De Agustina a Francisco: el pueblo contra el francés
Daniel Aquillué documenta los feroces asedios a Zaragoza y la empecinada resistencia de nombres anónimos, más allá de la de Agustina Saragosa i Domenech, que entorpeció los planes del ejército napoleónico
Creada:
Última actualización:
«La batería del Portillo había sido arrasada por la artillería francesa. Varios cañones habían quedado desmontados, los muros arruinados, los artilleros y paisanos muertos, heridos o moribundos (…) Parecía que la infantería napoleónica iba a tomar aquel punto y entrar a la ciudad». Pero apareció una mujer que llegaba a primera línea con suministros; observó que se acercaba una columna de soldados y vio un gran cañón de 24 libras que apuntaba hacia ellos. Supuso que la pieza estaba cargada pues junto a ella yacía un artillero con el botafuego encendido y despreciando el peligro de ser acribillada «acercó la mecha al oído del cañón, prendió la pólvora y una lluvia de metralla salió disparada hacia los soldados enemigos que se encontraban a pocos metros (...) Inmediatamente llegaron refuerzos españoles. El ataque napoleónico quedó frenado». El famoso suceso ocurrió el 2 de julio de 1808, el ataque trataba de tomar Zaragoza y la defensora, emblema de la resistencia, era Agustina Saragosa i Domenech, de 22 de años, a la que el capitán general de Aragón, José Palafox, nombró allí mismo sargento de infantería, con derecho a soldada, dejándonos, además, el retrato de la heroína: «No era guapa, pero era atractiva, era alta y de gran vivacidad, un poco morena y bien hecha».
A recordarnos el famoso hecho, los feroces asedios a Zaragoza y lo mucho que su empecinada resistencia entorpeció los planes napoleónicos llega la investigación de Daniel Aquillué: «Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza 1808-1809» (La Esfera de los libros), un joven historiador zaragozano, que creció leyendo los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, que se empapó en la literatura de la epopeya y que soñó con contribuir a ella mediante una visión novedosa. Lo ha conseguido, con una excelente síntesis del comienzo de la Guerra de la Independencia, los arteros proyectos napoleónicos, la desastrosa política de Carlos IV y Fernando VII, la reacción española, tan valerosa como caótica, la amalgama de intereses y sentimientos de los españoles que al grito de «Dios, Patria y Rey» se jugaron la vida emprendiendo una resistencia desesperada. Pero, sobre todo, el libro, es un original relato de los asedios, en los que vemos combatir, sufrir, morir y, también, dudar o desertar a los aragoneses de 1808. La resistencia aparece protagonizada, a veces desordenadamente, por personajes reales, como el carretero Francisco Riera que transportaba municiones y que, viendo a la infantería francesa a punto de tomar una posición «salvó la munición y retiró a los heridos que pudo» o como el auxilio a los 500 enfermos y 2.000 heridos del hospital de Nuestra Señora de Gracia, batido por las granadas francesas, que fueron salvados por decenas de civiles y religiosos, con nombre y apellidos, mientras el resto rechazaba los asaltos, o como aquel padre, responsable de una posición, que la abandona dejando a su hijo al mando, pero ante la llegada del enemigo se presenta la madre, se lleva al hijo y se abandona la defensa. Este muestrario humano ofrece al lector un panorama tan comprensible como vívido de los sitios, que fueron con Bailén y El Bruch el toque a rebato que impidió a los ejércitos franceses el control de España y la consolidación de José Bonaparte en el trono.
Las cosas sucedieron así: en 1806 Napoleón Bonaparte era dueño de Europa, salvo Rusia y Gran Bretaña. Como no pudiera imponerse a los británicos, dominadores del mar tras la derrota franco-española de Trafalgar (1805), intentó reducirles con un «Bloqueo continental» (1806), que impediría el tráfico comercial con Inglaterra. Clave en el bloqueo era la Península Ibérica, con España como aliada y con Portugal, aunque incapaz de enfrentarse a Napoleón, esquivando sus demandas. Se llegó así al Tratado franco-español de Fontenebleau (1807) que acordó invadir Portugal y dividirlo en tres partes que compensarían a la familia italiana de Carlos IV, a la monarquía española y proporcionarían un reino a Godoy en El Algarve. Para atacar Portugal atravesó España un Ejército francés que estableció guarniciones en su camino (Pamplona, Burgos, Madrid).
Una monarquía inútil
Pero el emperador ya había advertido que la precaria monarquía de Carlos IV no le era de utilidad alguna, de modo que decidió eliminarla y convertir España en satélite de Francia bajo un rey de su familia, y mientras maduraba sus planes, envió unos 65.000 soldados a la Península. Siguió el motín de Aranjuez (marzo 1808) por el que el Príncipe de Asturias se convirtió en Fernando VII. En mayo, con todo el país convulsionado por la creciente presencia de tropas francesas (se multiplicaron los incidentes, con 174 franceses asesinados en marzo/mayo) el nuevo rey fue atraído a Bayona por el Emperador, donde los días 5 y 6 de mayo, tanto él como su padre abdicaron en favor del propio Napoleón que cedería la corona a su hermano José. Aunque parte de las estructuras políticas españolas se plegaron al dictado napoleónico (dando lugar a los afrancesados), muchas instituciones y la mayoría de las corporaciones municipales en las zonas más alejadas del poder militar francés (Galicia, Cataluña, Valencia, Andalucía, Aragón) se opusieron y levantaron ejércitos con los pocos soldados profesionales que quedaban, con el voluntariado popular y la requisa de armas y dinero, además de lo que comenzó a enviar Londres. En este proceso, Zaragoza se convirtió en paradigma porque su resistencia parecía suicida: era el centro de una comarca agrícola sin autoridades bien definidas, sin guarnición, ni fortificaciones significativas y, peor, estaba cerca de las vías francesas de comunicación y era un importante nudo de comunicaciones este-oeste por el valle del Ebro.
Con muy escasos medios materiales Aragón levantó un ejército de dos millares de soldados, escasa caballería y cerca de 30.000 paisanos que en su mayoría no sabía manejar un fusil. Faltaban armas, munición, ropa, calzado, alimentos y dinero y con esos mimbres, mucho entusiasmo y la entrega de varias de decenas de personajes, que gracias a este libro ya tienen nombre y apellido, rechazaron en 1808 los ataques de la infantería francesa, la prestigiosa caballería polaca y la mejor artillería del mundo.
El 15 de junio, el general Lefebvre, que la semana anterior había desbaratado tres veces a los Tercios de paisanos, inició el ataque francés contra Zaragoza con unos 13.000 soldados, que se enfrentaban a poco más de cinco mil hombres armados, de los cuales apenas un millar estaba bien adiestrado. La sorpresa francesa fue enorme porque esta vez, tras tapidas de ladrillo, conventos y viviendas, los zaragozanos resistieron y no uno o varios ataques, sino ocho semanas. Napoleón indignado ante la ineficacia de su ejército, lo reforzó con varios millares de soldados y puso al frente al general Verdier, pero todo fue en vano: tuvieron la victoria a su alcance pero desperdiciaron la ocasión y en vez de eliminar los focos de resistencia muchos optaron por el saqueo dando tiempo a la reacción zaragozana que convirtió las calles en campos de batalla donde los franceses fueron masacrados por los escopeteros y la lluvia de macetas, ladrillos y piedras. Escasos de suministros y preocupados por el elevado número de bajas (unos 3.500, el 25% de sus efectivos) y la amenaza que pesaba sobre sus líneas de retirada, los franceses se marcharon.
Al llegar el otoño, la situación francesa en la Península era desastrosa: los levantamientos antinapoleónicos surgían por doquier y la eficacia de sus ejércitos se mostraba escasa y eso pese a la poca capacidad y diligencia de políticos y militares españoles envueltos en mil diferencias y celos. Por ello, el 2 de noviembre de 1808, Napoleón llegó a Bayona dispuesto a embridar la situación, seguido por 250.000 hombres de sus ejércitos vencedores en de cien batallas. Zaragoza fue elegida como objetivo de su venganza y como símbolo de la destrucción que aguardaba a cuantos se opusieran a su poder: en vísperas de la Navidad, el mariscal Lannes, en colaboración con lo más granado del generalato napoleónico y con 35.000 soldados (que superarían los 50.000), volvería a chocar contra el coraje de los aragoneses, como podrá leer con emoción en esta obra de Daniel Aquillué.
- «Guerra y chucillo. Los sitios de Zaragoza», de Daniel Aquillué (La esfera de los libros). 388 páginas, 22,90 euros.