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Hitler (1889-1945)

El cadáver de Hitler que nadie se creyó

LA RAZÓN adelanta un fragmento de uno de los libros del momento, un ensayo sobre las «fake news» más duraderas del nazismo

El 30 de abril de 1945, el gran almirante Karl Dönitz, designado por Hitler como su sucesor, anunció la muerte de Hitler por radio. Su líder, dijo, había fallecido «luchando contra el bolchevismo hasta el último suspiro». La muerte del líder nazi saltó de inmediato a los titulares de todo el mundo. El 1 de mayo de 1945, el general Hans Krebs, último jefe del Alto Mando alemán, comprendió que todo estaba perdido y cruzó la línea del frente en Berlín para negociar un alto el fuego, con la esperanza de que se reconociera al gobierno de Dönitz y se preservara un pequeño vestigio del Tercer Reich en las ruinas de la capital alemana. Estaba autorizado a contar –le dijo al general ruso Vasili Chuikov– que Hitler se había suicidado el día anterior. Pero Chuikov se atuvo a lo acordado con los Aliados e insistió en reclamar una rendición incondicional. Krebs regresó al cuartel general y, desesperado, también se quitó la vida, como otros varios cientos de nazis durante aquellas últimas semanas y meses: ministros del gobierno, generales, altos funcionarios y cargos públicos en general. Entre tanto, con la intención de protegerse de cualquier acusación de negligencia por haber permitido que el líder nazi escapara, el Ejército Rojo imprimió la noticia del suicidio de Hitler en su periódico «Estrella Roja».

Un encuentro privado

Pero a las pocas semanas, desde el Kremlin, el liderazgo soviético comunicaba unas noticias muy distintas. En un encuentro privado con el legado estadounidense Harry Hopkins, el 26 de mayo de 1945, Stalin declaró que «Hitler no ha muerto, sino que está escondido en alguna parte». Quizá había huido a Japón en un submarino, añadió el dictador soviético. En realidad, algún tiempo antes, varios oficiales de segundo nivel del Ejército Rojo habían informado a periodistas occidentales de que el cuerpo de Hitler figuraba entre los restos mortales de cuatro personas halladas fuera del búnker en los primeros días de mayo. El 5 de junio, oficiales del Estado Mayor ruso les dijeron otra vez a sus homólogos estadounidenses que estaban «casi seguros» de que Hitler había muerto y se había identificado su cadáver. Cuatro días después, sin embargo, el comandante soviético Gueorgui Zhúkov lo negó a instancias de Stalin. ¿Por qué Stalin descartó los informes de sus propias tropas del frente? Por razones políticas: para el líder soviético, sostener que Hitler seguía con vida reforzaba su argumento de que era imprescindible tratar a los alemanes con suma dureza, para evitar un renacimiento del nazismo. El líder soviético quería silenciar la idea de que Hitler había fallecido heroicamente, según lo narraba Dönitz, y describirlo como un cobarde que había huido de la escena de su derrota para esconderse en vete a saber qué rincón del mundo, como un criminal que intenta eludir su responsabilidad.

A medida que perduraba la confusión, los rumores empezaron a multiplicarse. Se informó repetidamente de que se había visto con vida al líder nazi; el FBI anotó muchas referencias en el dosier que esta organización no tardó en dedicar a este caso: «Algunos dijeron que sus propios oficiales lo habían asesinado en el Tiergarten; otros, que había escapado de Berlín por vía aérea; o de Alemania en un submarino. Lo habían visto viviendo en una isla neblinosa del Báltico; en una fortaleza de roca de Renania; en un monasterio español; en un rancho de Sudamérica; se le había avistado asalvajado entre los bandidos de Albania. Una periodista suiza declaró formalmente que tenía la constancia absoluta de que Hitler estaba viviendo con Eva Braun en una hacienda de Baviera. La agencia de noticias soviética Tass, por su parte, informó de que se había visto a Hitler en Dublín, vestido con ropa de mujer.

Se comunicó su presencia en medio mundo, de Indonesia a, por ejemplo, Colombia. La inteligencia estadounidense llegó a preparar ilustraciones de qué aspecto podría tener disfrazado. Si Hitler seguía en efecto con vida, se corría el riesgo de que emulara a su predecesor el emperador Napoleón y regresara para enfrentarse, con nuevos ejércitos, a las potencias vencedoras. La idea era demasiado terrible.

En septiembre de 1945, mientras Stalin se dedicaba a sembrar la incertidumbre entre los Aliados occidentales, Dick White, jefe del MI5, comió con dos jóvenes oficiales de la inteligencia: el historiador Hugh Trevor-Roper y el filósofo Herbert Hart. «Con la tercera botella de vino blanco» –según cuenta Adam Sisman en su biografía del historiador–, White otorgó a Trevor-Roper plenos poderes para investigar el asunto, y le dijo a los superiores de este que salvo que el trabajo «nos lo haga algún chaval de primera, no nos valdrá la pena hacerlo». Acertaban al considerar a Trevor-Roper como un empleado de primera, pero su investigación no fue una empresa tan solitaria como luego se dijo: los servicios de inteligencia británicos llevaban muchas semanas preocupados por la suerte del líder nazi y ya habían reunido bastante información sobre su fallecimiento, aunque habían aguardado cierto tiempo a utilizarla con la vana esperanza de que el bando soviético les permitiría acceder a los materiales con los que contaba y entrevistar a los cautivos que habían apresado en el búnker de la Cancillería Imperial.

El último diario

En el transcurso de su investigación Trevor-Roper tuvo la posibilidad de usar el material de inteligencia, además de las nuevas noticias reunidas por los servicios de seguridad. Con la ayuda de sus colegas, siguió la pista de quienes habían sobrevivido a las últimas semanas en el búnker, examinó el interior de este refugio, encontró el último diario de las reuniones de Hitler y localizó asimismo una copia del testamento del Führer. En noviembre presentó sus hallazgos, que luego redactó en el libro «The Last Days of Hitler» («Los últimos días de Hitler»), publicado por Macmillan el 18 de marzo de 1947, después de obtener el permiso oficial. Se convirtió de inmediato en un superventas mundial, que permitió a Trevor-Roper comprarse un «Bentley gris que aparcaba ostentosamente en Tom Quad», el gran patio cuadrangular del Christ Church, su universidad oxoniense. Para fundamentar sus conclusiones, Trevor-Roper había obtenido la declaración personal de un espectro muy diverso de testigos, había comparado minuciosamente (según sus propias palabras) los distintos relatos, y acabado por concluir que las discrepancias existentes ponían de manifiesto que no eran narraciones ni coordinadas ni ensayadas. Pero la investigación, que se realizó con premura porque le urgían a llegar a una conclusión lo antes posible, resultó demasiado apresurada e incompleta. No pudo contactar con un buen número de personas (algunas, todavía en custodia de los soviéticos) que habían estado en el búnker en los últimos días del Reich. De las personas a las que afirmó haber interrogado, varias dijeron que nunca habían hablado con él, y otras, que le habían mentido. Buena parte de los testimonios que citaba eran de oídas. La aseveración de que había realizado la investigación en solitario, incluida en su libro superventas, inducía a un error. Por encima de todo, no podía acceder a ninguno de los materiales recopilados por los soviéticos sobre la muerte de Hitler, basados en el testimonio de testigos de la solución que se había dado al cadáver.

Sin embargo, la orientación general de sus conclusiones quedó confirmada en la década de 1950. Como resultado de la petición de restitución de una pintura rara de Vermeer, que había pasado a engrosar la colección artística personal del dictador, un tribunal local de Berchtesgaden –lugar de inscripción de la residencia privada del líder nazi– inició los procedimientos para declararlo oficialmente muerto. El tribunal puso en marcha una investigación de gran alcance, que duró unos tres años. En aquel momento varios testigos que habían sido prisioneros de los soviéticos habían recobrado ya la libertad y vivían en Occidente; entre ellos, la figura crucial de Heinz Linge, el ayuda de cámara de Hitler, que había participado en la incineración del cadáver.