Dean Martin, el primer tipo «cool»
Filmin estrena un documental sobre su figura que repasa su carrera, explica sus éxitos y saca a la luz las incógnitas que existían sobre su vida
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Dean Martin, Dino, un superviviente. Hay que valer mucho para codearse con prendas como John Wayne, Frank Sinatra, Jerry Lee Lewis, Marlon Brando, Shirley MacLaine, Paul Newman, Gene Kelly y Bing Crosby y que la gente todavía tenga la misericordia de acordarse de uno. El tipo se gastó el careto durante más de dos décadas en esa piedra de laminar que es la televisión y salió intacto y con la americana sin arrugas. Un milagro. Sobre todo, si se tiene en cuenta que existen individuos incapaces de acabar las campanadas de Fin de Año sin que su fama se resienta. Pero él estaba hecho de una pasta distinta, como el whisky escocés. Nació de un lugar donde el éxito social implicaba casarse con la guapa del instituto y conseguir un empleo en una cadena de montaje. Pero se las apañó para que el anonimato no formara parte de su currículum y acabar colgando su rostro de las marquesinas de Broadway. Fresco, sin afectaciones, de sonrisa encanallada, más espontáneo que un chiste, mujeriego hasta límites hoy políticamente incorrectos y con el indisimulado aspecto de bastarse él solo para vaciar la licorería del bar, a Dean Martin lo definía su encanto y la capacidad innata para lucir la camisa con el inconfundible estilo italiano que dejan las reyertas callejeras y que nadie percibiese que estaban desabrochadas.
Logró escapar indemne de esa trituradora de madrugadas que eran los Rat Pack, de las juergas infinitas de James Stewart (al que, por cierto, jamás se le ha notado que era un fiestas de cuidado) y, en el camino, para más envidia, no se olvidó de que era un buen fulano. En «El baile de los malditos» (1958) tenía dos papeles: el que reconocemos en la pantalla y el que hizo detrás de las cámaras, cuidando de un Montgomery Clift en ruinas, que acababa de recuperarse de un accidente de tráfico pero que no estaba dispuesto a sobrevivir a sí mismo. En la época de Chuck Berry, uno de los mejores letristas de la historia del rock, tuvo el arrojo de desmarcarse con una canción con el agraciado título «My Rifle, My Pony and Me», que interpretó en ese clasicazo del cine, «Río bravo» (1959), y obtener la recompensa de que la peña la tarareara por la calle. Sin embargo, Martin era un misterio. Una caja de doble fondo. Un enigma sin desvelar. Uno de esos personajes que después de doce horas de conversar con él todavía no ha mencionado si tiene domicilio en la ciudad o es un viajante que está de paso. La memoria lo ha inmortalizado con las mismas dimensiones psicológicas de un póster, alguien con una sonrisa incapaz de marchitarse incluso en un apocalipsis nuclear. Pero «Dean Martin: el rey del cool», el documental de Filmin, viene con el propósito de sacar a la luz cuál es el «Rosebud» que se calló siempre. Ese secreto que tenemos todos y que él nunca mencionó. Martin cantó, bailó, interpretó, hizo televisión, convirtió el oficio de «showman» en un ejercicio de estilo y hasta daba la impresión de que era capaz de fumar cigarrillos sin expulsar humo. Pero el resplandor de las estrellas no es siempre igual y su luz también tililó con la inseguridad de los que saben que su imagen se recordará, pero que ellos son humanos.