¿Violación o sexo consentido? Yvan Attal juega con la ética del #MeToo en Venecia
En “Les choses humaines”, el director de origen israelí se sirve de Charlotte Gainsbourg o Ben Attal para jugar con las perspectivas de un encuentro sexual
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No es no. Esta tautología, que parece invocar la lógica del lenguaje de Wittgenstein, es uno de los insobornables lemas de la era #MeToo. En el «no es no» está implícita la disyuntiva que plantea la francesa «Les choses humaines», que ayer se presentó fuera de concurso en la Mostra. ¿Violación o sexo consentido? Es la pregunta que atraviesa los juicios de manadas, maridos y novios abusivos y órdenes de alejamiento que la catástrofe de la violencia de género ha convertido en titulares habituales de la prensa diaria. Como demuestra Yvan Attal, es una pregunta que necesita formularse desde la desgraciada tradición del heteropatriarcado, que los hombres han asumido como parte de su genética cultural y a la que las mujeres deben responder, claro, con un «no es no».
Dice Attal que quiere poner al público en el papel de jurado. De la misma manera que, en un juicio, hay un fiscal y un abogado defensor, aquí hay dos puntos de vista que merecen el mismo metraje, el del (presunto) violador y el de la víctima. Estudiante modelo y de clase acomodada, Alexandre (Ben Attal) aterriza en París desde Stanford, y se va de fiesta con la hija de la nueva pareja de su madre (Charlotte Gainsbourg), a la que acaba de conocer. Mila (Suzanne Jouannet) aún está en el instituto, y le pesa la tradición judía a la que su madre está cada vez más vinculada. Al día siguiente de su salida y juerga nocturna, Mila denuncia a Alexandre por violación, y la maquinaria del linchamiento social se pone en marcha. Cada uno incurre en contradicciones, dice la verdad a medias, intenta protegerse de una lacra moral de la que no saldrán indemnes, mucho menos en un tribunal. Attal demuestra sin maniqueísmos que la verdad de lo que ocurrió esa noche es relativa: él, arrogante, machirulo y con privilegios de clase, y con un modo de vivir la sexualidad que da por supuesto su atractivo, creyó que el consentimiento estaba implícito en la actitud sumisa de ella; ella tuvo miedo de esa exhibición masculina de poder, y no supo decir no. Lo bueno de la película de Attal es que nos da todos los elementos para juzgar, y entender que no es que todos tengan sus razones sino que todos, de un modo u otro, se equivocaron, víctimas de una estructura psicosocial que hay que cambiar de raíz.
El protagonista de «América Latina» (título críptico donde los haya), de los hermanos D’Innocenzo, también es de clase alta. Casa con piscina, esposa ideal y dos hijas que parecen haber salido de una pintura de Botticelli. Pero algo se esconde en el sótano de su moderna mansión. Literalmente: una chica secuestrada. ¿De dónde ha salido? No lo recuerda, empieza a buscar culpables, lo mantiene en secreto. Como en su anterior «Queridos vecinos», los cineastas italianos exploran el «angst» del hombre moderno como si Dostoievski no hubiera existido nunca. Son estas unas «Memorias del subsuelo» alimentadas por la desesperación de un brote psicótico que se despliega con más trampas de las que debiera: en los dos niveles de esa casa con jardín, el Id lucha por hacerse real, por romper techos y escaleras, pero lo más deshonesto de la trama, contada desde esa subjetividad desgarrada que Polanski habría puesto en imágenes mucho mejor, es que la película lo apuesta a todo a la carta del giro sorpresa. Eso sí, el actor Elio Germano se deja la piel en ello.
Un «Zodiac» post-comunista
La polaca «Leave no Traces», de Jan P. Matuszynski, que completaba la competición de ayer, se alineaba con «Reflection» y “El capitán Volkonogov escapó», las otras dos películas a concurso que procedían de países azotados por el comunismo, para retratar, como si de un «Zodiac» patrocinado por Lech Walesa se tratara, los horrores de la dictadura roja. Alrededor de la muerte de un estudiante en la Varsovia de 1983 tras una paliza recibida en una comisaría, se construye una compleja red de intrigas, mentiras y chantajes para neutralizar al único testigo del asesinato. La película, que puede leerse como un «thriller» político que aspira a pintar un fresco de la sociedad polaca bajo el mandato del general Jaruzelski, es tan prolija en detalles ciertamente innecesarios, que quizá corre el riesgo de perder al espectador por sus frondosas dos horas y cuarenta minutos de metraje. Sus ramas, definitivamente, no dejan ver el bosque. Y nos deja con una pregunta colgando de los labios: ¿Por qué todos los comunistas tienen cara de villanos rígidos y demoníacos?