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Muere Antón García Abril, la banda sonora de nuestra vida

El compositor fue uno de los fundadores del grupo Nueva Música y deja más de mil obras registradas. Su obra sinfónica pasa por obras para orquesta, cantatas, conciertos y música de cámara
EUROPA PRESS
La Razón

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Azarías aún lloraba por la milana que el señorito Iván había matado por capricho, y desde la copa de un árbol lanzaba una cuerda para colgar a pulso a Juan Diego, en una imagen cruda que ha quedado grabada en el imaginario de toda una generación. En primer término sonaban unas percusiones casi tribales y un sencillo patrón melódico reiterado que ayudaron a marcar a fuego esa escena donde Paco Rabal vengaba a todos los espectadores en Los santos inocentes. No fue la única. Aquella sintonía atávica y telúrica, que nos acercaba a ras de cielo al águila real o al lobo en El hombre y la tierra, o el coqueteo sambero con citroen 2cv incluido y Gracita Morales al volante en Sor Citroen... Y es que pocos compositores pueden estar tan ampliamente representados en la memoria sentimental de un país como Antón Garía Abril, autor de tantas músicas indispensables en la línea temporal de la España del último medio siglo largo, y que murió ayer en Madrid, a sus 87 años.
Es difícil conectar con el público como él lo hizo, y el mérito no es sólo de las facilidades de difusión que trae consigo la gran pantalla. Su estilo depurado, su apuesta por una tímbrica siempre seductora y su magnetismo rítmico también ayudaron. Pero quizás el factor decisivo fue su obsesión por comunicar, por que la música fuera una realidad tangible para tantos con una conciencia instrumental que la hiciera trascender con independencia del medio que la sostuviera, fuera una sala de cine o un escenario de auditorio. No se privó de acercarse a cualquier forma musical que tuviera sentido en su cruzada por las distancias cortas con el oyente: ballet, instrumento solista, sinfónico, ópera, concierto, música de cámara, lied y un largo etcétera. La imbricación entre la curiosidad y su visión poética del arte elaboraron su dialecto personal.
García Abril hablaba de despojarse de lo innecesario, de asirse a una realidad melódica, de sustentarse en lo sencillo siempre y cuando la sencillez provenga de un proceso de decantación del conocimiento. Una especie de delectación de la técnica, si quiere entenderse así. Era un paralelismo con su propia vida profesional, desde sus tiempos de vanguardia a finales de los cincuenta como integrante del grupo Nueva Música (con Luis de Pablo o Cristóbal Halffter, entre otros) hasta su sistemática reinvención década tras década.
Los dos grandes espacios musicales madrileños, el Auditorio Nacional y el Teatro Real, se inauguraron (o reabrieron) con su música. El primero en 1988 con la cantata para soprano y orquesta de cuerda Salmo de Alegría para el siglo XXI, dedicada a Montserrat Caballé y con texto de Rafael Alberti; el segundo en 1997 con su ópera Divinas Palabras, una de las alegrías más grandes de su vida profesional, como él mismo confesaba. Pero sus grandes obras están probablemente por sonar, como le ocurre a todo aquel que apuesta por la docencia. Una ingente cantidad de compositores han crecido bajo su magisterio, ya fuera desde la cátedra de composición del RCSMM (el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid) o de la Escuela de Altos Estudios Musicales en Santiago de Compostela. Tres generaciones de creadores llevan diseminado en sus pentagramas su credo artístico.
Se citarán muchos premios y galardones recibidos en su vida en los próximos días, pero no es necesario aquí recordarlos, porque bastaba con ver la cola que se formaba alrededor de su butaca cuando acudía a un concierto para entender su lugar en el mundo. Intérpretes reconocidos o anónimos, críticos sarcásticos o acomodaticios, melómanos de todo grado y gestores se acercaban a saludar al «maestro». Y nadie preguntaba «¿qué maestro?». No se me ocurre mejor reconocimiento.

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