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«Trópico de Cáncer», de Henry Miller

El escritor escandalizó a la sociedad de su tiempo con una obra hecha desde la sinceridad que abordaba el sexo sin usar cómodos sinónimos
La Razón

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«Ya nadie escucha. Es imposible pensar y escuchar. Imposible soñar ni siquiera cuando la propia música es un mero sueño». Henry Miller, un dandi de la mala fama, un «bon vivant» del anarquismo, un escritor que hizo de la sinceridad pura obscenidad. Ya no eran los tiempos parisinos de los Hemingway y los Fitzgerald y otros tantos de la «Generación perdida». Miller fue como un epígono atronador y violento, una especie de Yavé dispuesto a inundar de nuevo el mundo con su iracundia. Cayó en París y convirtió la pobreza en pura bohemia; la literatura, para él, era un vómito de la conciencia. Pertenece a la genealogía de autores que consideran que la realidad está hecha para contarla y las palabras para describirla. Y no importa a quién le duela o le moleste. Que se aguanten.
«Puede que no se la follara, pero a lo mejor ella le dejó que le metiera un dedito... con esas tías ricas nunca sabes lo que pueden querer que les hagas». Sí, no hace falta ni mencionar de dónde proviene la frase. Cualquier lo puede medio intuir. Pero si insisten, se dice: «Trópico de Cáncer» (1934), uno de esos libros que todavía arrastran el marchamo oscuro de su leyenda a pesar de la solera de tiempo que ha transcurrido desde su publicación. Unas páginas que resultaron un disparo en medio de la jeta de los que vivían complacidos, entregados a la hamaca de sus comodidades, como encantados de sí mismos y sus oropeles burgueses. Henry Miller en esa época residía en ese París a punto de caramelo para la invasión nazi. Corría el año 1931 y apenas quedaban ocho para que comenzara la Segunda Guerra Mundial y en los bulevares desayunaban los mariscales de la Gestapo.
Maestro Emerson
Miller jamás tuvo claro qué narices hacía en esa ciudad. Pero ahí estaba, currando y escribiendo. Rodeado de pobreza, de unas vidas inmersas en miserias y otros acondicionamientos sin lustre. Así que dejó fluir lo que le pasaba por la cabeza y empezó a contar lo que vivía, lo que veía, lo que pensaba. Un loco, vamos. Tomó por pretexto una frase de Emerson: «Estas novelas darán paso, con el tiempo, a diarios o autobiografías: libros cautivadores, siempre y cuando sus autores sepan escoger de entre lo que llaman sus experiencias y reproducir la verdad fielmente». Y él respondió a esa llamada con la dedicación de un discípulo bien entrenado.
El resultado fue una novela que se tuvo que publicar bajo cuerda, casi a escondidas. Lo consiguió gracias a su amante, Anaïs Nin. Fue un éxito inmediato, aunque no de esos que se anuncian en los escaparates. Muchos se escandalizaron. Entre ellos, los pudientes y conservadores Estados Unidos de la época. Lo suyo iba más en la línea de Scott Fitzgerald, niñas bien que se divertían con copas de champán. La depravación, pero sin mencionar. Pero Henry Miller era un tiburón blanco, un animal de dentellada brutal que no se amilanaba con moralidades del tres al cuarto. En su país, para leerlo, tuvieron que esperar hasta 1961.

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