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Antonio Lucas: «El mar no quiere ni héroes ni poetas»

Publica «Buena mar», un relato donde noveliza su experiencia en el Gran Sol, el caladero de pesca de altura más peligroso del mundo
Gonzalo Pérez MataLa Razón

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Marchó al Gran Sol, en el Atlántico Norte, el caladero de pesca más peligroso del mundo, para cumplir con una promesa dada y vivir una gran aventura. Fue con la excusa del periodismo y partió con lo puesto, y poco más. De vuelta trajo un puñado de reportajes curtidos de prosa y sensaciones. También una novela original y valiente, de mucha hondura humana y cuidado estilo, donde las verdades se retratan desnudas y sin alarde de artificios. «Buena mar» (Alfaguara), de lo mejor de la «rentrée» literaria y un imprescindible de este otoño, no es solo un viaje geográfico. Es la crónica de un puñado de marinos, y un polizón, ante la incertidumbre de una naturaleza brutal.
-Hay miedo en este libro.
-El miedo es real. Primero por el desasosiego del espacio en el que estás, porque no lo controlas y porque el mar no da tregua. El miedo es un salvoconducto para volver a tierra. De los marineros aprendí a que no se tienen heroísmos en el mar. Hay que renunciar a cualquier desafío que le hagas a esa agua, que es voraz, infame y codiciosa con lo que tiene en superficie. El miedo se convierte en una manera natural de vivir dentro de un barco. Todo en el barco es peligroso y lo que sucede fuera de él es igual de peligroso. El mar puede estar en calma a una hora y, a la siguiente, desatarse un temporal y convertirse en una esquina del infierno. El miedo es necesario. Es incómodo, pero aprendes a relacionarte con él, pero sin perderlo de vista.
-Es muy distinto al miedo que tenemos en el día a día.
-Es el miedo a no tener agarradera de ningún tipo. Yo no vi tierra durante 21 días. Solo vi cielo y agua. Asociamos la claustrofobia a lo estrecho, pero también está en la amplitud. No hay más paisaje que el agua y el cielo. En ocasiones, parecen uno. El miedo, en tierra, lo tenemos por otros motivos, pero aquí es muy invasivo. No es el miedo al accidente, la enfermedad... Allí el miedo es a no salir, a que la vida se te quede bajo esas aguas y te deje convertido en un náufrago. Es una sensación insólita. Por otro lado, lo necesitaba, porque no quería perder un solo minuto de alerta. Hay momentos en que estás tranquilo, pero a lo largo del día, existen otros en que el miedo se instala. Y es un miedo muy activo, no paralizante. La cabeza proyecta soluciones ante posibles amenazas que tienes delante. Es un miedo efervescente, muy impetuoso en la manera que tiene de convivir contigo.
-¿Qué aprendió?
-Lo importante que es el silencio, la reflexión, la lealtad y la nobleza en el grupo en el que estás. Un grupo en el que cada uno va a lo suyo, pero hay un momento en que, si surge un problema, todos se convierten en un solo cuerpo once hombres... y te das cuenta de esa condición tribal que tiene el marinero. Un marinero muerto es un fracaso de toda la tripulación. Un marinero al agua es una quiebra de todo el grupo. Hay ahí una sensación de comunidad como nunca había visto antes.
-Después de esa experiencia, ¿relativiza más las cosas?
-Sucede algo interesante cuando uno se embarca para el Gran Sol. Un marinero no se adorna de quejas, fatigas, heroísmo... solo de su condición de trabajador del mar. Esos hombres tienen todos los motivos del mundo para lamentarse, pero, en la vida hacen un solo comentario o se quejan de su tarea. Y uno de los oficios más penosos es el de marinero del Gran Sol.
-En tierra, las personas no actúan así.
-Ellos jamás se quedan con los pequeños problemas como motor de explosión de nada. Conviven con su trabajo terrible sin alardes. Solo cumplen. Aquí llegas y escuchas que si un político suelta una patochada, que si las redes sociales, que si alguien te ha hecho una zancadilla... todo eso es tan ínfimo en ese territorio del mar, donde la vida se recrudece y se desnuda, porque la vida en el mar se desnuda. Entonces te das cuenta de los lastres que acumulas. Yo no sé de mar, pero quien sabe, lo entiende. Al mar no se va a reflexionar sobre tierra. Eso se da en un crucero. En el oficio del mar se va al oficio del mar y tienes que dejar al margen lo demás. Es un ejercicio mental que los marineros lo hacen de manera natural y una lección para los que vamos llenos de demonios a un territorio tan incivilizado como es el Atlántico Norte.
- ¿Cómo se piensa ahí?
-Entras con la excitación de lo inédito, de lo asombroso. Desde el puerto mismo hay un código dialectal, un lenguaje que no es familiar. El barco en el puerto es imponente. A partir de ahí intentas enterarte de qué está pasando. Cuando pierdes la costa de vista, los pequeños problemas de tierra abultan. El estar en un territorio tan abierto hace indomable los pensamientos. Te das cuenta de que hay un estado de defensa en tu cabeza. Consiste en ir expulsando todo lo que hay de gratuito en la vida. Te queda solo lo importante, lo inmediato, que es con lo que tienes que bracear.
- ¿Qué sucede entonces?
-Hay una propensión a hacer balance de la vida. Cuando tienes tantas horas y espacio, reflexionas sobre tus aspiraciones y lo que has hecho en tu vida, lo que te gusta o no de ella. ¿Estoy donde quiero? ¿Esta historia me hace estar en plenitud? Tomas decisiones que luego no aplicas a la vuelta. Es muy interesante esa condición de espejo que tienes por dentro entre tu vida y lo que estás haciendo ahí. Te ayuda a modular algunas cosas. Sigo aprendiendo de esa experiencia. Hay gente que ha hecho cosas más fuertes, más importantes, más aguerridas. Cada uno tiene la suya. La mía es esta. Todos los días aprendo de esta experiencia.
-Parece que no hubiera salido aún del barco.
-Hubo una parte que se había quedado en el barco. Lo pasé mal, pero hay cierta nostalgia de aquello que no es mi vida y que ahí se convirtió, sin embargo, en mi vida más plena. Yo no soy un hombre de mar. Yo no voy a volver a embarcar para hacer el Gran Sol y el mar no da segundas oportunidades. No formo parte de la cofradía marinera, pero la novela tiene mucho que ver con esa necesidad de desalojar a ese polizón que seguía en el barco. Lo reportajes me sirvieron para contar algo en nuestro oficio, pero la novela fue accidental. Ahí está la parte emocional y arterial que no había podido volcar en ellos. Necesitaba contarlo desde la literatura. Lo que queda ahora es la gratitud por esos hombres, que son el quilate más puro de lo humano, por su bondad, porque fueron mis padres, mis hermanos, mis amigos, mi balsa para volver a puerto. No salí del barco hasta que vi la novela impresa. Esa experiencia ya está cumplida. Es un capítulo pasado, aunque esté activo en la memoria. He salido, pero la revelación de aquello no fue el viaje, fueron ellos, la tripulación.
-¿Existe magnetismo en el peligro?
-El peligro tiene un imán fortísimo. En las situaciones que no se controlan, pensar que tú puedes hacer cara al peligro, salir de él y poder contarlo, hay un punto de excitación muy alto. El peligro es un pulso que uno se echa con uno mismo. Esa condición de estar al vaivén de elementos superiores a ti es extraordinaria, porque te das cuenta, no solo de nuestra fragilidad, sino también de nuestra resistencia. Entrar en un barco de esas características y condiciones no está hecho para todo el mundo. Tampoco para mí. Yo tuve la suerte de salir bien, pero cada día, en las pocas de horas de sueño que tenía o que estaba en el camarote tranquilo, me decía: «Me la estoy jugando y me la estoy jugando casi por un capricho, por hacer esto para el periodismo y vivir esta experiencia como poca gente ha vivido». El peligro tiene esa condición que te permite saltar hacia espacios de ti que tú no conoces. En mi caso, lo que he vivido no tiene que ver con la vanidad de haber estado, sino con la absoluta gratitud de haber estado con quien he estado. Yo estuve con esos hombres. Para mí el Atlántico norte, el Gran Sol, tiene once nombres y once apellidos.
-¿Tiene sentido ahí la palabra «héroe»?
-El héroe es una convención social. Aplicamos el concepto de héroe a pequeñas hazañas más o menos fuertes, impactantes, aguerridas, pero el mar no quiere ni héroes ni poetas, porque a los poetas y a los héroes los convierte en náufragos. Cuando ves a esos hombres, su esfuerzo, sus jornadas de 24 horas de trabajo... a eso no lo llamarías heroísmo. Ellos tienen su regulación laboral, pero el mar impone una esclavitud. ¿Cómo va a ser héroe quien se está dejando la vida por desarrollar un oficio? ¿Por qué ellos tienen que ser héroes de nada? El héroe no tiene sentido en una vida que es de una fatiga terrible y de una gente de la que no tenemos ni memoria, que ni siquiera los homenajeamos como merecerían. Nuestra sociedad levanta demasiados héroes y hace de cada tontería un heroísmo. Hay héroes en Twitter, en cualquier situación boba, y uno se da cuenta de que el héroe no es el modelo de nada. El héroe lo es solo de un momento preciso. Nosotros somos muy ágiles en llamar héroes y genios a gente que no será héroe ni genial nunca. Al marinero le molesta mucho la idea del heroísmo, porque en el mar es una grosería ser un héroe.
-¿Por qué?
-El mar es un espacio inhabitable, donde uno, si es algo, es un superviviente del mar. El superviviente no es un héroe ni quiere serlo nunca. A ellos le molestaba mucho la idea de héroe. Uno decía que prefería ser un desgraciado en tierra que un héroe en el mar, porque, aseguraba, vosotros por lo menos tenéis una familia cerca. Mi heroísmo aquí no sirve para nada más que para gastarme la vida, ablandarme los huesos y salir del barco a los 58 años sabiendo que la mitad de mi vida la he dilapidado en el mar para ganarme la existencia.
-Usted es poeta, periodista con nombre y hombre de amplios conocimientos. Pero siente admiración por esos marinos desprovistos de cultura, que van a pecho descubierto.
-Es fascinante cómo unos hombres tan elementales, tan rudos, esa gente sin demasiados filtros y muy directa, se convierte en uno de los modelos que uno abraza. Tienen un enorme atractivo porque son de una gran honestidad. Allí, la cultura adquiere más sentido. Todo se llena de sentido por los modelos humanos que has visto a través de ella. Eso te lo da el cine, los libros, el arte... La cultura allí no está de más. Se completa en un espacio donde no existen libros ni tampoco grandes debates intelectuales. Ahí sucede algo muy sencillo: es la vida tal cual. Cuando traes una mochila repleta de referencias te das cuenta de que allí te sirven para decodificar todo eso que ves tan áspero y encontrarle su sentido, su belleza. En un barco no hay democracia. Es jerárquico. Se dan momentos de extraordinaria literatura y poesía en las frases que esos hombres pronuncian. Son frases que no vienen de ningún libro, que no provienen del reposo de las lecturas. Es la intuición salvaje de unos hombres que hablan poco y que en dos oraciones concretan una sentencia de vida que no hay en ningún libro, poeta, narrador o filósofo, pero que nos alcanzan de una manera honesta y brutal.
-¿Le gustó eso?
-Muy pronto me encontré cómodo con ellos, porque nuestras conversaciones pasaban de la faena del día a las pequeñas intuiciones, la vida de un señor que a los 14 años dejó el colegio y a los 16 había embarcado en un barco de bajura y que ha desarrollado su existencia en un espacio que solo te permite estar trabajando, contemplando y pensando. Y se les nota ese gramaje de gente que piensa mucho ese territorio. Son de una gran humildad porque el mar te humilla permanentemente, te ofende permanentemente, pero son de una humildad cargada de dignidad, que no claudica, que mantiene alto el concepto y el sentido de ser quiénes son: marineros del Gran Sol. La mejor flota del Gran Sol es la gallega y eso me entusiasma.
-Resulta que embarcó sin los documentos y se convirtió en un polizón.
-Es una sensación desconcertante saber que tú estás así en un territorio marcado por los protocolos, donde todo son permisos, licencias, cupos y todo está burocratizado. Estaba «fuera de sitio», que, por cierto, es como se llama mi poesía reunida. Estaba en un territorio que no me correspondía. No estaba documentado y es alucinante. Me decían que había sido un error. Daba igual porque la realidad es que no estaba en los papales.
-¿Eso qué representa?
-Que en esos días y en ese lugar no eres un individuo con derechos y obligaciones. No eres nada más que la memoria que tienen de ti y la conciencia que tienes de ti mismo. Nosotros nos regulamos por una documentación que nos enclavija a derechos, privilegios, obligaciones. Cuando pierdes esa referencia se dispara no la impresión de libertad, sino de temor.
-¿A qué?
-El temor de decir que mi último paso legal se había perdido en el puerto y que durante 21 días era un ilegal, que es una acepción terrible. Eres un ilegal privilegiado, es cierto, porque se sabe que estás ahí, pero si me hundía allí, yo no formaba parte de ninguna convención. En la hoja de marinería, el último peldaño de tu sentido de identidad burocrática no estaba. Podría haber empezado la vida de cero en otra parte, podría haber recalado en una isla y... no tendría papeles. En ese momento, no era nadie... pero fui muy feliz de polizón (risas). Es la última vez en la que seré un polizón, pero resultó muy grato.
-¿Hubo momentos de delirio?
-Tuve un momento terrible cuando entró un temporal de fuerza 7 cuando oscurecía el día. Fue un brote psicótico movido por el terror. Parecía que el barco se desventraba, las olas cruzaban por todas partes, todo sonaba.... Fue la primera vez en mi vida que me dieron un Lorazepam. No sirvió para que me durmiese, sino para calmarme. Creí que el barco se iba a hundir, que todo se iba a la mierda, que iba a terminar arrojándome al mar porque no podría soportar más eso. Era por mi desconocimiento porque ellos están habituados a esos temporales, y mucho peores, sobre todo en el mes de noviembre, que es cuando allí se monta la de Dios, que por algo es el caladero de pesca altura más peligroso del mundo. Pero el delirio de pensar que era hombre muerto, que de ahí no salía, de no parar de darle vueltas a por qué he hecho esto, qué sentido tenía plantarme aquí, qué tenía yo que demostrar... todo eso, durante horas, se convirtió en algo agónico. Fue un momento duro y yo me desconecté mucho de la templanza que adquirí de mis compañeros. Hubo un momento delirante, y me asusté. Me di cuenta de que me consideraba casi un cadáver.
-¿El de marinero en el Gran Sol es el oficio más desesperado del mundo?
-No sé si es el más desesperado, pero es el que más empuja a lo desesperante. De los oficios que conocemos, el más propenso a la desesperación es ese. Estás al servicio de un agua ingrata. Eres consciente de que tu vida es aquello que el mar no te ha querido arrancar. Surcas un agua donde algunos de estos marineros tienen a padres, hermanos, amigos, familia... Muchos marineros no saben salir del mar. Se han desconectado de tierra. Sus protocolos de tierra no son los nuestros. Su forma de estar en ella es la de alguien ajeno al lugar natural de donde eres. Ellos viven en un mundo no habitable, el único donde no puedes vivir, primero porque el mar expulsa todo lo que le sobra y lo que le sobra somos nosotros.
-¿Y segundo?
-Porque se venga de todo lo que le arrebatas. El mar es un territorio de paso. ¿Cómo es posible vivir en el mar? Es una carretera para ir de un sitio a otro. Ellos viven en un territorio donde saben que no son bienvenidos. Uno de ellos probó durante dos años un oficio de tierra en un astillero y no supo vivir ahí. Tuvo que volver al mar. Rechazan el mar. Cuando hablaba con ellos, se ponían de espaldas al mar. No lo miraban y, sin embargo, no saben salir de él. Es una adicción. Muchos de ellos se jubilan, pero hacen campañas de verano. ¿Te jugaste la vida durante años ahí y cuando ya estas con la familia resulta que vuelves? Por eso, el sentido de la familia es tan importante para ellos. La familia, la que no disfrutan porque están lejos, es muy simbólica. Para los marineros la meta no es el puerto, es la familia. Hacen lo que hacen por las madres, las mujeres, los hijos. Es una lección. Es el ultimo cobijo que les queda contra la tormenta.