Amy Winehouse, los días de paz de un icono trágico
Cuando se acerca el aniversario de la muerte de la artista, el fotógrafo Blake Wood publica un libro de retratos inéditos y anécdotas desconocidas en el que descubre el lado más sereno de una mujer conocida tanto por su música como por sus excesos.
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Cuando se acerca el aniversario de la muerte de la artista, el fotógrafo Blake Wood publica un libro de retratos inéditos y anécdotas desconocidas en el que descubre el lado más sereno de una mujer conocida tanto por su música como por sus excesos.
«A mi madre y a mi padre. A mi Blake, mi Blake encarcelado. Y por Londres, esto es por Londres». Así agradecía Amy Winehouse el Grammy al mejor álbum en 2008. Esa noche ganó cuatro de las seis categorías a las que estaba nominada y aunque no pudo asistir a la ceremonia en Estados Unidos por complicaciones con su visado, en la capital inglesa celebraron su triunfo por todo lo alto. Muchos seguidores de la trágica cantante recordarán aquella velada, pero la mayoría no sabrá que, en sus agradecimientos, Amy mencionaba a dos Blakes distintos. El segundo, claro, era su esposo Blake Fielder-Civil, que entonces cumplía una condena de 27 meses. El primero, que pasó desapercibido por casi todos, es Blake Wood, un fotógrafo del que ella se había vuelto inseparable aquel año.
La anécdota se narra en el nuevo libro de retratos de Wood, titulado «Amy Winehouse» (Taschen), en el que recopila una serie de imágenes que capturó de la británica en esos años de fama y drogas, pero también de refugio en las playas de la caribeña isla de Santa Lucía. Allí se fueron huyendo de los paparazzi que, tal y como relata Wood en el libro, se instalaban día y noche en la puerta de la casa de la artista, ubicada cerca del barrio de Candem. Así, Winehouse vivía casi tan recluida como su esposo. Pero contaba con la compañía del fotógrafo estadounidense, al que había conocido durante una fiesta en casa de Kelly Osborne (la hija de Ozzy), muy amiga suya.
Como si se tratara de la escena de una película, Wood la vio por primera vez mientras ella bajaba por unas escaleras, vestida con un chándal, con el pelo teñido de rubio y los ojos delineados, como de costumbre. «Hola, soy Amy», lo saludó, y cuando él le dijo su nombre lo miró con suspicacia: «Tú no eres Blake», le contestó. «Quizá creyó que le estaba tomando el pelo», comenta el fotógrafo. Aunque insinúa que la suya no era una relación íntima, la amistad entre ambos surgió como un flechazo. Aquella noche la pasaron juntos, a solas, hablando del desamor mientras ella tocaba «Some Unholy War» en la guitarra.
Celos desde la cárcel
Mientras su amistad crecía, en la cárcel el otro Blake sentía celos y así se lo hacía saber. Alguna vez, cuando llamaba a Amy desde la prisión, exigía hablar con «el otro» Blake. «Me dejó bastante claro que no quería que yo estuviera allí, aunque la relación entre nosotros era platónica. Él creía que nos estábamos acercando demasiado», asegura el artista. Sobre los motivos de aquel vínculo tan estrecho como intenso, afirma a LA RAZÓN que «Amy era una amiga increíblemente leal que amaba con todo su corazón. Era una de las mujeres más fuertes que he conocido, superó muchas dificultades y asumió el escrutinio al que fue sometida con calma».
Aquella presión se manifestaba cada día en los paparazzi que la perseguían sin cesar. Una noche, desesperados de estar siempre en casa, ambos se escaparon a un pub cercano escondidos en la furgoneta de la dueña del bar, una señora mayor que fue quien les animó a salir y divertirse un poco. Acostados en el suelo del coche, pasaron ante las narices de los fotógrafos sin que estos se percataran de ello y pudieron disfrutar de una noche anónima que también fue inmortalizada por Wood y cuyas imágenes –Amy maquillándose en el baño, por ejemplo– forman parte del libro.
En otras de esa época la artista aparece tocando la batería en su casa, algo que, según su amigo, también le encantaba hacer, así como «jugar al pool y escuchar la música de grupos femeninos de los sesenta». Son de los pocos retratos que Wood le hizo mientras tocaba y cantaba, junto con unos cuantos, en blanco y negro, de un pequeño concierto que ofreció en París en 2008 en la inauguración de una tienda de Fendi, por petición de Karl Lagerfeld.
A pesar de todo lo que tenían en común –la creatividad, el dolor de las relaciones fracasadas, así como algunas experiencias de infancia– les separaba un aspecto esencial: Winehouse consumía drogas con frecuencia, mientras que el fotógrafo, tras haber visto los efectos de la adicción en su familia, no las probaba, como tampoco el alcohol. De hecho, Wood hizo lo que pudo por alejarla de los narcóticos, que en ese momento, en la cumbre de su carrera, eran ya una costumbre que la había llevado (sin éxito) a un centro de rehabilitación. En su libro, sin embargo, Amy aparece divertida, traviesa y hasta en paz. Son retratos que contradicen la fama de estrella trágica que la persiguió en su corta vida. «Creo que debemos cambiar el tono de la conversación cuando se trata de recordar a Amy y a otros como ella; deberíamos dejar de convertir sus luchas personales en sensacionalismo y sentir mayor compasión», afirma el artista.
Sobre sus esfuerzos para que su amiga se alejara de las drogas, recuerda: «Yo la apoyé y la animé a que buscara ayuda para superar las situaciones difíciles a las que se enfrentaba, como deberíamos hacer todos, sin miedo al estigma que rodea a estas cuestiones. Fui testigo de cómo superó la drogadicción y siempre estaré orgulloso de ella por la fuerza que requirió para lograrlo». Esa Amy sobria es la que durante meses vivió con los pies en la arena, tomando clases de trapecismo y montando a caballo en Santa Lucía. Momentos que Wood capturó con sus cámaras análogas y en formatos como Polaroid y Super 8.
«Estar en la isla nos dio la libertad de relajarnos y simplemente ser. Nos llegamos a conocer mucho mejor estando allí, sin las distracciones de la vida en la ciudad y las dificultades que traía consigo», recuerda Wood de aquella época. Sin embargo, no todo era tranquilidad para los amigos. Aunque alejada de las drogas, Amy comenzó a abusar del alcohol, hábito que años más tarde la mataría. Su compañero veía el cambio con preocupación e impotencia. «Estaba claro que Amy recurría a la bebida para manejar sus sentimientos», afirma Wood en el libro. «Recuerdo que una noche, mientras cenábamos, tomé su vaso y lo acerqué hacia mí para que ella bajara el ritmo de bebida. Le dije: “Vamos a disfrutar de la cena”. Amy se molestó y se largó. Antes de irse, volteó, me miró y me dijo: “¿Es que estás tratando de vivir para siempre?”. Así era su ingenio: afilado como una navaja, y podía resultar muy gracioso o muy cortante».
Almas gemelas
Inevitablemente, llegó el momento en que Wood tuvo que regresar a Londres. Allí estuvo algunos meses más, trabajando como fotógrafo, y luego regresó a Nueva York, donde había vivido ya una temporada. La amistad con Amy aguantó la prueba de la distancia, aunque solo volvieron a verse en 2010, casi dos años más tarde de sus vacaciones caribeñas. Sobre lo que se llevó de aquella experiencia, Wood afirma: «Lo mejor fue haber podido pasar tanto tiempo con una persona a la que considero un alma gemela, tiempo en el que fuimos felices creando y compartiendo nuestro talento. Amy me animó a ser menos tímido, a tomar más fotografías y a convertir mis ideas en arte».
Un año después de la última vez que se vieron, Winehouse murió. «Quería que se quedara, que viviera y que nos hiciéramos mayores juntos. Teníamos tantos planes. Íbamos a hacer un viaje en coche por Estados Unidos y a visitar Dollywood», escribe Wood. Le quedan las anécdotas y los retratos de aquellos meses, en los que la artista desaparece y la amiga –la chica londinense divertida, traviesa y de lengua afilada– se deja ver.
Siete años de ausencia
Aquel piso de Candem en el que tanto tiempo pasaron Blake Wood y Amy Winehouse sería también el escenario de la muerte de la artista el 23 de julio de 2011. «Aunque con apenas unas docenas de pistas a su nombre, Winehouse ya era un icono: una jodida niña judía, con un inmenso panal de pelo y maquillada con una exagerada raya de delineador de ojos, que encontró espacio entre tantos tatuajes y cicatrices para llevar el corazon a flor de piel», escribió ese día la periodista Jenny Eliscu en «Rolling Stone». Twitter colapsó con mensajes de otros artistas y fanáticos de su talento que lloraban su pérdida. Y, como tantas cosas relacionadas con Winehouse, su muerte también estuvo salpicada de una dosis de polémica. Las causas se estuvieron investigando durante dos años, aunque finalmente se ratificó lo que la primera autopsia había desvelado, que Amy murió de intoxicación alcohólica.