«Siegfried»: Naturaleza ausente
El Teatro Real acoge la ópera de Wagner, con Robert Carsen como director de escena y Pablo Heras-Casado como director musical
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Por fin aparece el héroe, el elegido, el forjador de la Espada, el hijo de la naturaleza. Un aspecto que Wagner cuidó mucho en esta especie de alegoría. Hay que descubrirse ante el trabajo tímbrico sobre base armónica e instrumental, que consigue esplendentes y maravillosas texturas orquestales, de un riquísimo colorido. Y ahí es creemos que por donde cojea un tanto la dirección musical de Pablo Heras-Casado, que si bien consigue exponer con claridad la mayoría de los «leitmotiven» y sus continuas combinaciones, imbricaciones y superposiciones, se encuentra con pasajes no siempre adecuadamente rematados, así el esencial del despertar de Brünnhilde rodeado por los motivos de la Invocación al sol, a la luz, al día. En este caso las esplendentes figuraciones de las cuerdas quedaron sepultadas.
En todo caso, el maestro granadino mantuvo el pulso y sostuvo sin pestañear, sin evitar una cierta rudeza, el complejo entramado rítmico, de tal manera que todo discurrió con el debido orden. En el que entraron con solvencia y entrega la mayoría de los cantantes, sobre todo un sólido y contundente Andreas Schager, un tenor lírico «spinto», con ribetes de heroico que no tuvo ni un fallo, más allá de un par de flemas. El timbre no es bello, pero la voz corre y funciona en el agudo mejor que bien. Wotan fue de nuevo Tomasz Konieczny, de voz desigual y un tanto nasal y metálica. Estuvo al menos decoroso, sin el empaque necesario. Bien el Mime de Andreas Conrad, un buen caricato, flexible y decidor, muy exagerado por mor de la concepción escénica. Aún más histriónico y apayasado –y borracho– el Alberich de Martin Winkler, de voz tonante y fácil falto de oscuridad dramática. Aceptable el Fafner de Jongmin Park, robusto y penumbroso, aunque de emisión «cupa». Bien, sin más, demasiado clara, la Erda de Von Damerau, convertida aquí en asistenta de Wotan. Leonor Bonilla fue un Pájaro del bosque demasiado frágil y tembloroso. No pareció encontrarse a gusto. Ricarda Merbeth, que no es propiamente una soprano dramática, fue una Brünnhilde esforzada, de agudo destemplado y gritón. En momentos en los que el foso funcionó estupendamente.
El montaje de la Ópera de Colonia se refugia en lo feo, oscuro y menesteroso, a ras de tierra, lo que nos priva de buena parte de los significados, de su proyección emocional. Carsen deja de lado algunos de los valores que hasta hace poco venían defendiéndose y que ponían el acento sobre todo en la toma de consciencia de un personaje, del hombre nuevo, la criatura bella y vigorosa que tendrá como misión reconquistar el oro. Salvamos el primer acto, en un paraje desolado, el típico situado al lado de un colector. Lo menos convincente es el segundo, que recoge un panorama de árboles tronchados en un secarral. Lo menos indicado para reflejar la presencia de una naturaleza en la que ha de embeberse y conocerse el héroe. Fafner es una excavadora. Toda esa escena de aprendizaje queda así borrosa. La inocencia de Siegfried solamente se adivina. El tercer acto es una desangelada explanada en la que yace la heroína rodeada de las armas de los héroes muertos. Triunfo final excepto para la escena.