Una cenicienta en el Teatro Real: mucha parodia y poca magia
Riccardo Frizza apuesta por una original revisión de la historia de la mítica ópera de Rossini para inaugurar la temporada del Real
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Obra: “La Cenerentola”, de Rossini. Cantantes: Dmitry Korchak, Karine Deshayes, Renato Girolami, Florian Sempey, Roberto Tagliavini, Rocío Pérez, Carol García. Director musical: Riccardo Frizza. Director de escena: Stefan Herheim. Coproducción dela Ópera de Oslo y de la Ópera de Lyon. Teatro Real, Madrid, 23-IX-2021.
Con “La Cenerentola” Rossini continuaba la tradición de óperas mágicas centradas en narraciones, más o menos infantiles, envueltas en el encanto y en la gracia alada de personajes y aventuras. El cuento de Perrault sirvió de base a otras muchas óperas anteriores y posteriores a Ferretti, el libretista, se le ocurrió cambiar el zapato o zapatilla por un brazalete, una idea banal y estúpida en opinión de Gautler. De esta manera quedaba así eliminado cualquier asomo de magia o encantamiento, de irrealidad. También es verdad que Rossini no era excesivamente amigo de lo sobrenatural, aunque su “Armida”, muy poco posterior, desmiente, al menos en parte, este aserto. Las pautas seguidas y los recursos empleados en la obra se integraban en la acostumbrada parafernalia vocal e instrumental propia del compositor, que en este caso, en las postrimerías del belcantismo, está aquí elevada al cubo en un claro intento de crear una dimensión nueva, un espacio, efectivamente, mágico.
¿Hasta qué punto se han respetado o servido esos rasgos? En lo que toca a la dimensión musical, todo ha tenido un nivel al menos aceptable. Vayamos por partes. En el foso, Frizza, que se mueve como pez en el agua en este repertorio, ha establecido una dirección funcional, respetuosa, atenta al factor rítmico, con “tempi” prudentes y bien diseñados, con afortunados planteamientos dinámicos y sirviendo con inteligencia y buena letra las partes vocales, con unos conjuntos –quinteto y sextetos- adecuadamente impulsados, quizá un tanto faltos de gracia.
Ha tenido a su disposición una orquesta más que cumplidora y atenta, afinada y tímbricamente a punto. A menos nivel el coro masculino, un tanto desigual y nos siempre empastado, algo difícil de conseguir en un movimiento escénico atosigante, con los continuos movimientos, quiebros, gestos alambicados exigidos por la dirección escénica, en los que han participado también unos solistas muy exigidos y no solo por las piruetas vocales belcantistas.
Angelina, la Cenicienta -que es aquí una limpiadora del Real, que vive su sueño-, ha sido la excelente “mezzo” lirica francesa Karine Deshayes, muy refinada en el fraseo, elegante, generalmente afinada, de muy homogéneo y sedoso timbre. Diestra en la floritura. Le falta sin duda un mayor cuerpo vocal, una mayor densidad y un grave más sonoro y definido. Pero es artista. Lo es, aunque de menor rango el tenor lírico-ligero Korchak, de emisión pasajeramente nasal, de canto sobrio y vocalidad segura, con sobreagudos (Do 4) bien colocados. Discreto arte de canto. Como el del bajo Tagliavini, de sonoridades “cupas”, pero que se desempeña con dignidad. Altisonante, poco timbrado, irregular de emisión Girolami, un Don Magnifico bastante pálido. Solvente, de muy oscuro timbre, con graves –tan necesarios aquí para este tipo de barítono rossiniano- en su sitio y coloratura bien controlada, Sempey. Bien las dos hermanastras: una penetrante Rocío Pérez y una bien sombreada Carol García.
La producción, firmada por Herheim y dirigida aquí por Steven Whiting, vistosa, entretenida, bien –y exageradamente- movida, es colorista variada, a su modo amena, aunque no salva los puntos muertos de la partitura. Podríamos decir para definirla que es excesivamente, en consonancia con los hábitos del regista noruego, alambicada, efectista, que busca dimensiones ajenas a lo que creemos debe ser esta ópera: un cuento en el que Rossini pretendía crear un lenguaje fantástico, en busca del restablecimiento del clima irreal que adornaba la fábula de Perrault.
Matabosch, director artístico del Real, alaba en su habitual comentario toda esa mezcolanza en la que Rossini es don Magnifico al tiempo que se desdobla en una suerte de deus ex machina. Se pretende un discurso subversivo, rompedor, iconoclasta, con efectos kitsch, con un atosigante ir y venir, con facilones movimientos de subrayado a los pentagramas. Detalles de teatro casero, gestos gratuitos se acumulan uno tras otro sin dar tregua. El coro aparece integrado en su ir y venir por cantores ataviados como el propio compositor. Los cambios de escena son continuos en torno a unos decorados hábilmente articulados del propio Herheim y de Daniel Unger.