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Historia

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Las atrocidades nazis en el Valle de la Muerte

Una fosa común con quinientos cadáveres atestiguan la barbarie del Tercer Reich a su paso por Polonia y muestran la limpieza étnica y de intelectuales que llevaron a cabo los alemanes

Las personas asesinadas son enterradas en uno de los cementerios de la ciudad
Las personas asesinadas son enterradas en uno de los cementerios de la ciudadFotoLa Razón

Un equipo de arqueólogos polacos, dirigidos por el profesor Dawid Kubialka, ha excavado en el lugar conocido como Valle de la Muerte, cerca de la pequeña ciudad de Chojnice, en la región de Pomerania y a unos cincuenta kilómetros del mar Báltico, una gran fosa común con los restos de unos quinientos polacos, asesinados allí, en el borde de una trinchera abierta por el ejército polaco en 1939 antes del ataque alemán. Kubialka, nativo de esa región, conocía desde niño ese valle, cien veces recorrido con sus amigos en sus andanzas. La denominación siniestra del valle, como sabía Kubialka, se debía a que los nazis utilizaron el apartado lugar para eliminar a cuantos polacos estorbaban a sus designios. En efecto, todavía existen en Polonia unos cuarenta lugares que cuentan con fosas comunes en las que se supone que se hallan los restos aún no hallados de los 60.000/70.000 civiles polacos asesinados por los Einsantzgruppen (grupos operativos) de las SS, es decir: cuadrillas de asesinos, que en 1939 eran esencialmente alemanes (luego los hubo también de otras nacionalidades), utilizados por las SS para eliminar a cuantos molestaban los designios nazis.

La fosa hallada ahora por los arqueólogos no pertenece, al parecer, a los asesinatos organizados para exterminar a la «inteligentsia (inteligencja)» polaca al comienzo de la guerra. Según los recuerdos de la época, en el Valle de la Muerte sí hubo fosas comunes de 1939/40, pero cuando la Wehrmacht tuvo que evacuar la región empujada por la ofensiva del Ejército Rojo, las SS organizaron la «limpieza» del lugar: exhumaron los restos y los quemaron para ocultar el crimen. Recuérdese que el año anterior la propaganda de Göbbels aireó el hallazgo de las fosas de Katín, donde los pistoleros de Stalin asesinaron a unos 16.000 patriotas polacos y aunque a finales de 1944 ya había perdido la guerra, Berlín aún trataba de ocultar sus crímenes. Los restos ahora hallados por los arqueólogos deben de pertenecer a una columna de unos seiscientos patriotas polacos capturados por los alemanes en sus combates de retirada hacia el oeste a finales de 1944 y asesinados después de la «limpieza» mencionada.

Terminar con la «intelligentsia»

Para entender esta atroz historia debe recordarse que en la Polonia ocupada por los alemanes en 1939 se organizaron dos tipos de administración: la franja oeste limítrofe con Alemania, la más germanizada, fue absorbida por el Tercer Reich; otra franja, denominada Gobierno General, fue controlada con puño de hierro por Hans Frank y una tercera franja, ocupada por la URSS de acuerdo con las cláusulas secretas del Pacto Ribbentrop-Molotov, fue también invadida por los nazis al atacar a la Unión Soviética en 1941.

Tanto en los territorios absorbidos por el Reich como en el Gobierno General la misión de los responsables políticos consistió en dominar a aquellos «odiados eslavos de desenfrenado carácter», encerrarles en su territorio, explotarles como trabajadores, expoliar todas sus propiedades, apoderarse del patrimonio del país y privarles de su identidad.

En el territorio asimilado al Reich se concentró a la población de origen alemán y a los polacos «racialmente valiosos», aquellos, si fuera posible, de tipología aria ¡altos, rubios y de ojos azules...si fuera posible! Vivían allí sólo 600.000 alemanes, nueve millones de polacos y 603.000 judíos. Estos fueron deportados o eliminados en apenas un solo año, pero los polacos constituyeron un problema mayor pues debería cribárseles en busca de antecedentes arios, eran imprescindibles en minería, agricultura, industria, comunicaciones y servicios y, además, debieron sustituir a los judíos deportados.

En la Polonia del Gobierno General, las circunstancias fueron bastante peores. Frank, pronto conocido como el rey de Polonia, estableció su residencia en el palacio episcopal de la ciudad de Cracovia. Marginando a Varsovia y abandonando sine die su reconstrucción, Hitler trataba, también, de anular los resortes políticos y espirituales del país. Para exterminar a la «intelligentsia» se ordenó el cierre de las universidades, los periódicos, las bibliotecas y los archivos y la detención de más de 60.000 políticos, intelectuales, religiosos, profesores, funcionarios y periodistas, que en gran parte fueron asesinados.

La hora de los asesinos

Para los niños se reservaba, según instrucción de Himmler, la escuela elemental: «El objetivo debe ser la enseñanza de aritmética sencilla, contar hasta 500 como mucho, escribir el propio nombre y enseñar que Dios manda obedecer a los alemanes, ser honrados, buenos trabajadores y bien educados. Parece innecesario enseñarles a leer».

Sobre ambos territorios polacos ocupados por los alemanes cayó una ola de terror, iniciada en cuanto comenzó el avance militar. Aunque habían operado en Checoslovaquia, fue en Polonia donde nació la siniestra fama de los «Einsatzgruppen». Su misión teórica era garantizar el orden en la retaguardia, impedir actos de sabotaje y reprimir los conatos de insurgencia o la organización de guerrillas que boicotearon a las fuerzas del ejército alemán. La práctica añadía reducir al país a la completa sumisión eliminando intelectuales, periodistas autoridades políticas, religiosas, civiles y municipales y, además, a los judíos. Según la orden que impartió el propio y temido Heydrich debía procederse a la matanza «de varios círculos de dirigentes polacos, cuyo número ascendía a varios miles de personas».

A los «Einsatzgruppen» se les brindó una ambientación propicia: cuando comenzó el ataque alemán, las autoridades polacas procedieron a detener a unos 15.000 ciudadanos de origen alemán para impedir que constituyeran una quinta columna en la retaguardia. Según el historiador británico Mazower, «les obligaron a realizar marchas forzadas para alejarlos de las primeras líneas. Atacados por transeúntes y soldados polacos, murieron entre 1.778 y 2.200 alemanes, algunos por agotamiento o maltrato, otros en fusilamientos masivos (...) En Bydgoszcz (...) cientos de alemanes de la zona habían sido asesinados debido a rumores de que francotiradores estaban disparando sobre tropas polacas. Murieron entre 700 y 1.000 personas y alguno de los cadáveres fue terriblemente mutilado».

Tales atrocidades llenaron de ira a los oficiales de la Wehrmacht, aún mucho menos embrutecidos de lo que estarían después en Rusia. Fue la misma Wehrmacht la que descubrió la matanza de Bydgoszcz, cometida poco antes, y la que procedió a juzgar a los presuntos responsables. Cuando lo supo, Hitler exigió más contundencia y el asunto pasó a manos de las SS, que envió a los «Einsatzgruppen». Cesaron los juicios militares y en la segunda semana de septiembre se calcula que aquellos asesinos mataron más de seis mil personas. A la predisposición e instrucciones asesinas de «Einsatzgruppen» se unieron los motivos brindados por la situación existente: el 8 de septiembre, Radio Varsovia lanzaba esta proclama: «El pueblo polaco luchará con Alemania junto con los soldados polacos, construyendo barricadas y atacando las operaciones y las posiciones polacas por todos los medios a su disposición».

Se dieron instrucciones muy concretas para los francotiradores, para la organización de grupos de guerrilleros e, incluso, para atacar a los tanques al paso por las calles de las distintas poblaciones, arrojando sobre ellos botellas de gasolina. La respuesta fue feroz. Heydrich ordenó que se acelerara la «matanza de la nobleza, el clero católico y los judíos». El director de la Abwehr, almirante Canaris, advirtió a Keitel: «El mundo hará responsables de estos métodos a la Wehrmacht, ante cuyos ojos tendrá lugar estas cosas». El jefe del OKW replicó que se trataba de órdenes de Hitler. Göbbels lo confirma: «El juicio de Hitler sobre los polacos es aniquilatorio. Más animales que seres humanos (...) La suciedad de los polacos es inconcebible. Habría que meterlos a todos en su estado reducido y dejar que se las arreglen entre ellos».

Los polacos, una matanza en segundo plano

Según Mark Mazower («El Imperio de Hitler», Critica, 2008), durante la invasión fueron asesinados, aproximadamente unas sesenta mil personas, entre ellas, 7.000 judíos. Fue el aperitivo. En septiembre de 1939 habitaban en Polonia 3.290.000 judíos, en 1945 apenas se halló a trescientos mil con vida. A los civiles polacos no les fue mejor: perecieron unos dos millones, el 75% de ellos, bajo dominio alemán. Y aún debe añadirse otro tipo de tortura. Según Toynbee, «a principios de 1940 se decidió elevar el número de los civiles polacos que habían de ser llevadas a trabajar a Alemania, por lo menos un millón, de los cuales 750.000 serían empleados en la agricultura». Tales cifras se refieren a todo el territorio polaco, incluida la zona soviética, en manos de Alemania durante la campaña del Este, entre junio de 1941 y la primavera de 1944.