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Festival de Berlín

“Cinco lobitos”, las otras madres

Hablamos con Alauda Ruiz de Azúa, la directora española que ha conseguido llevar su ópera prima a la sección Panorama del Festival de Berlín

Laia Costa da vida a una madre primeriza que no sabe muy bien cómo afrontar su nueva situación
Laia Costa da vida a una madre primeriza que no sabe muy bien cómo afrontar su nueva situaciónImdbImdb

“Estoy como quien va por primera a un casino y gana una fortuna”. Así se siente Alauda Ruiz de Azúa después de haber sido seleccionada para participar en la sección Panorama de la 72ª edición de la Berlinale con su ópera prima, la notable “Cinco lobitos”. Criada en la ECAM y con una nutrida experiencia en el cortometraje (su original acercamiento al tema del “bullying”, “Dicen”, tuvo un largo recorrido en festivales), Ruiz de Azúa se aproxima al tema de la maternidad desde ramas distintas del árbol genealógico: desde la madre primeriza (Laia Costa) que tiene que convertirse en hija aguerrida y cuidadora de sus padres, y desde la madre que podía con todo (espléndida Susi Sánchez), arisca y pragmática, que, por edad y enfermedad, se estrena en aquello de mostrar sus decepciones. Lejos de caer en clichés y sentimentalismos baratos, “Cinco lobitos” sabe, desde un orgánico naturalismo, retratar ese momento en que dos generaciones de mujeres se cruzan, se cuidan y se entienden sin que las corrientes de amor se traduzcan en reproches y dependencias tóxicas.

¿Cuál es la génesis de “Cinco lobitos”?

Surge de mi primera maternidad. El germen de mis proyectos siempre proviene de la experiencia personal, y me di cuenta de que, en ciertos aspectos de la maternidad, había falta de relato. Se tendía a una cierta épica pero echaba de menos algo más cotidiano. Y de ahí a reflexionar sobre la familia y la relación con mis padres solo había un paso.

”Cinco lobitos” desmitifica, en cierto modo, la idealización de la maternidad.

No creo que todos los padres y las madres sean iguales, que todas lo vivamos de la misma manera. Siento que es un momento de crisis, donde todo tu mundo se desmorona y tiene que reubicarse: con tu pareja, con tus padres, contigo misma como madre primeriza. Dejas de ser la prioridad. No tiene por qué ser una crisis negativa, pero es un momento de cambio, de duda y de aprendizaje. Luego ves que mucha gente se identifica con ello. Hay mucha comedia con lo cansado que es ser padre y madre, pero yo sentía que había algo más profundo en ese viaje. Que a todas nos afecta la renuncia.

¿Hasta qué punto crees que tus personajes femeninos, desde diferentes épocas, siguen cumpliendo con ese rol de género tan asociado al sacrificio?

La generación del personaje de Susi vivió eso como algo que había que hacer, que tocaba. Mi generación, aunque en la crianza aún son ellas las que pagan más peaje profesional, intenta que haya más igualdad en ese sentido. En la película hay una reflexión sobre esa renuncia, que durante un tiempo se asumió como algo natural. Eso ahora se está cuestionando pero no resolviendo.

¿Cómo resolverlo, pues?

Hay inestabilidad y precariedad laboral que lo impide. Como te decía, el germen del proyecto es autobiográfico, pero luego no paraba de escuchar historias que sintonizaban con él: mujeres que me contaban, en el parque, que habían pedido la jornada reducida y las habían despedido, o que se habían acogido a la baja de maternidad y no las volvían a contratar.

¿En qué se parece ser madre y ser hija?

Cuando eres hijo, te cuidan, y hay un bonito trasvase cuando te ves como el cuidador. Cambia la relación que tienes con tus padres. Los entiendes más. A veces siento que he sido muy dura con ellos, pero ahora me doy cuenta de que, a toro pasado, es muy fácil juzgar determinadas cosas.

¿Cómo quisiste expresar ese camino hacia la comprensión del personaje de Laia?

Quería que se viera obligada a vivir la vida de su madre. Quedarse en casa, cuidar de una persona vulnerable y de un bebé, y tener un marido ausente. Que viviera ese modelo que han experimentado muchas mujeres de otra generación. Aparte del viaje emocional que supone reencontrarse con su madre, darse cuenta de que la manera que tenía Susi de querer era cuidar.

Los personajes masculinos no quedan bien parados, pero hay empatía hacia ellos.

Quería que todos tuvieran sus razones, no que fueran los villanos. Con Ramón (Barea) hablamos de esa generación de hombres con una educación muy tradicional, que solo se dedicaba al trabajo y que no hacía más, no por maldad o por herir, sino porque no sabía cómo gestionarlo. Con Mikel (Bustamante) hicimos ejercicios de improvisación relacionados con lo que cuesta mantener a un bebé, para que entendiera por qué a veces es inevitable tener que aceptar trabajos al principio de la crianza.

Un México sangriento en la Berlinale

Que Natalia López es la montadora de “Heli”, de Amat Escalante, y de “Luz silenciosa”, de Carlos Reygadas, con el que además está casada, se nota en cada plano de su ópera prima, “Manto de gemas”, que ayer concursó en la Berlinale. Su película, protagonizada por tres mujeres cuyo destino se cruza en un México crudo y sangriento, es tan elusiva como el más radical de Reygadas (“Post Tenebras Lux”) y a la vez tan asfixiante como el universo de Escalante, con el que comparte secuestros y cadáveres enterrados en vertederos. López nos dice que, en su país, la violencia es transversal, no hace diferencias entre clases o razas, pero su película, de una distante elegancia, no sabe despegarse de sus referencias, no cuenta nada que el imaginario azteca del ‘true crime’ de narcos y traficantes de armas no haya patentado como universal.
“La ligne” también empieza con un acto de violencia que, en este caso, transgrede los lazos de sangre. En un arranque espléndido, tan estilizado como el inicio del “Anticristo” de Lars Von Trier, una hija golpea a su madre. Condenada a una orden de alejamiento del hogar familiar, Margaret bascula entre la rabia desatada y el amor desbordante por su hermana pequeña. Es un personaje misterioso, un cuerpo herido que solo empezamos a entender cuando conocemos a su madre (Valeria Bruni-Tedeschi), un monstruo inmaduro que hace del reproche y el capricho egoísta su estilo de vida. La suiza Ursula Meier trabaja de una manera ingeniosa el espacio alrededor de la casa como una zona franca que violenta la reconciliación de los personajes, y articula un singular retrato de una familia disfuncional en el que la vida de las hijas queda aplastada por una maternidad abyecta en su tóxica fragilidad. Meier abre demasiadas carreteras secundarias y las cierra con una cierta brusquedad, pero su película es estimable.