Alain Delon, premio honorífico de Cannes: “La cámara es una mujer”
El actor recibió la Palma honorífica en una ceremonia que no se vio enturbiada por quienes pedían que se le retirara esta distinción por “homófobo, machista y racista”
El actor recibió la Palma honorífica en una ceremonia que no se vio enturbiada por quienes pedían que se le retirara esta distinción por “homófobo, machista y racista”.
Thierry Frémaux aconseja a los asistentes de la «masterclass» de Alain Delon que dejen sus móviles a un lado. Necesitan las manos para aplaudir. Parece que han pasado meses desde que las asociaciones feministas –la americana Women and Hollywood ha recogido, no es moco de pavo, 25.000 firmas– pusieron el grito en el cielo para que el Festival se retractara de su decisión de otorgarle la Palma de Oro honorífica a toda una carrera al que consideraban «un machista, un racista y un homófobo». Ni caso, por supuesto. Como si no hubiera ocurrido nada. ¿Hace falta que pasemos lista? Delon, que se declaró simpatizante del Frente Nacional, porque conocía a Jean Marie Le Pen de sus tiempos en el ejército; Delon, que confesó que darle una bofetada a una mujer no era machista, que él había recibido las suyas; Delon, que afirmó que la unión entre dos hombres era «contra natura». Por la boca muere el pez, sin duda. Hace una semana, Frémaux, factótum del festival, defendía a Delon visiblemente molesto –«No le vamos a dar el Premio Nobel de la Paz»– y denunciaba la existencia de una «policía política» que censura y exige cabezas cortadas.
Íbamos por los aplausos, ¿no? Delon apareció en el escenario de la sala Buñuel con la sonrisa en el ojal y la mirada azul de antaño empañada por las bolsas. Pesan sus 83 años, y también su relación de amor y odio con el festival de Cannes, al que prometió no volver en 2006 para desdecirse en 2007. Ayer, pues, se escenificaba un acto de reconciliación. Eso sí, Delon no perdió oportunidad de echar flores al sexo opuesto, pensando, tal vez, que se había camuflado alguna feminista airada dispuesta a amargarle la mañana, que el día era largo, y aún le quedaba recibir la Palma en la proyección especial, por la tarde, de «El otro sr. Klein», de Joseph Losey. «Si no fuera por las mujeres que se han cruzado en mi camino, estaría muerto. Ellas me han amado, y han querido que me dedicara a este oficio. Sin ellas, no estaría aquí». Lo contó después de admitir que fue la actriz Brigitte Auber, que le había confesado su amor en su primera película como intérprete («Nos vemos en Cannes, me dijo. Y yo le pregunté: ¿Qué es Cannes?»), quién le presentó a Yves Allegret, que le dio el mejor consejo de su vida: que nunca actuara, que hablara y se moviera con naturalidad. Que fuera, como manda el tópico, él mismo. «Yo no interpreto, vivo mis papeles. Eso no suele ser demasiado divertido para mis parejas. Para mí, la cámara es como una mujer que miro a los ojos».
Un «sex symbol» sesentero
Fue gracias a otra mujer (Bella, la esposa de René Clément) que consiguió convertirse en el Tom Ripley de «A pleno sol». El director de «Juegos prohibidos» y los productores del filme insistían en convencerle de que sería un gran Dickie Greenleaf, pero él ni por esas, y sus interlocutores, cada vez más irritados. «Fue Bella, que estaba secando los platos, que, desde la cocina, gritó: “René, el pequeño tiene razón”». Su Tom Ripley era la apoteosis de la ambigüedad sexual, un atractivo imberbe, a la vez peligroso e indolente, que le convertiría en un «sex symbol» que emanaba una cierta aura de perversidad. De esa aura se quedó prendado Luchino Visconti, homosexual y comunista, que no tardó ni un instante en ofrecerle el protagonista de «Rocco y sus hermanos» y, más tarde, el de «El gatopardo». «Luchino estaba dirigiendo “Don Giovanni” en Londres y me dijo que no aceptaría un no por respuesta», aseguró después de emocionarse al ver una escena compartida con Annie Girardot, de la que dijo estar enamorado.
Parecía que el repaso que estaba haciendo a su carrera servía para exorcizar los fantasmas de sus reaccionarias declaraciones. Visconti no fue el único comunista con el que trabajó. Joseph Losey le dirigió en «El otro señor Klein», precisamente la película que Delon escogió para celebrar su premio ayer, tal vez como revancha por el rechazo que despertó cuando se proyectó en el Cannes de 1976, tal vez porque limpia su imagen de lepenista antisemita. «Era una historia que había que contar, me la jugaba produciéndola, pero alguien tenía que hablar del colaboracionismo francés», dijo.
Ignorado por la Nouvelle Vague al ser un actor asociado al cine de la vieja guardia (algo que Godard enmendó en una película de los noventa, titulada precisamente «Nouvelle Vague»), Delon también trabajó con Antonioni («El eclipse»), Deray («La piscina») y, por supuesto, con Jean-Pierre Melville, gran amigo y cineasta fetiche («El silencio de un hombre»). A ellos les dedicó esta polémica Palma: «Yo soy todo y soy nada. Soy lo que hicieron conmigo. Acepto este premio, rechazado hace mucho tiempo, aunque me habría gustado que se lo dieran a mis directores. Fui su primer violín o piano y tuve directores de orquesta excepcionales. Todos están muertos, por eso recibo el premio en su nombre».