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Jorge Ilegal: “La repulsiva aparición de censores vocacionales es un peligro para las libertades”

De fama de feroz y salvaje, el líder de Los Ilegales habla de su recorrido profesional, su nuevo álbum y la presión de no haber dado un solo mal concierto
Enrique CidonchaLa Razón

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Jorge Martínez, Jorge Ilegal en realidad y por derecho, ni tiene pelos en la lengua ni los ha tenido nunca. Se forjaba en los ochenta al frente de la mítica banda Los Ilegales una merecida fama de salvaje y feroz. Por lo que cantaba, por lo que escribía, por la fiereza de su ser y de su estar. Lejos de amansarse con los años, Jorge reivindica esa ferocidad desde una elegante irreverencia y su brutal sinceridad. «En la obra de Konrad Lorenz “La agresividad, ese pretendido mal” podríamos encontrar la aclaración a algunos puntos sobre la fiereza», apunta. «Yo creo que es irreprochable plantar cara ante cualquier tipo de abuso», añade, «y reconozco haber defendido, no solo mi integridad, sino también mi vida, por todos los medios a mi alcance. También encuentro que hay algo de espíritu caballeresco en entablar combate en defensa de la parte claramente más débil y no ejercer de mero espectador cuando se da una situación límite. Yo no quiero amansarme, ser manso es peligroso: si no luchas te matas», completa.
Entre grandes nombres
También el alcohol y las drogas tuvieron presencia en aquellos años, no lo niega ni lo suaviza, aunque, por fortuna, afirma, «no tengo una personalidad adictiva y rara vez he dado un mal concierto por ello. Cada bebida, cada droga, te aleja de quien quieres ser porque corres el peligro de perder de vista los objetivos que te habías propuesto alcanzar». Pero Ilegales sigue aquí, cuarenta años después, sin un mal concierto a sus espaldas.
Y este año, rodeados de grandes nombres (de Calamaro a Bunbury, Dani Martín, Coque Malla o El Niño de Elche) en el álbum «La lucha por la vida», huyendo de la fórmula de regrabar sus canciones más populares «porque eso no ofrece ninguna novedad valiosa», explica a LA RAZÓN. «Lo interesante», dice, «lo bello, es arriesgarse y no ahorrar canciones para otro disco, darlo todo hoy sin dejar nada para mañana». Han optado, sorprendentemente, por huir de lo fácil y «escoger un buen paquete de canciones y permitir que las propias canciones elijan a los artistas invitados. Cada invitado ha ejercido generosamente como “ilegal” de pleno derecho aportando cosas que han superado las cotas artísticas previstas. “La lucha por la vida” es uno de los mejores discos de “Ilegales”. Eso sí, tenemos que reconocer que no nos corresponden todos los méritos y medallas. Los invitados se han empleado a fondo».
Y es que además estamos de suerte: reeditan ahora, cuatro décadas después, su primer disco, el homónimo y celebrado «Ilegales». Entre las mejores de sus canciones, clásicos de nuestro rock ya, aparece la mítica «Yo soy el espía de los juegos de los niños», cuyo título podría despertar hoy las iras de la actual corrección política. «Si alguien encuentra algo sucio en una frase como “Yo soy quién espía los juegos de los niños” probablemente tiene un problema serio», comenta Jorge. «Escribí esa canción en 1982. Es una canción futurista y un tanto visionaria, las realidades de las que habla han terminado por cumplirse o cada vez parecen más próximas. En ella miro el mundo como es; muy parecido a un parque infantil, donde todo es un juego y lo importante importa poco. Cualquiera que sea capaz de escuchar entre el ruido que hace el mundo puede percibir una buena colección de realidades incómodas. En la canción se apuntan a cara descubierta unas cuantas».
Y añade sin ambages: «La repulsiva aparición de censores vocacionales no solo es un peligro para la libertad de expresión, es un peligro para todas las libertades. Los derechos de toda una civilización se ponen en peligro con cada recorte, por pequeño que sea, a esta libertad de expresión. La obligación de todo el mundo, no solo los inmersos en la vida cultural, es transgredir los límites impuestos y ampliar zonas de libertad. Me temo, que incluso algunos colectivos recientemente “liberados” han olvidado lo que es la falta de libertad. Tras las rejas todos somos culpables de falta de libertad. Tú miras tras tus rejas, yo miro tras las mías».
Tampoco su canción «Heil Hitler» dejaba indiferente a nadie. Llegaron a tocarla en Alemania, donde «el clima se volvió gélido cuando mi amigo Hans tradujo la frase “en la noche alemana los judíos rezan”. Y mucho más frío aún cuando les solté que nosotros no habíamos masacrado a nadie y que los que sí lo habían hecho con eficacia eran sus padres y sus abuelos. A la gente le cuesta asumir su propia historia».
Contra la falsa modestia
Tienen sus canciones mucho de literario y autorreferencial. Incluso el título de una de ellas, la magnífica «Mi vida entre las hormigas», sirvió de título para un documental del grupo que era, en realidad y sobre todo, un documental sobre Jorge. ¿Podría parecer soberbia? Desde luego, lo que no hay en él es falsa modestia. «La arrogancia», dice, «es un elemento imprescindible en el rock e inevitable en todas las artes. Nada repugna más que la falsa modestia. Depende del traje que te pongas, todos los trajes son necesarios. Un día te toca ser cigarra y otro día te toca ser hormiga. Nadie está tan apegado a un traje determinado que no pueda cambiarlo alguna vez. Podemos incluso vernos despojados de posturas que parecen inamovibles. Escribir canciones en primera persona debería ser una exigencia insoslayable». Y cualquiera le lleva la contraria.
Si en algo se diferenciaron Ilegales de la mayoría de grupos del momento, es necesario decirlo, fue en la notable calidad de su música, lo que contrasta, quizá, con una injusta menor proyección comercial. Para Jorge, sin embargo, ese reparto sí fue justo: «Buscábamos la música y su perfecta fusión con los textos, estar inmersos en ese clima sónico. Para nosotros se trataba de una gesta puramente artística. Otros grupos buscaban reconocimiento y dinero y lo han conseguido. Todo está repartido correctamente. Sería un loco si quisiese invertir el reparto porque es evidente que hemos recibido la mejor parte».
Atila y los otros
Bajo la luz falaz de una farola, la sonrisa es una daga árabe. Allí varado, con el stick de hockey acariciando el hombro y los ojos como canicas, inmunes al parpadeo, recuerda a uno de los pandilleros de “The Warriors”. Pero aquello no es Nueva York, sino un rincón de la Malasaña profunda, y ese tipo, músico entero, sólo ejerce de delincuente profesional sobre un escenario, donde estrangula a su guitarra, escupe sangre en cada verso y roba adhesiones emocionales.
Cuatro décadas después, Jorge “Ilegal” Martínez no es ya aquel hombre temible que salía de casa armado, pero lo fue. En el Madrid de los nacientes ochenta, ese en el que como en la viñeta de un dibujante el color empezaba a sepultar al blanco y negro sin clemencia ninguna, su fiereza e intensidad se oponían al happy flower reinante. Él era un salvaje químicamente puro, como los tiempos que presagiaba con voz de Belcebú, y relatan las crónicas, quién sabe si fidedignas o apócrifas, y qué más da, que por donde él pasaba había que volver a asfaltar un par de veces. Y el meco que le arreó en un bar a Ferni Presas, bajista de Gabinete Caligari, resuena aún en la memoria de quienes lo presenciaron, verbigracia Jaime Urrutia. La leyenda que circula es que los separó un pacifista de nombre Santiago Auserón. A pesar de la violencia del instante, ese bodegón, intrahistoria de la edad de oro del pop/rock español, mola.
Jorge surgió del frío, como aquel espía inmortal, y aunque trajo consigo el orvallo de su tierra y una neblina en la faltriquera de la que no es posible desprenderse, poseía un fuego interior que hacía pensar en ancestros sureños. Sin serlo, y dejando a un lado sus orígenes mod, fue el más punki de todos los punkis, porque en su cabeza bullía la determinación de vomitar contra todo y todos. Pero qué error y qué atropello a la justicia sería que aquellos excesos laminaran su condición de purasangre del rock. De dotado guitarrista y personalísimo compositor –algunas de las más audaces canciones de los ochenta son suyas– que en los conciertos se viste de géiser o volcán o depredador en acción (pocas veces se ha visto a un calvo puro con semejante melena).
Hubo un tiempo en el que fue necesario recibir una ayuda extra con la que levantar el espíritu, porque el mundo, a veces, y contra toda lógica, se ve mejor a través de los cristales más turbios. Pero a la mujer de su vida, la única con la que se permitió mostrar al sentimental que encierra bajo diecisiete llaves, se la llevó por delante un caballo tan negro como todas las grutas de este planeta juntas, y supo en el acto a qué debía decir no. Imagino a ese hombre enteramente hombre despidiendo a su amada, con una legión de velas en la bóveda sombría de su corazón y un vino de excelente cosecha con el que brindar con nadie, pero siempre por ella. Aun así, dicen que vivir consiste en recuperarse de los más severos zarpazos, en emerger de las ruinas, en volver a encender la luz después de convivir con la oscuridad. Y en eso, Jorge ha sido un maestro.
Desde el alto balcón de su mirada, los otros, todos, se mueven allí abajo como pueden. Él, que renunció a cualquier lazo de sangre, se debe a una familia numerosa de guitarras carísimas y de recuerdos que ha preferido olvidar. Y cuando la muerte llegue, beberá con ella absenta antes de dejarse ir sin resistirse. Porque para qué seguir luchando cuando todo lo que amaste ya hace tiempo que se desvaneció.
El mundo está lleno de sabios, pero Jorge es el único que sabe quién espía los juegos de los niños.
Por Javier Menéndez Flores

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