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Caballero Bonald, un prosista disidente y rebelde

Más que una ideología, Pepe sentía las rebeldías.
Alberto R. RoldánLa Razón
La Razón

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Conocí a Pepe Caballero en 1974. Tenía yo casi 23 años y él casi 48. Era entonces un escritor que trabajaba mucho, porque tenía que sacar adelante una familia, con una mujer muy guapa, la mallorquina Pepa Ramis. Pepe me llegó por la amistad de Paco Brines, pues ellos en la época vivían literalmente al lado. Caballero acababa de disfrutar las mieles de su primer gran éxito literario, la novela «Ágata ojo de gato», que era barroca y acaso algo aún dentro de las renovaciones narrativas que había propiciado el ya no nuevo «boom» latinoamericano. Pepe (con ascendentes cubanos) se sintió cerca siempre de lo español de allá, cosa que me gusta. Siempre recordaba su etapa joven en Colombia. Lo cierto es que entre los narradores y poetas de la muy nombrada –luego– Generación del 50, Caballero Bonald, muy integrado en ella, era de los menos conocidos. Y a partir de «Ágata», y no poco tiempo, sería más conocido como prosista que como poeta.
Veo siempre como distintos al Pepe de los años 70 y 80 (todavía no plenamente reconocido) y al hombre ya mayor de los mediados 90 y adelante, cada vez más valorado y premiado. El Pepe trabajador de la pluma, y el Pepe con vagos aires de señorito andaluz –que no era–, izquierdista y jerezano. Aunque al principio dijera que Jerez era una de las ciudades más incultas de España. Su casa natal había sido derribada (le molestó), pero en ese solar se terminó edificando su Fundación, que era muy cuidada. Aunque Caballero Bonald sufrió y gozó ese peculiar rasgo gerontófilo de la cultura española, que mima a los viejos y descuida a los jóvenes, en su caso había una certeza: la obra (y más en la poesía) de Pepe Caballero ganó notablemente con los años. Sus libros primeros, desde «Las adivinaciones» (1952) hasta «Descrédito del héroe» (1977), donde empieza para mí su mejor lírica, quedan globalmente algo por debajo de su obra de madurez, casi vejez, como «Diario de Argónida» (1997), del que escribí encantado, o «Manual de infractores» (2005), cimas de su obra poética, creo, recogida toda en el tomo «Somos el tiempo que nos queda», octubre de 2007. Al tiempo, Pepe seguía siendo un consumado prosista disidente y rebelde, como le gustaba, y un rico memorialista (tres tomos en origen) con no poca ficción, como reconoció él mismo al titular el conjunto «La novela de la memoria».
Poeta y prosista consumado y consagrado (Premio Cervantes en 2012), Caballero terminó elegante y duro con sus coetáneos en «Examen de ingenios», su último libro si recuerdo bien, de 2015, donde le salió buen estilo y mal genio, que lo tenía. Pepe «in excelsis», al fin, hizo una bandera, no del todo justa pero brillante, de su frase: «Todo lo que no es barroco es periodismo». Se le dijo que había periodismo malo y bueno y asimismo buen y mal barroco, pues las palabras acumuladas ricas y vacías son un fardo. Él fue un barroco que se aplicaba al rigor, y sus amigos (a escondidas) imitábamos su acento «argónido» y las muchas veces que empleaba con gusto y deleite la voz «subrepticio», con rica pronunciación muy suya. Dos compañeros de generación muy notables y famosos antes que él eran amigos cuyas obras no apreciaba, Jaime Gil de Biedma más lejos, y muy cerca, amigo cercano de infinitas noches de copas, Ángel González. Amigo muy querido, poeta nada admirado, compartí noches y noches en el Oliver viejo, que ya no existe. Decía (era raro) que Ángel y él nunca hablaban de sus libros, pese a tanta cercanía real. Obviamente, Pepe podía suponer que Ángel tampoco apreciaría en alto su relativo hermetismo. Ángel era un devoto de Antonio Machado y Pepe Caballero (de nuevo con mucho respeto al hombre), no. Pepe Caballero Bonald era de izquierdas, cierto, y había sido natural antifranquista, pero lo que le gustaba más de lleno era cualquier forma de rebelión o disidencia. Más que una ideología, Pepe sentía las rebeldías. Quienes lo conocimos bien y en algunas épocas mucho, sabíamos que el Pepe más feliz y divertido era en una cena de pocos con buena manzanilla de Sanlúcar. Y el Pepe menos grato era el hombre enfadado, incluso algo violento, porque le subía la tensión.
Como sea se va (tras dos años muy retirado) un hombre singular, queridamente atrabiliario, gran prosista y gran poeta, pero mucho mejor en su alta madurez que en su juventud. Querido Pepe, releo algunas de tus dedicatorias que tanto aludían a los muchos años de vernos, desde las antiguas cenas en tu casa, en las que tú hacías el tocino de cielo: «A Luis Antonio, con los muchos y viejos amores de Pepe».