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Filosofía política

Una cartografía para moverse entre las batallas culturales

Iñigo González y Jahel Queralt han convocado a destacados pensadores contemporáneos en «Razones públicas», una introducción a la filosofía política

De izquierd a derecha, Félix Ovejero, Jahel Queralt y Iñigo González Ricoy
De izquierd a derecha, Félix Ovejero, Jahel Queralt y Iñigo González RicoyshootingShooting

El asalto a los sistemas liberales y el auge populista coincide con la preocupación por las «fake news», las guerras culturales y los debates bioéticos de todo tipo. Resulta esencial entender qué formas de gobierno son legítimas y por qué, preguntarnos por el sentido de la ciudadanía, por nuestras obligaciones y derechos, y ahondar en los fundamentos del Estado de derecho. Para responder a estas y otras cuestiones acuciantes, Jahel Queralt, profesora de Derecho en la Pompeu y Fabra, e Iñigo González Ricoy, profesor de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona, han convocado a muchos de los más destacados filósofos políticos contemporáneos (Pablo de Lora, Manuel Toscano, Manuel Arias Maldonado y José Juan Moreso, entre otros). El resultado es «Razones públicas» (Ariel), un libro extraordinario que sirve para orientarse en la cartografía de unos tiempos convulsos. Hablamos con Queralt y González Ricoy, y con otro de los autores de «Razones públicas», Félix Ovejero, profesor de economía, ética y ciencias sociales en la Universidad de Barcelona.

Este libro es una introducción a la filosofía política. ¿Qué es y para qué sirve?

Iñigo González: Una definición muy básica e intuitiva sería que es una disciplina que estudia desde un punto de vista moral o normativo las instituciones básicas que regulan la convivencia: políticas, pero también económicas y sociales, como puede ser la familia. La filosofía trata de explicitar la arquitectura argumentativa que subyace a los juicios que en el día a día formulan los ciudadanos al evaluar las diferentes políticas públicas que se discuten y se adoptan.

¿Confían en que ese conocimiento ayude a los individuos a que, a la luz de mejores argumentos, revisen sus posiciones?

Félix Ovejero: El libro no es un catecismo, no es una colección de recetas. Por dos razones: porque hay diversas perspectivas teóricas y concepciones, y porque cuando entra en los debates cotidianos muestra las diferentes posturas y sus argumentos, lo que provoca una perplejidad saludable y democrática.

¿Podría ser esencial clarificar conceptos, empezar por saber de qué hablamos cuando hablamos de las cosas?

F. O.: La conquista civilizatoria es que hemos conseguido un código compartido, impreciso, pero de valores compartidos. Es interesante cómo se han sedimentado una serie de principios que todos invocamos. La libertad, por ejemplo, no significa lo mismo para todos, pero es un territorio moral compartido. El debate sería imposible sin ese terreno.

I. G.: Los valores o principios que orientan la vida en común son valores que nadie cuestiona: libertad, estado de derecho, derechos humanos, democracia… Pero esos valores que todos compartimos muchas veces son empleados para descalificar interpretaciones alternativas a las que cada uno de nosotros favorece. Lo que tratamos de hacer en el libro es mostrar que, pese a que pueda haber un paisaje compartido de valores, estos esconden interpretaciones muy diversas y es honesto tratar de explicitarlas para que, de alguna manera, todos podamos ser conscientes de las concepciones y razones alternativas a la nuestra.

Jahel Queralt: A veces el uso ambiguo o poco sofisticado de los conceptos políticos, por parte precisamente de los políticos, no obedece al desconocimiento, sino que es deliberado. El filósofo tiene un afán de verdad que el político no tiene, por razones obvias.

Observamos últimamente que en asuntos peliagudos algunas personas no están dispuestas a debatir, como si el simple hecho de exponer ideas contrarias fuese casi lesionar sus derechos. ¿Os alarma, sois pesimistas?

F. O.: No es exagerado decir que de un tiempo a esta parte las emociones han sustituido a los argumentos. Se apela a que uno se siente ofendido para vetar el debate. Se debería poder discutir cualquier cosa, debatir sobre la mayor barbaridad, incluso, siempre que esté respaldada por un buen argumento.

Parece que un mejor conocimiento de las razones filosóficas garantiza un mejor argumento moral, pero a veces da la sensación de que sirve para dar fundamentos sofisticados a actos injustificables.

F. O.: Los académicos tenemos más facilidad para generar retóricas que apuntalen puntos de vista que se tienen previamente, porque tenemos más herramientas. Eso es un problema, pero debería resolverse por la propia criba en las disputas públicas. Al final se conquista la verdad, no tanto porque cada uno la ame, sino porque surge del intento de todos de destrozar los malos argumentos de los demás.

I. G.: Muchas veces las ideas filosóficas son empleadas de manera torticera. Esto es algo inevitable que ocurre allá donde existen herramientas conceptuales o filosóficas que los políticos pueden emplear de manera abusiva. Pero la motivación del filósofo es otra: el interés por desarrollar argumentos de manera rigurosa, definiendo con precisión y siendo caritativos con los argumentos contrarios.

¿Dificulta el debate público la distancia entre conceptos y realidad?

J. Q.: La gravedad de esa distancia dependerá del objetivo que consideremos tiene la filosofía. Si el objetivo es el afán de verdad, depurar hasta el máximo nuestras intuiciones, la práctica nos dará igual. Si creemos que la filosofía política debe orientar la práctica política, ese divorcio es preocupante y debemos ver cuáles son sus causas. Si se debe a que estamos ignorando datos empíricos fundamentales, tenemos que incorporarlos, y elaborar una teoría que, tal vez no será la más refinada conceptualmente, pero nos proporcionará herramientas para el aquí y el ahora.

  • «Razones públicas» (Ariel), de I. González y J. Queralt, 512 páginas, 19,90 euros