosa fluida, trufada de agudezas que resaltan su talento para el ingenio, el actor/director/escritor tira de humor para remontarse a un abuelo un poco desastroso, un padre pícaro y semiheroico y una madre seria como una Cariátide que apenas aguanta a ese marido tragaldabas más allá de su primera década juntos.

Con ese desparpajo que desprende en sus filmes, aborda su autobiografía con un sentimiento desmitificador y el propósito claro de romper la imagen de intelectual, inteligencia cultivada y persona leída que el público conserva hoy de él.

Se esfuerza, de hecho, y no por falsa modestia, en romper esa figura idealizada que han formado sus películas. De hecho da una relación de su comienzos como un chaval de buena mollera, con un alto coeficiente intelectual, pero apartado de la lectura, al que solo le interesan las historias de gánsteres y lo único que le divierte son los juegos de cartas. Woody Allen nace para el espectáculo haciendo trucos de magia, algo que después no le vendría mal para el cine, que también tiene lo suyo de prestidigitación.

Vivió una adolescencia misántropa, pero rodeaba por mujeres que le querían muchísimo. Del choque de las contradicciones emergió un talento portentoso para afinar la ironía y atisbar lo cómico, como si en el fondo de las paradojas yaciera el origen del humor.

Sus inicios en el cine son tan cinematográficos como el celuloide: los sábados en sesiones de mediodía. Esa constelación de estrellas enseguida pobló las paredes de su habitación y su imaginación. Las pellas, convirtieron a Woody Allen en un autodidacta. Jamás destacó como buen estudiante, lo que quiere decir a las claras que era un mal estudiante, y para huir del frío que hacía en las calles se refugiaba en los museos y las bibliotecas.

La cultura llegó a él por accidente, igual que un meteorito que impacta contra la Tierra. Se aficionó pronto a la radio, a la que homenajearía en una posterior producción, y pronto sumaría a ese entretenimiento el tumulto del jazz (un gusto que desarrollaría con mayor acierto y deslumbramiento gracias a los humoristas con los que iniciaría su trayectoria), la pintura y el placer de desayunar en la cama, que de todo lo anterior es probablemente lo más valioso.

¿Cómo descubrió la literatura? Por pura frustración. Las mujeres que siempre le habían gustado eran guapas, sofisticadas, vestían con personalidad, lucían tipazos, rezumaban una sensualidad tan irreverente como un panfleto comunista para Hoover y, sobre todo, eran cultas. Ahí radicaba el problema. Más o menos los diálogos eran así: ellas le hablaban de Scott Fitzgerald y él respondía hablando de Joe Louis. «Académicamente no pasaba más allá del béisbol», reconoce. «Me empujaron a la lectura mi admiración por esas chicas sexis y liberales».

Para ligar tuvo que sustituir el cómic por Stendhal para cuando le mencionaran en el transcurso de una velada el nombre de Julien Sorel él no replicara con el de Flash Gordon. A pesar de su dedicación jamás se ha paseado por las páginas de Virginia Woolf, D. H. Lawrence o «El Quijote», lo que disgustará mucho a la RAE. Lo que sí hizo, en cambio, fue comprarse una máquina de escribir, algo es algo.

Exactamente una Olympia portátil, que es la que todavía utiliza para escribir sus guiones. En el repaso de su crónica biográfica no faltan su primera mujer, Harlene, matrimonio que fracasó porque él era un «inmaduro», o Louise, una muchacha de una belleza letal, un imán para las miradas y los hombres, y que le engañó con relativa asiduidad o una monótona ritualidad.

El cineasta la disculpa afirmando que sentía una inclinación irremediable por probar todos los colchones. A pesar de esta broma, él quita hierro a esos deslices, le dedica los mejores halagos y habla de ella con la admiración que solo se reserva a los que se aprecia con sinceridad.

Entre sus amores, está ese motor de combustión acelerada que es Diane Keaton (también tuvo líos con sus dos hermanas). Con ella mantuvo una relación pasional antes de iniciar la profesional. Cuando rodaron juntos, lo suyo era agua pasada y, por entonces, eran (y siguen siendo) excelentes amigos.

La semilla del diablo

En esta nómina no podía faltar Mia Farrow. Woody Allen y ella compartieron 13 años, pero en ningún momento convivieron . De hecho, apenas pasaban noches juntos y durante los veranos se separaban y cada uno iba a su aire. La primera vez que la vio la describió como una chica guapa, atenta, inteligente y simpática. Vamos, más completa que una baraja. No sabía entonces lo que escondía detrás la actriz de «La semilla del diablo».

Provenía de una familia cuya lista de abusos y taras era más larga que la declaración de Hacienda de Bill Gates. Él, con su miopía para la psicología, la única disfunción focal que tiene, no reparó que esa mujer era más compleja que una novela de Faulkner y que su serenidad daría miedo a Stephen King. No percibió, por supuesto, ninguna de las señales que a cualquier otro le hubiera hecho distanciarse ni le preocupó esa prole de siete hijos, cuatro de ellos adoptados que ella traía consigo.

SOLEDAD Y TRAICIÓN DE LOS ACTORES
La segunda vez que se acusó de violación a Woody Allen ha supuesto casi su fin. Los actores le dejaron de lado y muchos de ellos anunciaron públicamente que se arrepentían de haber rodado con él. Entre ellos, con un cinismo casi intolerable, Timothée Chalamet, actor de «Call me by your Name», quien lo rechazó para evitar su candidatura a los Oscar, como revela el cineasta.

La descripción de su relación evoca a «Christine», de John Carpenter. Cuenta su labor como padre con Moses y Dylan y revela que ella no incluyó su nombre en el certificado de nacimiento de Satchel, su supuesto hijo. Y aquí comienza una verdadera «horror movie». Woody atisba por esa época que Mia Farrow trata a los «hijos adoptados» como «ciudadanos de segunda categoría». Afirma que le gustaba «adoptar» porque «le encantaba la reputación de santa que le confería y los comentarios públicos de admiración». Añade que «algunos de sus hijos fueron arrestados por robar» y «que dos de sus hijos adoptados terminaron suicidándose. Un tercero contempló esa posibilidad y una hija adorable que tuvo que enfrentarse a un diagnóstico positivo de VIH con más de treinta años terminó abandonada por Mia y murió de sida en un hospital una mañana de Navidad sin nadie a su lado».

Él entrevió demasiado tarde ese ambiente que prevalecía en la casa de Mia e incluye un relato del propio Moses, uno de los hijos de ella: «Fui testigo de cómo a algunos de mis hermanos, algunos de ellos ciegos o físicamente impedidos, los arrastraba por las escaleras, los arrojaba dentro de un dormitorio o un armario y luego cerraba la puerta desde fuera. Incluso llegó a encerrar a mi hermano Thaddeus, parapléjico por la polio, en un cobertizo exterior toda la noche como castigo por una falta menor». Este testimonio fue corroborado por las mujeres que trabajaban en la casa. La atmósfera que primaba era de castigos físicos y psicológicos, aparte de que de vez en cuando sobrevolaba por el salón algún objeto dirigido a un niño.

Soon-Yi, la actual mujer de Woody Allen, fue la única que se reveló contra su madre: ella sufrió en sus carnes su ira y sus castigos. Al no aprender el inglés más rápido, su madre la colgaba boca abajo, la balanceaba y «la amenazaba con internarla en un manicomio».

En una ocasión se rompió un hueso del pie y Soon-Yi tuvo que ir sola al hospital, porque Mia Farrow se negó a acompañarla, y con la orden de que jamás se hiciera una radiografía. Solo la llamada de un doctor impidió semejante dislate.

Soon-Yi aprendió a encargarse de las tareas del hogar y a ayudar a sus hermanos. Al principio le caía mal ese cómico con gafas que hacía películas y sacaba a su madre a cenar. Pero poco a poco congeniaron, luego se enamoraron y al final los descubrieron por una fotografía de Soon-Yi subidita de tono que Mia vió en el apartamento de Allen. Lo demás se sabe. El escándalo.

La acusación de que había violado a su hija Dylan (que dos comisiones de investigación la desestimaron) y la segunda acusación. Dylan creció con la idea, que le inculcó Farrow, de que Allen la había violado. Esas palabras, en los tiempos del #MeToo, resucitaban la polémica y resultaron devastadoras para él.

WEINSTEIN Y UNA BUENA ACTRIZ
Woody Allen es claro: conoce a Harvey Weinstein, pero jamás produjo una sola de sus películas, entre otros motivos, argumenta, porque está habituado a intervenir en el resultado de los filmes y Allen jamás lo tolera. Sí reconoce que le ayudó a distribuir sus cintas, pero, se deduce, ahí empieza y acaba su relación. O, al menos, no da más detalles de ella. Lo que sí reconoce es lo buena actriz que resultó Mia Farrow en sus filmes y expresa una admiración clara hacia Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. Mantuvo un encuentro con ellos en una ocasión y todavía no se explica cómo lo pudieron incluir al lado de esos dos gigantes que tanto admiraba.
Woody Allen cuenta cómo suele rodar sus películas: va al plató, rueda, no toma recursos y, en cuanto puede, se larga a su casa. No está interesado en nada más. Lo demás lo resuelve en la sala de montaje. En sus contratos hay una sola cláusula inamovible: él es el que tiene el control completo de la cinta, desde el principio hasta el fin. De la lectura de su autobiografía se deduce que jamás se consideró un gran director y que siempre le dieron igual los premios que recibiera una película. Siempre se muestra perplejo por las críticas y la apreciación del público. No entiende que hayan tenido éxito en taquillas que él siempre ha considerado muy malas, sino vergonzosas y que otras, que admite como muy buenas, pasaran de puntillas. Cuando se le pregunta por la posteridad, dice: «Más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa».