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Entrevistas con los nazis de a pie

Se publica «Creían que eran libres», todo un clásico del periodismo de posguerra en torno a una serie de hombres que se convirtieron a la ideología nazi y que confesaron sus ideas a un investigador estadounidense de origen judío
La Fiscalía acusa al dirigente de Alianza Nacional de enaltecer a Adolf Hitler, en la imagen
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La Razón
  • Toni Montesinos

    Toni Montesinos

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La realidad, la razón, son cautivas de una pulsión de muerte congénita al espíritu alemán, como explicó el político y periodista francés Georges Clemenceau en unas frases recogidas por Erika Mann, la hija del escritor Thomas Mann, en sus apuntes autobiográficos: «En la naturaleza de los hombres está el amar la vida. Alemania no practica este culto. En el alma alemana, en el arte, la filosofía y la literatura de este pueblo no se comprende lo que es verdaderamente la vida, lo que constituye su magia y su grandeza. Y hay en él una atracción morbosa y satánica por la muerte. Este pueblo ama la muerte». Alemania amó en efecto la muerte, adoró la catástrofe en los años treinta y, según la propia Erika, esa atracción llevaría al país a abrazar el nazismo.
Erika se convertiría en una gran luchadora contra la barbarie y en una oradora que hablaba en nombre de la democracia tras la victoria de Hitler. Al comienzo, era actriz y en 1933 había fundado el cabaret El Molinillo de Pimienta, pero tras la subida al poder nazi, lo refundó en el extranjero, pues no en vano, pasó diez años en el exilio a partir del citado año: «El periodo crítico de la historia moderna», según sus propias palabras. Y justo abarca esas fechas la novedad que lanza la editorial Gatopardo el día 14 y que vio la luz originalmente en 1956, «Creían que eran libres» (traducción de María Antonia de Miquel), que fue finalista del National Book Award, si bien no recibió demasiada atención, probablemente por la inercia de la población a intentar olvidar el infierno de la Segunda Guerra Mundial.
Su autor era Milton Mayer (1908-1986), de familia judía, que se formó en la Universidad de Chicago –abandonó sus estudios tras ser castigado por intentar arrojar botellas de cerveza al decano–, trabajó como reportero y como profesor en la Universidad de Massachusetts, la Universidad de Louisville y Hampshire College. Un intelectual muy comprometido con el pacifismo que tuvo la osadía de declararse objetor de conciencia, si bien, tras la guerra, decidió viajar a Alemania para estudiar «in situ» las causas del advenimiento y triunfo del nazismo. El resultado fue este libro, que cuenta con un extenso epílogo de uno de los grandes especialistas en este periodo del siglo XX: Richard J. Evans, que afirma sobre «Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-1945»: «Un oportuno recordatorio de cómo la gente común y corriente puede sucumbir al hechizo de populistas y demagogos».

Fascinación periodística

Este estudioso londinense, que el año pasado publicó entre nosotros «Hitler y las teorías de la conspiración. El Tercer Reich y la imaginación paranoide» (editorial Crítica), habla de cómo le cambió la vida a Mayer al leer el discurso inaugural de 1935 de Robert Maynard Hutchins, presidente de la Universidad de Chicago. Este «exhortaba a su auditorio a no conformarse con una vida segura o tranquila, sino a salir al mundo decididos a romper las ataduras de lo convencional». Y realmente Mayer siguió semejante consejo de alguien que se convertiría en una especie de mentor, al contar con él para un curso sobre la civilización occidental; y lo hizo hasta el extremo, pues en 1951 no solamente se mudó a una pequeña ciudad alemana para ver de cerca el nazismo, entendiéndolo como «un movimiento de masas y no la tiranía de unos cuantos seres diabólicos sobre millones de personas indefensas», sino que se hizo amigo de una serie de nazis para ahondar en su investigación.
De hecho, Mayer dedica su libro a estas personas con las que conversó y que, aunque no habían ocupado cargos en el partido nacionalsocialistas, eran ciudadanos de a pie a todas luces fascistas. Los llama sus «diez amigos nazis» y eran un sastre, un aprendiz de sastre sin empleo, un ebanista, un vendedor en paro, un estudiante de secundaria, un panadero, un cobrador, un empleado de banca en paro, un profesor y un policía. Tras el nombre y el oficio de estos individuos en la dedicatoria, vendrá un inicio de texto bien interesante: «Como estadounidense, me horrorizaba el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania. Como estadounidense de ascendencia alemana, me sentía avergonzado. Como judío, me sentía anonadado. Como periodista, me fascinaba».
EL DESTINO CIEGO DE HITLER
Erika Mann, en su libro «Cuando las luces se apagan», contó el acoso al pueblo judío por parte del partido nacionalsocialista. El libro estaba protagonizado por individuos de clase media y de diferentes profesiones. Literatura y realidad se daban la mano de forma absoluta, pues, como apunta la autora en una nota final, «todas las historias, tragedias, personajes, acontecimientos, sucesos, leyes, estadísticas y declaraciones que figuran en estas páginas están basadas en hechos; son hechos». De este modo, la ficción es verdad, una verdad que se corresponde con las situaciones corrientes del día a día de los judíos que, una y otra vez, fueron acusados de los delitos más disparatados que puedan imaginarse. Por ejemplo, la maestra Marie, acusada falsamente de haber abortado y que se suicidará junto a su novio por no soportar el juicio del que es víctima. «¿Por qué seguimos con obediencia ciega un destino llamado Adolf Hitler?».
Como apunta Evans, Mayer siempre pensó que la gente debería hacer valer sus derechos frente a un sistema político opresor, pero entonces, un día se preguntó por qué eso no pasaba en Alemania, y de resultas de ello hizo un primer viaje en 1935, tras el cual no obtuvo una respuesta que le satisfizo. Más adelante, conseguiría un puesto en el Instituto de Investigaciones Sociológicas de Frankfurt. Su objetivo quedó en negro sobre blanco de esta manera: «El proyecto implicaba vivir con mi familia durante un año en una comunidad alemana pequeña y lo más típica posible, como un miembro más de ella. Debería buscar al alemán típico (de nuevo, dentro de lo posible) de un nivel social bajo y estudiar su desarrollo como nacionalsocialista». De esta manera, acabó contactando con un ex nazi que había sido condenado por participar en la quema de una sinagoga durante el pogromo de noviembre de 1938 y cuyo hijo había sido miembro de las SS.

Testimonios nazis

Mediante el estudio de este antaño nazi, un sastre, vio cómo podía ser la mentalidad de alguien de un perfil parecido; por ejemplo, «no estaba de acuerdo con todas las medidas antisemitas de los nazis, pero creía que habían contribuido a acabar con lo que él consideraba una explotación económica de los alemanes (mantenía las categorías de “judíos” y “alemanes” rígidamente separadas). En términos generales, estaba agradecido a los nazis por haber salvado a Alemania del colapso económico, tal como él lo veía, y por haberles proporcionado a su padre [un nazi al que boicotearon su negocio en los años veinte] y a él una vida decente». De este modo, Mayer, gracias sobre todo a una serie de pastores evangélicos y cuáqueros alemanes, fue contactando con más hombres afines a Hitler hasta que vio claramente que había un número suficientes de sujetos para merecer un examen amplio.
Al llegar a la decena de «pequeños nacionalsocialistas», como los llamó, muy diversos en cuanto a formación, religión, oficio, temperamento y situación personal durante el nazismo, Mayer se convenció de que tenía que analizar a esos diez hombres en profundidad. Lo visitaba en su casa o lugar de trabajo, los entrevistaba durante un par de horas, diciéndoles con claridad que los estadounidenses querían entender cómo había sido la vida de los alemanes durante la época nazi; sin embargo, aclara Evans, «no les dijo que tenía acceso a los documentos de desnazificación, que contenían un informe completo de la implicación de aquellos hombres en el Partido Nazi, junto con otros detalles». Incluso Mayer encontró en el hecho de no saber alemán una ventaja, al presentarse él como un aprendiz humilde y derribar el muro que podría levantarse entre un profesor universitario y alguien vulgar y corriente. Llegó a tal punto su estrategia, que evitaba coger el coche para ir a verlos, dando así una imagen de austeridad. En todo caso, no le costó mucho que sus entrevistados hablaran ni evitaran tema alguno: ellos mismos sacaban a colación, a las primeras de cambio, el antisemitismo, que, como dijo Theodor Adorno, era el corazón del nazismo.
DESNAZIFICAR ALEMANIA MEDIANTE EL ARTE
La quinta parte de los edificios de todo Alemania al acabar la guerra estaban derrumbados, como dice Lara Feigel en «El amargo sabor de la victoria». Un caos absoluto del que fueron testigos Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, la fotógrafa Lee Miller, o George Orwell, todos «patrocinados por gobiernos que habían previsto que los periodistas formasen parte del esfuerzo de guerra y querían que informaran sobre el poder de sus fuerzas y la brutalidad del enemigo». A estas figuras se les sumarían actores y cantantes, como Marlene Dietrich, con el objetivo de servir de entretenimiento para las tropas; pero también directores de cine, como Billy Wilder. La idea era que los ocupantes ayudarían no sólo a reconstruir económica y políticamente Alemania, sino también culturalmente. Entre ellos destacó W. H. Auden, «enviado por el gobierno norteamericano para que informase sobre la reacción de los ciudadanos a los daños ocasionados por las bombas».