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1985

El regreso de la reina Victoria Eugenia: así se trajeron sus restos mortales a El Escorial

Hasta la mañana del 25 de abril de 1985 hubo que esperar la vuelta de sus restos mortales junto con los de sus hijos Alfonso, Jaime y Gonzalo de Borbón y Battenberg

Victoria Eugenia de Bettenberg estuvo casada con Alfonso XIII de 1906 a 1941 wikipediaWikipedia Commons

Un cielo enlutado, de ceniza y alquitrán, recibió los restos mortales de la reina Victoria Eugenia y de sus hijos Alfonso, Jaime y Gonzalo de Borbón y Battenberg a su llegada al Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial la mañana del jueves, 25 de abril de 1985. Cinco años atrás, el 19 de enero de 1980, había llegado también allí el helicóptero con los de Alfonso XIII, que desde 1941 descansaban en la iglesia española de Santiago y Nuestra Señora de Montserrat, en Roma.

Desde el 14 de abril de 1931, cuando emprendieron el penoso camino del exilio, solo doña Victoria Eugenia y don Jaime habían vuelto a pisar suelo español. La reina lo hizo el 7 de febrero de 1968 para asistir, en calidad de madrina, al bautizo de su bisnieto Felipe, hijo de Don Juan Carlos, futuro rey de España. Jaime, por su parte, realizó una escala técnica en Barajas en 1947, para regresar veinticinco años después con motivo de la boda de su primogénito Alfonso de Borbón Dampierre, duque de Cádiz, con la nieta de Franco, Carmen Martínez-Bordiú.

Armón de artillería

Al entrar en el pueblo de El Escorial, el féretro de la soberana se colocó sobre un armón de artillería cubierto con la bandera española, siendo escoltado por alabarderos de la Guardia Real. Solo su hijo Juan, su nieto Don Juan Carlos, y sus otros nietos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre estaban de nuevo allí para recibir el mismo ataúd de nogal con herrajes de bronce y revestido en damasco blanco que, dieciséis años atrás, habían acompañado entre sollozos durante el entierro celebrado en la Iglesia del Sagrado Corazón de Ouchy, en Suiza. Todos ellos recordaban con nostalgia la noche que embalsamaron a la reina, cubriendo su cabeza con una mantilla blanca mientras envolvían su cuerpo con la bandera de España y en sus manos, cruzadas sobre el pecho, colocaban el crucifijo y el rosario que el Papa Pío XII había regalado a la infanta María Cristina en su boda con el conde Marone.

Ahora, justo detrás se alineaba la comitiva encabezada por Don Juan de Borbón, el único hijo varón vivo de la reina. Los restos mortales de sus tres hermanos –Alfonso, Jaime y Gonzalo– habían llegado también la tarde anterior al aeropuerto de Barajas procedentes de Suiza y Estados Unidos, para recibir cristiana sepultura en el Panteón de Infantes del Monasterio. Solo los restos del infante Jaime, fallecido en marzo de 1975, debieron pasar por el llamado Pudridero, donde los cadáveres de los miembros de la Familia Real aguardaban durante treinta años su total descarnación. Alfonso y Gonzalo habían perecido mucho antes que él, en 1938 y 1934, respectivamente. Enfundado en su uniforme de almirante honorífico y acompañado por el jefe de su Casa, duque de Alburquerque, y por dos generales de cada uno de los tres ejércitos, el Conde de Barcelona recibió a su madre y a sus hermanos con emoción contenida.

Cinco años atrás, en efecto, asistió a la repatriación de los restos mortales de su padre, Alfonso XIII, desde Roma. Veinte miembros de la Policía Militar depositaron entonces el féretro de 560 kilogramos de peso en un armón de artillería cubierto con la bandera nacional. Y ahora, igual que entonces, sollozaba en silencio mientras la comitiva se aproximaba a la lonja del monasterio donde su madre iba a ser recibida con los mismos honores de jefe de Estado que su padre. Don Juan ya sabía muy bien cómo ahogar el dolor. Casi treinta años atrás había perdido a su hijo predilecto de casi quince años, el infante Alfonsito, de un trágico disparo salido accidentalmente de la pistola que empuñaba su primogénito Don Juan Carlos, de dieciocho. Mientras contemplaba aquella umbrosa mañana los catafalcos de su madre y de sus hermanos, el Conde de Barcelona no podía asegurar aún que siete años después, en 1992, vería colmado su último deseo de inhumar allí mismo también los restos mortales de Alfonsito, enterrado en el cementerio portugués de Cascaes en marzo de 1956. Con el cáncer enroscado en su garganta como una anaconda, Don Juan abandonaría la Clínica Universitaria de Pamplona para presenciar aquel acto patético e inolvidable. Pero ahora, en la lonja del monasterio, la banda de música del regimiento de la Guardia Real interpretó otra marcha fúnebre anunciando la llegada del armón que transportaba los restos de doña Victoria Eugenia, que ya siempre yacerían en aquel regio lugar.

LA ANCIANA OLVIDADA
Nadie supo entonces que una anciana de 79 años había acudido el día anterior, del brazo de una enfermera, a la funeraria del aeropuerto internacional de Miami para despedir con sus rezos el féretro del ex Príncipe de Asturias. Aquella mujer, a la que le costaba Dios y ayuda caminar, era la cubana Edelmira Sampedro-Ocejo y Robato, el gran amor del difunto Alfonso de Borbón y Battenberg. Casada en primeras nupcias con él, acabó divorciándose cuatro años después, lo cual no impidió que la Familia Real española la considerase siempre como tía del Rey Juan Carlos. La explicación era sencilla: su matrimonio canónico con el ex Príncipe de Asturias, jamás anulado, era el único que contaba para los reyes e infantes, por muy válido que hubiese sido el segundo matrimonio civil de Alfonso con la también cubana Marta Rocafort conforme a la Ley del Divorcio de la Segunda República.
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