Batalla de Lepanto, Juan de Austria no fue el héroe
Apoyados en las cartas secretas de Felipe II, los herederos de Luis de Requesens reclaman el papel fundamental de su familiar en la gloria naval, de la que se cumplen ahora 450 años
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Más allá de la lucha, la Batalla de Lepanto va ligada a un nombre, al del Manco más famoso de este país, don Miguel de Cervantes Saavedra, quien, lejos de la creencia generalizada, no perdió su brazo al completo en las aguas del Mediterráneo, sino que, simplemente, digamos, quedó tullido de por vida. Por suerte, todavía le quedaba una mano derecha excelsa para inscribir su apellido en la literatura universal. Así, tras ser apresado en Argel («donde aprendí a tener paciencia en las adversidades»), el que «fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo» firmaba en las «Novelas ejemplares» (1590-1612) que «perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo». Una herida que, «aunque parece fea», continuaba el autor de «La Galatea», «la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria».
Aunque de grato recuerdo para el herido, aquella no fue una lucha fácil, como contó Luis Cabrera de Córdoba en su descripción del hito: «Jamás se vio batalla más confusa». El combate estuvo marcado por «trabadas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba...». Y seguía: «El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían. Espantosa era la confusión, el temor, la esperanza, el furor, la porfía, tesón, coraje, rabia, furia; el lastimoso morir de los amigos, animar, herir, prender, quemar, echar al agua las cabezas, brazos, piernas, cuerpos, hombres miserables, parte sin ánima, parte que exhalaban el espíritu, parte gravemente heridos, rematándolos con tiros los cristianos –continuaba–. A otros que nadando se arrimaban a las galeras para salvar la vida a costa de su libertad, y aferrando los remos, timones, cabos, con lastimosas voces pedían misericordia, de la furia de la victoria arrebatados les cortaban las manos sin piedad, sino pocos en quien tuvo fuerza la codicia, que salvó algunos turcos».
Bajo todo ese maremágnum de confusión, la Liga Santa (Imperio español, Estados Pontificios, Venecia, Malta, Génova, Saboya) se llevó la victoria ante el Imperio otomano para gloria de Juan de Austria, bastardo de Carlos V y, por tanto, hermanastro del rey del momento, Felipe II. Las fanfarrias sonaron a favor del citado comandante de la Santa Liga de Estados, aunque existieron otras figuras que, desde un segundo plano, lo merecieran más que él, un simple niño de 23 años que navegaba las aguas mediterráneas con un «papel propagandístico»: «Estaba más de cara a la galería que en la realidad», asegura César Requesens, periodista, escritor y descendiente de uno de los grandes nombres de la batalla, Luis de Requesens. «Don Luis», para su descendiente.
Joven, guapo y poderoso
Juan de Austria era joven y guapo, además de poderoso, claro, pero «otra cosa es que fuera realmente efectivo con su mando, que, a todas luces, por edad e inexperiencia, no habría podido ejercer sin un respaldo como el de Don Luis frente a veteranos almirantes como Veniero, Colona, Bazán y Barbarigo. Literalmente, se lo habrían comido si no hubiera tenido este respaldo», asegura quien lleva 20 años de estudio dedicado a este capítulo de la Historia con un objetivo evidente: dar a su antepasado el peso que, a su parecer, merece en los libros. Lo considera «totalmente» infravalorado, y «no solo en el transcurso de la batalla con su “visado” o tutorizacion de las órdenes dadas, sino en la misma preparación de la Santa Liga». Por su cargo anterior de embajador ante el Papa se «supone que fue él, en la sombra, la persona que urdió los entresijos diplomáticos que condujeron a la gran coalición cristiana». Trabajó «de manera crucial para que todo salieran tan bien como finalmente salió», explica.
En su condición de caballero cristiano convencido, profundamente creyente y con una influencia definitiva en su vida de la espiritualidad de los jesuitas, Requesens asumió su empresa «sin brillo», asegura su familiar, pero cumpliendo con ese pasaje evangélico recogido en la Carta a los Corintios que dice: «Preferid los dones útiles a los llamativos». Ahí comienza el rol a destacar en este 450 aniversario de la Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) que no es un mero capricho familiar, sino que cuenta con el respaldo real, el mismo que transmitió el propio Felipe II en sus «cartas secretas». Es en ellas donde se da a conocer que el lugarteniente general era mucho más que un asesor para el capitán general. Se convirtió en una suerte de tutor y hasta de supervisor de aquel joven «impulsivo y arrogante», en boca del periodista, que dirigía un ejército imponente de casi 30.000 soldados. «Felipe II, en su prudencia legendaria, disponía que todas decisiones tomadas por don Juan debían estar sancionadas por Don Luis; que este debía estar en conocimiento de todo lo que se dispusiera y que, en caso de contradicción, imperaría lo que dijera Don Luis, advirtiendo que, de cara a la galería, se aparentaría que todo lo decidía Juan de Austria para no hacerle de menos ante sus generales. Con estas “Instrucciones”, el rey se aseguraba que un almirante veterano filtraba las órdenes con su buen juicio y experiencia. Como así fue», puntualiza Requesens.
Decoro y autoridad
Así rezaba la misiva dirigida a Luis de Requesens: «(...) que todo lo que se hubiera de proveer, ordenar y hacer sea con vuestro parecer, y que de aquel no se aparte de ninguna manera, y demás de lo que se dice por escrito, se lo habemos advertido particularmente de palabra... Mas, si no embargante esto en algún caso él se apartare de vuestro parecer y quisiese proveer y ordenar otra cosa, haréis vos diestramente y con prudencia las diligencias que os pareciese convenir para le desviar de ello, y no bastando esto, no haréis otra demostración pública ni de manera que se entienda, guardado en esto el decoro y autoridad que se debe(...)». El carácter «secreto» de aquellas «Instrucciones» dejaba al militar sin gloria alguna, «como finalmente sucedió para la Historia, en la que aparecen otros grandes almirantes en primer plano», lamenta un César Requesens empeñado ahora en recuperar la gloria perdida de su antepasado a través de una publicación que todavía prepara y para la que ha buceado en documentos de Ginebra, Estados Unidos, Palma... También en el Archivo Requesens del Palau de Sant Cugat, donde el padre Borrás, responsable del mismo, le dijo: «Lo importante es que se escriba sobre los Requesens. Hay muy poco y es una joya que se debe conocer». Dicho y hecho.