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El atlas Mercator Hondius, de 1630, recoge el continente americano, que descubrió España

La batalla cultural por la historia de España comenzó en el siglo XV

El libro «Los padres de la Historia de Castilla (1476-1688)», de Alfredo Alvar y Gonzalo Gómez, es una reivindicación de la Historia profesional en una época de aficionados y sectarios

No hay nada más falso que decir que la Historia la escriben los vencedores. Los historiadores no cesan de reescribir y reinterpretar el pasado, de encontrar datos nuevos o de aplicar nuevas perspectivas y ciencias auxiliares. No hace falta poner como ejemplo la Guerra Civil, aunque evidencia otro de los usos de la Historia, que es la política. De esta manera, no solo influye el contexto del historiador, su mentalidad y creencias, incluso el pagador o el público, sino también la utilización de dicho relato por parte de un político o una institución.

La profesionalización del historiador se suele fechar a finales del siglo XIX, hasta entonces, incluso hoy, muchos escritores y aficionados se acercan a la disciplina histórica. No obstante, son pocos los innovadores; esto es, aquellos que imprimen un método que cambia la forma de acercarse al pasado. El descubrimiento de ese giro es obra de investigadores posteriores, que aportan un conocimiento extraordinario al saber no solo histórico, sino cultural y de las mentalidades. Ese es el trabajo que han hecho Alfredo Alvar, reputado historiador, y Gonzalo Gómez García, que es uno de sus discípulos.

La obra se titula «Los padres de la Historia en Castilla (1476-1688)», aunque, en realidad, los autores hubieran preferido titularlo los «Demiurgos de la Historia». Felizmente les disuadió la editora de la prestigiosa Revista de Historiografía de la Universidad Carlos III de Madrid. Sin embargo, el sentido es el mismo. Alvar y Gómez García hablan de los historiadores, eruditos y cronistas, que moldearon y eliminaron impurezas de una disciplina con visos de científica. Se refieren a aquellos que en la búsqueda de la verdad y la razón desecharon mitos y leyendas para, basándose solo en los documentos, sentar los hechos conocidos. Fue una auténtica revolución historiográfica.

Estructura de poder

La separación entre el mito y la Historia ha sido decisiva para dar valor a uno y a otra. Como afirmó Mircea Eliade, el mito es una forma de acercarse al pasado ontológico, a las creencias y mentalidades, a la sociabilidad y a la estructura de poder. La Historia es el acercamiento a la realidad de lo que pasó. Y eso solo puede basarse en documentos. Qué importante es esto incluso hoy para esta disciplina, cuando el relato histórico se hace acompañar de un alegato político. En muchas ocasiones el historiador los une a un presupuesto condicional, a una ucronía volitiva, como cuando se lee: «Si hubieran gobernado los progresistas con Isabel II», «si los países democráticos hubieran ayudado a la Segunda República en la Guerra Civil española» o «si se hubiera proclamado la Tercera en 1975».

Los historiadores que recogen Alvar y Gómez García son de los que hicieron ciencia, o eso pretendieron. Limitan temporalmente su obra entre 1476, cuando Juan de Flores fue nombrado cronista, y 1688, el momento en el que Luis Salazar y Castro publicó sus «Advertencias históricas». Inicio y consolidación. Un estudio sobre el avance de la ciencia histórica de dos siglos supone un mérito impagable. Esto es especialmente cierto si, además, se comprueba que Alvar y Gómez García han situado a sus autores entre sus hitos como descubridores y su contexto personal. Se han adentrado en la personalidad de los autores a través de su correspondencia y otros documentos, y comprobado que la mejor forma de acercarse al pensamiento del historiador es leer el prólogo de su libro. El trabajo, además, tiene más mérito porque no todas las obras fueron publicadas. Hablamos de un tiempo en el que ver convertido un manuscrito en libro no era sencillo. En definitiva, han cumplido con la ambiciosa empresa de reconstruir la formación intelectual de cada uno de los historiadores.

Una invención

Al igual que pasa en la actualidad, Alvar y Gómez García no consideran que todos esos autores fueran iguales. Diferencian al «historiador-científico», que se caracteriza por trabajar según un método y usar ciencias auxiliares, como la Geografía o la Filosofía. Este sería hoy el modelo académico más frecuente. Por otro lado observan al «erudito» u «homo humanitas», que es el que usa la Historia para una comprensión y explicación general del hombre. Por último, hablan de los «cronistas-eruditos», que se limitaban a recopilar los hechos históricos sin darles una interpretación. Hoy habría que sumar a los polemistas, que utilizan la Historia para la polémica o la denuncia, y a los divulgadores, más comerciales. En la obra de Alvar y Gómez resulta fascinante la explicación del motivo que encuentran para crear una ciencia histórica en España. Los protestantes iniciaron una escuela que establecía una continuidad histórica desde Cristo al luteranismo, dejando al catolicismo como una alteración del curso natural. Para contar esto los autores rescatan a algunos historiadores, como Onofirio Panvinio, que dieron lo que hoy llamamos «batalla cultural». El objetivo era construir una narración irreprochable por estar basada en la documentación, lo que hizo abandonar el relato sin citas ni referencias. Era un uso de la Historia, claro, que diferenciaba conscientemente el discurso político del histórico, cosa que no ocurría entre los luteranos. Un ejemplo palmario es la «Leyenda negra» de España, que no es más que una invención sin apoyo documental, pero que tuvo éxito, como atestiguan los trabajos de Ricardo García Cárcel o «Imperiofobia y leyenda negra» de Elvira Roca Barea.

Esa época de innovación es la de Esteban de Garibay, en el reinado de Felipe III, historiando España desde la monarquía, y de Juan de Mariana, que dio inicio a la más famosa «Historia de España», continuada a su muerte por otros historiadores y escritores hasta bien entrado el siglo XIX. Es en ese momento cuando se refuerza la idea de la Historia de España, para lo cual existieron, entre otros, la «Junta de cronistas» de Páez de Castro o los proyectos, ya en el reinado de Felipe IV, de Nicolás Antonio y Sálazar y Castro.

No solo fue una crónica de España a través de sus reyes, sino un reflejo del reino, del país, de la América española, con una visión global que contenía un sentido histórico y de civilización. No hay que olvidar que sin los historiadores españoles en América se habría perdido la cultura precolombina, porque se dedicaron a codificar sus idiomas, historia y cultura. Además, las referencias a los sabios de Grecia y Roma y a sus obras que hicieron aquellos historiadores no eran solo un ejercicio de erudición, sino el encaje de España en la civilización occidental. De esta manera, se puede concluir que la disciplina histórica en nuestro país arranca en realidad en el siglo XVI. Alvar y Gómez García se sienten herederos de aquellos «Padres» (o «Demiurgos») cuando buscan documentos originales, los cotejan con otros conocidos, extractan lo importante y redactan con un sentido interpretativo. Esto precisa el aprendizaje de un método de trabajo, que existan maestros y discípulos, tiempo, paciencia y mucho trabajo. Todo para buscar la verdad, sin más prejuicios que los naturales, sin más condición que el contexto, al objeto de contestar a preguntas de nuestro tiempo.

Alvar y Gómez García acaban su obra de una forma agridulce. Dicen que el mundo historiográfico está hoy en decadencia porque los intereses y las formas son otras. Es un «todo vale», dicen, que ha desplazado la aventura del historiador cuando se sumerge en el pasado por un guirigay superficial, repetitivo y atronador. Pero los dos autores no se dejan acogotar en esta profesión tan vocacional y escondida, y apelan a la fascinación de «hacer ciencia y divulgarla».

La policía de la «memoria histórica»
La Historia de España del padre Mariana fue la obra histórica más importante hasta que apareció Modesto Lafuente, que revolucionó la narración. Mientras que la primera era una recolección científica de los acontecimientos, la segunda tenía una intencionalidad política: demostrar que el «fin de la Historia» de España era la monarquía constitucional y liberal que el país se había dado tras la Primera Guerra Carlista. Los tomos de Modesto Lafuente estuvieron en las casas de los burgueses como signo de distinción, cultura y modernidad, y el éxito editorial hizo que a su muerte la obra fuera seguida, entre otros, por Antonio Pirala, Andrés Borrego y Juan Valera. Aquel panorama era libre, abierto a interpretaciones, en comparación, por ejemplo, con el que hoy denuncian Guillermo Gortázar, Moral Roncal, Cuenca Toribio, Bullón Mendoza y González Cuevas en «Bajo el dios Augusto», relatando las dificultades que encuentran en el mundo académico muchos historiadores ante la vigilancia de los «guardianes parciales» de lo políticamente correcto y de la «memoria histórica».