“Isabella”: todas las sombras del color púrpura según Matías Piñeiro
El director argentino estrena en España “Isabella”, con María Villar y Agustina Muñoz, después de ganar en la sección Encounters del Festival de Berlín y triunfar en Mar del Plata
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Cuenta Matías Piñeiro (Argentina, 1982) que esta semana estaba bajando el ascensor de la duodécima planta de su edificio y domicilio bonaerense cuando, en la octava, una señora boliviana se subió al mismo para continuar el descenso hasta la calle. “De repente, me preguntó si yo era el que vivía en Nueva York. Yo le dije que sí, claro, porque a veces me confunden con mi hermano que también vive fuera de Argentina. Sin mediar palabra y en los ridículos 15 segundos de trayecto, la señora no paró de soltar mierda sobre Joe Biden, diciendo que era un comunista y que qué mal que estaba todo allá, que era horrible. No sé qué significa, pero hace tiempo que no veía a la gente tan enojada. Sobre todo con algo que apenas conocen”, explica a medio camino entre la ironía y la sorpresa el director, que estos días, entre el Festival D’A de Barcelona y la Cineteca de Madrid, estrena su nueva película: “Isabella”.
De un ritmo mucho más sosegado, pero con la exigencia que se le presupone a un realizador que es capaz de disertar en directo sobre el estado actual de la industria en la entrevista telemática con LA RAZÓN, su película cuenta la historia de dos amigas de toda la vida que, perdidas por aquello del tiempo, se reencuentran en la audición del mismo papel, la Isabella de “Medida por medida” de William Shakespeare: “A mí siempre me interesó su obra desde la lectura, desde lo argumental, porque al fin y al cabo no soy actor”, añade Piñeiro antes de continuar sobre el complicado desarrollo de su proyecto: “Esta película la filmé a lo largo de dos años, por la manera en la que mi vida en Estados Unidos complica cualquier cosa que haga en Argentina. Esas limitaciones, también presupuestarias, dejaron también mucho hueco para la reflexión y para dirigir como a mí me gusta, que es filmando y luego viendo el metraje, para saber hacia dónde vamos y qué quiero contar, sobre todo de qué manera”, añade.
La exigencia como cualidad
Después de arrasar en el Festival de Mar del Plata, con los premios a Mejor director para Piñeiro y Mejor actriz para María Villar y hacer lo propio en Berlín, en la sección “Encounters”, la película argentina ha ido encontrando su hueco alrededor del globo en ese circuito que ya existía pero que la pandemia ha hecho evidente, cinetecas y filmotecas mediante, para esas películas más pequeñas hacia las que estamos mirando desde que comenzó el encierro: “Antes de la pandemia, teníamos previsto que la película se viera en Italia, un mercado bastante complicado sin actores conocidos. Eso se terminó cayendo, pero luego han salido oportunidades en mercados como Japón o México, en los que nunca hubiera imaginado que interesaría, o incluso en Estados Unidos, donde hemos conseguido distribución y, de verdad, generar interés en el público”.
Sobre el cambio de paradigma industrial, ese que parece encaminado a reservar las salas para los grandes estrenos, las plataformas para los más ínfimos y acabará desterrando la clase media, Piñeiro ofrece su propia opinión: “Esta película, “Isabella”, estaba pensada desde el principio para las salas, por esa combinación de colores, el cuadro en cuadro de rectángulos y esa necesidad de oscuridad y silencio, esa exigencia con el espectador que atrapará a algunos y hará que otros salgan corriendo, claro. Entonces se genera una tensión que es imposible mientras te estás haciendo una chuleta, escribiendo un Whatsapp o estás medio desnudo porque vienes del baño”, añade con sorna antes de seguir: “Soy el primero que ve películas en el móvil (celular), pero creo que esa experiencia de la sala solo puede ayudar a la película. Yo tampoco soy alguien que necesite la sala ya, no soy Marvel, así que agradezco que festivales como el D’A puedan mezclar ambas cosas”.
Entre morados, sombras púrpuras y piedras de los ríos de la región argentina de Córdoba, Piñeiro construye en su película una especie de relato desordenado sobre la sororidad y el paso del tiempo. No es tanto narrar en clave social, con esas dos amigas que se encuentran en momentos totalmente distintos y envueltas en dinámicas de clase opuestas, sino elevarlo hasta casi lo onírico y, a través de narraciones en las que se mezcla el recitar de los textos de Shakespeare con la propia pulsión ensayística de la película y sus actrices, conseguir que la catarsis huya de la identificación y escape hacia casi lo detectivesco, permitiendo que el espectador vaya armando en su cabeza el propio relato.
Entregado desde siempre a la causa metafílmica, Piñeiro defiende sus decisiones respecto montaje: “No entiendo una película sin verla, entonces lo primero que hice al terminar de rodar fue imprimirme todos los planos. Al final, acabé como con una especie de libro de animación con todo lo que iba teniendo la película y ahí tomamos las decisiones sobre el montaje. Creo que eso ayudaba al juego de asociaciones que es el todo al final, en el que el metalenguaje, el metacine y el metateatro ayudan a que el espectador vaya deshilando la historia, incluso aunque no se trate de una linealidad al uso”, remata.